Ishi-san

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A pesar de las tantas veces que su padre le advirtió que al explorar el bosque, no debía adentrarse demasiado, ella no hizo mínimo caso.

A la llegada del atardecer y tratar de regresar a casa, la pequeña Kohaku no supo que camino tomar de regreso. Había llegado a un extremo del bosque, el cuál jamás había visto. Cerca de ahí estaba una enorme cueva, al acercarse y hacer eco con su voz, cientos de murciélagos salieron volando fuera de la cueva, aleteando al crepúsculo.

Asustada por el violento aletear de los murciélagos, salió corriendo, cubriendo su cabeza con sus brazos. Al no ver por dónde iba cayó de bruces por tropezar con algo.
Se sentó adolorida, revisando sus raspadas rodillas, y al mirar con que se había tropezado, el cuerpo de un muchacho de piedra estaba frente a sus ojos.

En la aldea le habían dicho que no debía acercarse demasiado a ellas, ya que no sabían que eran o de donde habían venido.

La figura de piedra sobresalía del suelo, sus pies estaban enterrados, gran parte de lo que vendría siendo su cadera estaba cubierto de musgo y algunas otras partes de su cuerpo pero en menor medida. El cuerpo de aquella extraña piedra era bastante delgada y su cabeza parecía una escobeta.

Los curiosos orbes lazurita inspeccionaron detenidamente cada forma de la inerte estatua.
Poco a poco, sin temor de lo que pudiera suceder, fue acercando sus manitas y acomodó su rostro sobre el pétreo pecho; se sentía cálido, como si estuviera vivo.

- Ishi-san, eres cálido- habló la pequeña, pensando que él la escucharía.
Fijando su mirada en el rostro de la escultura, observó la expresión en su mirada. Como si estuviera sorprendido, mirando algún punto en el horizonte.
Había algo en su gesto que le llamaba la atención, no sabía que era pero no podía dejar de mirarlo.

Con los últimos rayos del sol, Kohaku se empezó a sentir preocupada. Ya que no sabía dónde estaba y ya era de noche. Lo único que atinó a hacer fue a hacerse un ovillo junto a la efigie del muchacho, buscando protegerse.

- Ruri-nee va a estar muy preocupada y también papá, mañana buscaré la forma de regresar a la aldea- dijo la niña haciendo conversación con la piedra a su lado, tal vez para no sentirse sola.

No supo en que momento se quedó dormida, pero entre sueños logró escuchar que las voces de los aldeanos la llamaban.

-¡¡¡KOHAKU!!!! ¿DÓNDE ESTÁS? ¡¡¡KOHAKU!!!

Despertó sobresaltada, en medio de la noche, agudizando el oído buscando en que dirección venían las voces.
Se levantó a toda prisa, sacudiendo la tierra de su vestido y de sus piernas.

- Me están buscando, Ishi-san. Me tengo que ir, trataré de volver alguna vez. Muchas gracias por cuidarme - agradeció la pequeña, yéndose apresurada.

Corrió tanto como sus piernas se lo permitieron y gritó de vuelta para que la escucharan.
Avistó a lo lejos la luz de una antorcha y corrió aunque sus pies ya le dolían mucho.
Un joven Jasper fue quien la encontró, llorando, desesperada por alcanzarlos.

Al llegar a la aldea fue reprendida por su padre, prohibiendóle salir sin supervisión.

Y al pasar unas semanas Kohaku logró escabullirse para ir a ver a Ishi-san, pero fue precavida esta vez y marcó los árboles para encontrar el camino a casa.

- Gracias por aquella vez, Ishi-san. De no ser por ti, ya me hubiera comido un animal salvaje- dijo risueña mientras le quitaba las hojas secas que habían caído sobre él.

Y así comenzaron las visitas constantes para ver aquella figura que le acompañó cuando estuvo perdida.

Cada que iba a visitarle, le contaba de sus días en la aldea, de su hermana y su padre, de como Chrome juntaba piedras de colores y de como se esforzaba entrenando.
Le hacía coronas de flores que ponía sobre su cabeza. Y también le contaba pedazos que lograba recordar de las 100 historias.

Ella guardaba su existencia como un secreto ya que no quería que la trataran como una loca por hablar con una piedra.
Así pasaron varias estaciones yendo a visitarlo, hasta que Ruri comenzó a enfermar.

Kohaku siempre buscaba la manera de poder ayudarla, ya que no sabía que podía hacer. Pasaron más y más estaciones, anhelando encontrar una cura para Ruri.
Siguió esforzándose, entrenando, haciéndose más y más fuerte. Entre alguno de esos días había muchas veces en que recordaba los ratos que pasaba junto a Ishi-san.

Al cumplir los 12 años, Kohaku era lo suficientemente fuerte como para cargar una vasija enorme.

Un día, después de que Ruri tuviera otro ataque en que su tez se volvió tan pálida que la creyeron casi muerta. Su padre le ordenó que se fuera preparando para memorizar las 100 historias, ya que a Ruri no parecía quedarle mucho tiempo y ella debía tomar su lugar como sacerdotisa.

-¡NO! NO VOY A HACER ESO. HACERLO SERÍA COMO DEJAR MORIR A RURI-NEE- gritó enfrentando a su padre.

- LO HARÁS, PORQUE ES TU DEBER- exclamó Kokuyo, tomándola por el brazo. Arrastrándola hacia la torre.

Kohaku lo último que quería era llegar a ser la sacerdotisa, era demasiado injusto. Forcejeó con su padre y salió huyendo hacia el bosque.

Corrió, corrió hasta lo profundo del bosque. Corrió buscando un consuelo a su pesar. Corrió al único lugar a dónde podía encontrarlo, corrió a dónde estaba aquella efigie que llenaba su soledad.

Llegó al lugar con surcos de lágrimas secas recorriendo su rostro. Había pasado mucho tiempo y la figura de piedra ya no era tan grande como lo recordaba.

- Hola Ishi-san, ha pasado mucho tiempo- saludó la rubia con un hilo de voz.
Se arrodilló junto a la escultura, retirando las hojas secas que estaban sobre ella.

- No sé que hacer. Es injusto que quieran dejar de lado a Ruri-nee. Ella merece seguir viviendo. Ella merece ser feliz- dijo con tristeza en su voz , sintiendo como nuevas lágrimas volvían a formarse.

Sentándose sobre la húmeda hierba, abrazó sus piernas y se quedó observando largo rato la figura frente a ella. Extendió su mano sobre el pétreo rostro y delineó delicadamente cada facción de su faz.

Estar ahí frente a la estatua, le ayudaba a aclarar su mente. Mirar su expresión ausente le daba una sensación de paz a su corazón.
Ya estando más tranquila, hizo una expresión determinada en su rostro.

- Debo volver a la aldea. No puedo dejar a Ruri-nee sola mucho tiempo...- habló, poniéndose de pie, mirando hacia el atardecer.

Había tomado una decisión, buscaría la manera de ayudar a su hermana y Chrome iba a ayudarle.
Él le había contado que bañarse el agua caliente ayudaba a quitar la tos y también la mezcla de algunas yerbas podrían ayudar.

Kohaku esperaba que llevándole el agua, ella tal vez podría recuperarse. No muy lejos de donde estaba, habían varios pozos de aguas termales. El problema sería llevar el agua hasta la aldea todos los días de ser necesario.

Ya habiendo llegado a su resolución, dirigió su mirada a la efigie que estaba a sus pies.

-Lo siento Ishi-san, esta será la última vez que nos veamos. Muchas gracias por todo- agradeció antes de irse y tomar el camino de regreso.

Kohaku volvió a la aldea, determinada en cuidar de Ruri hasta encontrar una cura.

Todos y cada uno de los días en que Kohaku recorría el camino hacia las fuentes termales, recordaba aquella figura que le daba tranquilidad a su alma. Tal vez y algún día fuera a ese sitio de nuevo para pasar un rato junto a Ishi-san.

Lo que Kohaku no imaginó jamás, es que tal vez se encontraría de nuevo con aquella efigie. En algún futuro, donde aquella figura ya no sería de piedra, si no de carne y hueso como ella.

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⏰ Última actualización: Nov 09, 2021 ⏰

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