Llegaba tarde. Como siempre, vamos. Tampoco me preocupaba mucho, dado que hoy sólo realizarían la presentación del máster, pero me había propuesto que este curso todo iba a ser distinto. Y llegar tarde el primer día era empezar con mal pie.
Me llamo Luis. Tengo 25 años, soy de Guadalajara, pero estudio Arquitectura en Madrid. Este año curso, con suerte, el último año de la carrera, el Proyecto de Fin de Carrera, ahora rebautizado en un máster. Y como os estaba contando, empecé esa semana un poco apurado.
Mientras corría hacia la parada del 46, empecé a notar pequeñas gotas de sudor en la línea del cabello y en la frente. Mierda. El calor no se había terminado de ir y el exceso de asfalto contribuía a que la temperatura subiera unos cuantos grados más de lo que por sí se alcanzaba habitualmente en la Meseta.
Odiaba septiembre. Aunque mantuviese ventajas del verano, como las temperaturas y las infinitas horas de luz al día, el hecho de volver a la rutina, a los madrugones y a las responsabilidades terminaban amargándome el buen sabor de las vacaciones. Y lo peor de todo era tener que volver Madrid.
Poco quedaba del pueblo sucio que era hace 300 años. Ante mí, la puerta de la Estación del Norte, en desuso, y conocida ahora como Príncipe Pío. Qué rabia. Me encantaba esa parte del edificio y creía que un espacio tan brutal como esa estación se merecía una entrada como la de la Cuesta de San Vicente, pero en su lugar, el acceso se hacía desde la plaza que daba al Paseo de la Florida. Además, toda la fachada se encontraba en obras de restauración. Por lo visto, iban a licitar esa parte de la estación para que se convirtiese en un teatro o un espacio cultural. Menudo desperdicio. Nueva York tenía el hall de Grand Central, Londres tenía el eclecticismo de St. Pancras, París sus chorrocientas bóvedas de hierro y vidrio, y Madrid... el estanque de tortugas de Atocha. Y próximamente ni eso.
El semáforo por fin se puso en verde para los peatones, y no perdí tiempo; salí escopetado cuesta arriba rezando por no tener que esperar otro cuarto de hora. Prefería anticiparme en la parada anterior para evitar la multitud que habitualmente se agolpaba en la marquesina de la plaza y asegurarme un asiento, puesto que su trayecto era hasta prácticamente el final de la línea. Vi a lo lejos el bus y esprinté. Ya iba sudando, por lo que correr un poco más tampoco iba a ser perjudicial. Me palpé el bolsillo para cerciorarme de que la cartera seguía allí mientras avisaba al conductor con la palma de la mano para que se detuviese. Por los pelos. Normalmente había siempre un par de personas que hacían lo mismo que yo, pero hoy justo no se dio el caso; cuando más lo necesitas...
Salté al interior del bus, saludé al conductor, piqué el abono de transportes tras sacarlo de la cartera y me senté al fondo del vehículo, en la ventanilla de un asiento pareado. Solté un leve suspiro. En 20 minutos aproximadamente estaría en la Escuela, por lo que sólo me iba a retrasar unos minutos. Entre fallos de organización y presentaciones de profesores con mucho ego, lo más probable es que llegase perfecto.
En lo que me acomodaba, el bus llegó a la parada de la plaza y se llenó de bullicio. Entre el sudor y el ruido, comencé a agobiarme un poco, así que saqué los auriculares y aproveché para revisar las notificaciones y el calendario del móvil. Intenté consolarme pensando en que esta semana aún disponía de tiempo libre. Aún tenía que ocuparme de buscar unas prácticas y resolver algunos trámites de la matrícula, pero no era nada complicado.
Tras un cuarto de hora, el bus llegó por fin a la parada en la que tenía que apearme, y por suerte, ya estaba prácticamente vacío. Indiqué al conductor que quería bajar y en cuanto pisé el suelo, empecé a correr. No venían muchos coches, así que ni me molesté en acercarme al semáforo para cruzar.
La Escuela de Arquitectura estaba en lo alto de una colina, rodeada de un pinar. A mi izquierda, se encontraba la Escuela de Aparejadores. Las malas lenguas decían que les obligaron a construir el edificio en la parte baja del remonte para que recordasen siempre la jerarquía entre ambas profesiones, cosa que personalmente me parecía bastante pretenciosa. A mi derecha, se asentaba el Museo del Traje, un edificio mastodóntico de hace apenas unos años que prácticamente se comía a sus arcaicas vecinas en tamaño y peso, y que contrastaba absurdamente en forma, material y escala con el entorno. Irónicamente, podría ser de los edificios peor integrados en su contexto, que era precisamente una de las nociones básicas que se enseñaban en el edificio de al lado. Aunque las clases de ego también eran básicas en Arquitectura.
Desde la parte de abajo de la colina, la fachada de la Escuela resplandecía de un color blanco puro con la luz del sol del mediodía sobre el aplacado de caliza. Qué bonito era el edificio y qué dolores de cabeza me producía. Cuando se construyó, el acabado era en ladrillo visto, como el resto de edificios del conjunto de la Ciudad Universitaria, pero apenas unos años después de su inauguración, estalló la Guerra Civil en España, y todos las facultades universitarias que se habían levantado en lo que por aquel entonces era la periferia de Madrid se transformaron en frente de batalla y refugio republicano durante la toma de la ciudad. Al final de la guerra, algunos quedaron tan dañados que prácticamente hubo que reconstruirlos enteros, y aunque muchos dejaron sus muros intactos con las heridas de balas, otros decidieron cubrirse con una nueva imagen más moderna. Este fue el caso de la Escuela de Arquitectura.
Tras embobarme con las vistas, me apresuré a subir la escalinata hasta la entrada, crucé el vestíbulo y el hall, y me dirigí sin demora al Salón de Actos, donde se estaba realizando la presentación. Tal y como había previsto, aún no había comenzado, por lo que busqué a mi amiga Bea, que me estaba guardando sitio, y me senté.
Sudando y sin dignidad, pero a tiempo.
ESTÁS LEYENDO
Vidrio, Acero y Piedra
RomanceUn ajetreado estudiante de arquitectura descubrirá accidentalmente cómo hasta en el mundo más caótico puede hallarse un atisbo de paz.