Estoy orgullosa de poder decir que soy una mujer joven, bella y devotamente una católica fiel. Me he consagrado a una iglesia, Dios me perdone que no lo he hecho por los motivos correctos pero como resistirme a él. Él era un hombre alto, esbelto, con labios carnosos, un color de piel tostado y un corte de pelo bajo. Mi sacerdote era inimaginable, era tan sexy y serio, tan solidario y amable, tan solo de pensar en él mi corazón parecía haber corrido un maratón. Me calentaba tanto tan solo imaginarlo otra vez en la sala de mi hogar follandome.
Aun recuerdo aquella tarde de "oración" en la cual la única de rodillas fui yo. Aun puedo sentir sus labios contra mi pierna y su lengua entre ellas. No puedo evitar pensar en ello y no tocarme ni desearlo.
—Padre... —gemí mientras llegaba al orgasmo.
Necesito verlo, necesito tocarlo, necesito sentirlo otra vez. Siento que quedaré demente si no lo siento tocándome. Lo anhelo con tantas fuerzas.
Las 10 de la noche marca mi reloj de pared mientras me levanto de la sudada cama, me visto y acomodo mi pelo y me dirijo a la entrada de mi casa. La calle esta solitaria y algo fría, me tapo con mi abrigo para intentar darme calor. Mientras camino puedo ver hombres ebrios tirados en las aceras cerca de los bares y mujerzuelas ganándose la vida. Me puse nerviosa al visualizar mi destino a tan solo pasos.
Aquella catedral de arte barroco, con coloridos vitrales y enormes puertas se veía un poco atemorizante a estas horas. Pasé sus enormes puertas encontrándome con aquellos cuadros que sientes que te juzgan con la mirada y ese de San Pedro que sientes que te sigue a todas parte.
Me dirigí al confesonario con sus dos cubículos de madera y tan solo uno de ellos con la puerta abierta. Se me eriza la piel de tan solo saber quien está del otro lado.
—Buenas noches, Padre. —dije acomodándome en el cubículo. —He venido esta noche a confesar mis pecados. —finalicé.
—Cuéntame, hija mía. —dijo con un tono de voz serio.
—Padre, he pecado en contra de usted, Dios y la iglesia. He pecado de pensamiento, de acto y de palabra. —confesé. —Me he acostado con usted en la sala de mi casa deshonrado a mi marido y mi hogar, le he tocado y acariciado a usted, Padre. Me he tocado muchísimas veces pensando en usted. —le dije. —Sin embargo, no estoy arrepentida en lo absoluto, al contrario, lo deseo más, querido Padre. —le dije mientras dejaba mis bragas caer al piso.
Metí dos de mis dedos en mi boca y abrí mis piernas, dirigí mis dedos mojados de saliva hacia mi vagina y empecé a tocarme. El estar confesándole esto, aquí en la iglesia me hacía sentir de una manera inexplicable.
—¡Oh, Padre! —Gemí mientras acaricia mi clítoris.
Que placer tan inmenso estaba sintiendo. Pude escuchar la puerta del otro lado del confesonario abrirse, una tristeza inmensa me invadió al pensar que mi amado Padre se había ido, hasta que alguien abrió la puerta de mi cubículo. Era él.
Me agarró por el cuello y me besó tan apasionadamente mientras yo abría su túnica. Me puso de rodillas agarrando mi pelo mientras me miraba a los ojos, saqué su erecto miembro de su ropa interior y él lo empujó hacia mi boca de una manera brusca. Estaba tan excitada, estaba en una catedral de rodillas ante el sacerdote y no orando. El agarró mi pelo envolviéndolo es sus dos manos y tirando del penetraba mi boca. Su miembro chocaba en mi garganta, haciéndome llorar y tener arcadas pero sus gruñidos y gemidos no me dejaban parar aun con mi maquillaje corrido.
—Vas a irte al infierno. —me dijo mientras escupía mi cara. —Satanás tiene un espacio para ti, zorra. —añadió.
Esas palabras, me han excitado tanto. Sacó su miembro de mi boca y golpeó mi cara con el, empezó a masturbarse en mi cara mientras yo mantenía mi boca abierta y mi lengua afuera para aceptar toda su bendición.
—Eres una zorra. —dijo mientras llenaba mi boca y cubría mi cara de semen.
Me levantó del piso agarrándome fuertemente del mentón para después abofetearme suavemente y darme un apasionado beso. Metió su lengua a mi garganta haciéndole paso a la mía en su boca formando un beso blanco mientras enredaba firmemente su mano en mi pelo.
Sin soltar mi pelo, me puso de espaldas a él, con mis manos apoyadas en el confesonario dejando su miembro erecto rozando con mis nalgas. Levantó un poco más mis nalgas bajando un poco mi espalda. Abrió mis piernas y separó mis nalgas, rozando su miembro duro contra mi vagina, lo colocó en mi entrada y lo empujó. Se deslizó tan fácil dentro de mí, haciéndome sentir un placer inmenso.
—Padre nuestro... —lo escuché decir mientras me penetraba suavemente. —Te condeno. —me dijo.
Su mano apretó más fuerte mi cabello y se acercó a mi cuello donde me clavó una mordida.
—Padre... —Gruñí de dolor y placer.
Mojé mis dedos de saliva y empecé a acariciar mi clítoris mientras él me penetraba de una forma suave y sensual, me dio una nalgada para luego parar y separar un poco mis nalgas con su mano libre y a los segundo pude sentir como un caliente chorro de saliva caía entre su miembro y mi vagina. Él volvió a penetrarme pero esta vez de una forma más brusca y fuerte.
—Eres una diabla, debes ser castigada. —susurró en mi oído mientras me daba una fuerte nalgada que me hizo gritar.
—¡Padre...! —solté en un grito desgarrador.
Empezó a darme nalgadas y embestidas más fuertes mientras tiraba de mi pelo. Lo único que se escuchaba en la catedral era el sonido de mis nalgas chocando con su pelvis. Yo seguía masajeando mi clítoris, estaba al borde del orgasmo cuando de pronto sacó su pene y lo apoyó contra mi vagina.
—Vete al infierno. —dijo el Padre mientras se corría y frotaba su miembro contra ella.
Sentí en mis dedos como corría su semen en ellos mientras yo me masturbaba, alcanzando mi orgasmo justo después de él. Él se sentó en el banco y me haló de le cintura haciéndome sentarme encima de él. Colocó sus manos en mis nalgas apretándolas y sonrió contras mis labios boquiabiertos mientras me miraba a los ojos.
—Padre... —susurré mientras le robaba un apasionado beso.
Y volvimos a hacerlo en esa catedral.