Quebrado

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La primera advertencia fue dentro de mis pesadillas, no importaba si intentaba esconderme bajo la cama o rellenar mi soledad con animadas charlas a la versión que creé de mí fuera de mi cabeza; «aquello» estaba por sobre todo eso, sonriendo, burlándose, diciéndome que no lograría ocultarle secretos, que yo no era nada más que una caja fuerte con el seguro roto... una caja que ya no podía guardar nada. Me despertaba sudado y repitiéndome a mí mismo que «aquello» había dicho que tarde o temprano me alcanzaría, me daría caza hasta conseguir mi cabeza, aunque ya no quedara mucha cordura en ella.

El insomnio estaba jugándome sucio, no había peor sensación o más grande terror para mí, que observar el fin del crepúsculo a través de los grandes ventanales de la casona de mis ancestros, aquella casa que había visto pasar generaciones y generaciones de otras personas con la sangre que yo portaba ahora, la cual me mantenía vivo; ambas eran testigos del terror del que caía presa cada anochecer, mientras veía esfumarse los colores anaranjados del atardecer, dando paso a una amplia gama de grises, consumiendo el mundo en un frasco de tinta negra. Los árboles que tanta vida mostraron durante el día, parecían garras extendidas al vacío que crujían al toque del gélido aire nocturno, ese que generaba un silbido quejumbroso y resonaba infinitamente a través de los interminables caminos de la noche. Todo, cada detalle, sumaba y sumaba voces, esas voces que susurraban sus interminables plegarias, conformando así, una siniestra sinfonía nocturna, la culpable de mi incurable caso de insomnio.

No importaba la cantidad de alcohol que bebiera para aturdirme y dormir por la fuerza, y menos aún si quiera nombrar mi vago intento por recurrir a las drogas medicinales para dopar mi cabeza hasta desconectar todos los pensamientos del consciente, no. Aquella intromisión que como paciente falto de sueño me permití, derivó finalmente en una escalofriante y desagradable molestia para las voces, las cuales pasaron de los susurros, a gritos, que me obligaban a presionar mis oídos con los dedos mientras vaga e inútilmente cantaba una canción de cuna que escuché alguna vez, para por lo menos mantenerme cuerdo, repetía aquellos versos una y otra vez.

«Querido Morfeo ven ya,
los niños aún quieren jugar,
usa tus polvos mágicos y hazlos volar,
por los valles de los sueños y la libertad,
bajo tu cuidado lejos de la maldad,
hasta que el alba los llame a regresar».

No podía decir que ayudara en algo realmente, y para empeorar la situación aquellas voces ya estaban sonando tan cercanas como si estuvieran fuera de mi cabeza; de paso de la habitación al baño, en algún rincón, algún pasillo vacío, hablaban, decían saberlo todo, decían que no había lugar para huir ni esconderse; llamaban a la calamidad.

Había decidido retirarme a aquella casona, razonando que quizá las voces no fueran nada más que el producto del estrés y cansancio acumulados, sólo vivía ahí conmigo un perro que recogí del camino cuando me mudaba, eso lo convertía en el único testigo de la aflicción que me tenía enfermo. Finalmente no fue así, las voces no se habían marchado a ninguna parte, las escuchaba tan claro como si estuviese hablándome a mí mismo, víctima del insomnio y las probables alucinaciones auditivas sin una procedencia verificable, dejé de alimentarme adecuadamente, dejé de prepararme alimentos, en lugar de ello le daba de comer al perro y me conformaba con alguna manzana... ojalá de un color rojo brillante.

Para intentar distraer mi mente cada vez más cansada, durante el día me dedicaba a la jardinería, cosa en la que no era muy hábil, si las plantas no se morían por falta de agua, morían por el exceso de ella, aun así continué dedicándome día a día al selvático jardín de la casona; mientras que por las noches me paseaba por los pasillos recitando poemas que yo mismo había escrito durante mi niñez, la verdad es que era tan buen poeta como jardinero, pero era lo único que me animaba a hacer, el perro oía pacientemente los burdos versos que tan imprudentemente habían sido creados por mi mano, también ser pronunciados con una completa falta de talento por mi boca, acompañados de vez en cuando por aquella enfermiza canción de cuna.

Fue cuando dejé de salir al jardín durante el día que comencé a responder a las voces, la falta de sueño me había vuelto fotosensible de alguna manera y el paso de los monólogos que solía sostener a las conversaciones con las voces, con «aquello», fue totalmente imperceptible para mí, eran conversaciones lánguidas, inconexas, incomprensibles, deseos obscuros de aquello, deseos repulsivos de exterminación, de asfixiarme hasta la muerte. Durante uno de esos terroríficos atardeceres las voces me llamaron afuera, ya sin fuerzas, sin aquel instinto de supervivencia con el que todos nacemos, me acerqué a mirar el estanque al cual me llamaban las voces; me incliné en la orilla, a observar el agua negra que reflejaba mi rostro enfermizo, el perro comenzó a ladrar sin pausas, como acusando al culpable de esta retorcida situación, «aquello» habló, me sentenció a muerte, me recordó cada uno de los errores que cometí, cada paso en falso, cada equivocación, y las voces acallaron mi deseo de protestar, de defenderme de las acusaciones, las voces hablaron de todo lo que no podría lograr ¿Para qué esforzarme si fallaría de todas formas? Aquellas aguas negras abrazaron mi cuerpo con una frialdad de otra dimensión, pareció que perforaba cada capa de mi existencia lamentable, como si quisiera borrar el hecho de que finalmente había nacido en este mundo.

—Déjate hundir, abandona la esperanza, abraza la desesperación, desilusiónate de lo que eres. —habló aquello, más claro que nunca, más fuerte que nunca.

—No vale la pena esforzarte por cambiar, eso no es posible, no lo vas a lograr. —Lo acompañaron las voces.

Aquel perro me ladraba con desesperación y una especie de terror en sus ojos negros, supongo que era porque él lo había descubierto, que aquello era yo, que las voces eran yo, esos pensamientos que se oían más fuerte que cualquier otra cosa en el mundo, y de las cuales intenté huir, pese a que nadie puede huir de sí mismo, debí haberlo sabido, debí haber luchado cuando tenía fuerzas aún, porque ahora me sentía arrastrado por un agujero negro, sin posibilidades de ser salvado por nadie, hundido en un mundo negro.

AnormalistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora