Sabía que este día llegaría, pero no que tan pronto. El ser más odioso del planeta había cometido la peor de las atrocidades, ya ni a los ojos podía verle cuando se asomó por la puerta con las comisuras de los labios manchadas.
-Perdón, no sabía que era tuyo – dijo, suavemente.
Aún con el envoltorio de mi último bombón de chocolate en mano. Su pelo marrón oscuro combinaba con el color del cacao que había tomado prestado, sin permiso.
-Lo que hiciste es imperdonable – respondí.
Y cerré la puerta de un portazo. Una lágrima cayó por mi mejilla. Luego otra y luego otra, minutos más tarde los zócalos del piso estaban completamente cubiertos por el agua. No podía parar el feroz llanto que mi cuerpo expulsaba. La cama flotaba, no sé cómo; mis muebles, no. Pero, ¿Qué importaba? Al fin y al cabo morirse de hambre es peor, mucho peor. ¡Hambre! es lo que estaba comenzando a sentir luego de ver a mi hermano menor comerse el último chocolate que me quedaba en la heladera. Prefería ahogarme, no quería intentar escapar de esa inundación de pena.
-Amapola, ¡Salí ya mismo de tu habitación! ¿Qué está pasando ahí? – gritó mamá.
El agua tapaba las ventanas, y pronto a mí. La agonía del chocolate desperdiciado, tirado, perdido y robado iba a finalizar en pocos segundos, cuando por fin mis propios sollozos me rebalsaran.
-Mi chocolate, mi chocolate - lloré - quiero mi chocolate.
-Te puedo comprar otro hija, abrí la puerta.
-Otro ya no va a ser el mismo que el que tenía guardado para comer hoy, en mi parte de la heladera, con mi nombre pegado en el paquete - seguí.
En mi cuarto ya se podía nadar, decidí ponerme un traje de baño. Las lágrimas aún no frenaban. Mientras nadaba, sentí algo contra mi cabeza. Era el techo. Lo rompí, el río de lamento era tan fuerte como un taladro y tenía la suficiente potencia como para romper cualquier estructura.No más de media hora había pasado, cuando me di cuenta que toda la casa estaba mojada. Debía solucionarlo antes de que mi madre volviera del supermercado, acompañada de mi hermano. No encontraba el secador de pisos. Ayudé con mis manos como pude, tratando de empujar el agua hacia las rejillas, pero era inútil. Lágrima que limpiaba, lágrima que volvía.
Me rendí, no podía parar aquella reacción. Posiblemente el barrio entero de Villa Pueyrredón quedaría bajo mí agua salada. Todo era culpa del maldito consanguíneo que había hurtado mi bombón de chocolate. Si él no hubiese cometido tal error, yo no estaría arreglándomelas para salvar a toda la comunidad cercana de esta terrible inundación que produje. Con mis botas de lluvia puestas y mis gafas de natación listas, me sumergí en el tsunami de gotas, para tratar de rescatar algunas cosas; mis cuadernos, mis libros, mi mochila, mis plantas, mi persiana, mis peluches, mi silla, mi escritorio y mis cartas.
Hice todo lo que pude, lo juro por Dios. En un abrir y cerrar de ojos, el sector se había convertido en una playa. Con arena, sol y sombrillas.Abrí mi mochila, que por suerte previamente había agarrado, y saqué la cinta adhesiva que estaba adentro. Despegué dos tiras y las adosé a mis ojos, para cesar el llanto. Ya son tres años que no veo la luz del sol.