Para siempre

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Hoy me despierto, son casi las 6 de la mañana. Justo antes de que suene la alarma me levanto. Salgo de mi cuarto, me dirijo hacia el baño y me miro frente al espejo. Noto que por debajo de mis ojos se asoman unas grandes ojeras. Me cuesta trabajo dormir desde hace un tiempo y me es muy fácil despertar; creo que comienza a notarse. Lo ignoro, no me importa mucho mi imagen últimamente. El recordatorio de la visita de mi hermano llega a mi mente mientras camino. Desde que se mudo al otro lado de la ciudad siempre me visita cada mes y pasamos un fin de semana juntos. Frotandome los ojos me dirijo hacía la cocina. Frente al refrigerador se encuentra mi calendario, arranco la hoja que señala la fecha como todos los días solo que hoy hay algo diferente. Me doy cuenta que ya pasaron dos años desde tu partida, dos años desde la última vez que estuviste en esta casa. Un vacío me invade pero no le doy importancia.

Desayuno mientras las memorias de lo hermoso que era verte cocinar con esa sonrisa que iluminaba la casa llegan a mi mente. Una sonrisa se apodera de mi cara al recordar todos esos momentos. Siempre me hacías sonreír de forma tonta y a pesar de ya no estar aquí, lo sigues logrando. Termino de desayunar y comienzo a arreglar cada rincón de la casa; tú me enseñaste a ser ordenada, me recordabas todos los días de tender la cama de manera correcta. También, te asegurabas de escoger el limpiador que te parecía que tenía el olor más acogedor. Recuerdo como lavabas los platos mientras escuchabas música a todo volumen y bailabas. Te encantaba bailar y me contagiabas esas inmensas ganas de hacerlo, tanto así, que no hubo un solo lugar en el que no bailáramos hasta caer rendidos por el dolor de nuestros pies.

Las memorias a tu lado me invaden mientras ordeno nuestro tocador. Inmersa en mis pensamientos me pongo feliz. Tus recuerdos me llenan de alegría pero todo eso termina. De pronto, algo resbala y cae haciendo un ruido fuerte que rebota en cada esquina de la casa. Siento un olor que despierta rápidamente un recuerdo familiar pero me cuesta descubrirlo. Volteo hacía el piso y veo tu loción tirada, el líquido corre lentamente esparciendo el olor por toda la habitación. En ese momento el tiempo se detiene y me encuentro ahí, sola, observando cada pedazo de vidrio en el suelo mientras el aroma recorre cada parte de mi cuerpo. Ahora, no solo el olor de la loción inunda el lugar sino también mi dolor. Finalmente llegó el momento, ese momento inevitable en el que me quebré. Lentamente una lágrima cae por mi mejilla y luego otra y luego otra.
El día en el que te fuiste no lloré. No lloré cuando me marcaron para avisarme que te habían encontrado. No lloré cuando te llevaron al hospital. No lloré cuando me dijeron que te habías ido y nada haría que regresaras. No lloré en el momento en el que te ví pero ya no eras tú. No lloré cuando te dije adiós. Ni tampoco cuando te alejaron diciéndome que sería la última vez que te vería. No lloré cuando regresé a casa y ya no estabas. No lloré cuando me apoyaban y me llenaban de palabras de ánimo. Ni tampoco cuando te recordaban diciendo lo bueno que eras. No lo hice. No sentía tu partida. Fue repentina tu manera de irte, siempre fuiste así, espontáneo. Cada día que pasamos juntos te dedicaste a sorprenderme. No sabía que esa sería tu manera de despedirte también. No lloré en ningún momento esperando la sorpresa de que algún día regresarías. Pero cuando sentí que ese aroma me rodeaba, me di cuenta que te había perdido. No llegarías. No te abrazaría de nuevo. No volveríamos a reír hasta que nos doliera el estómago y nos dieran calambres. No volverías a cantar a la mitad de la calle cuando recuerdes una canción. No volveríamos a bailar en cada rincón del mundo mientras la gente nos veía, se daban cuenta del gran amor que nos teníamos y a nosotros no nos importaba nada más que estar juntos. Siempre fuiste alguien que apreciaba los pequeños detalles de la vida. Recuerdo cómo me hacías apreciar cada cosa que el mundo nos regalaba, pero ya no volveré a escuchar tus discursos de lo increíble que era estar vivo. No volveríamos a estar bajo la lluvia corriendo mientras te perseguía jugando como niños sin miedo a enfermarnos. No volverías a besarme todos los días demostrando el gran amor que me tenías. Ni volverías a gritarme que me amabas cuando salías a trabajar. No haríamos más locuras que nos hacían recordar que estábamos juntos y la suerte que teníamos sobre todo el mundo por habernos encontrado.

En ese momento lo entendí. Te habías ido. Me habías dejado, no por gusto sino porque el destino así lo escribió. Recuerdo que tú no creías en eso, siempre me decías lo ingenua que parecía leyendo las revistas sobre la suerte que tendría cada día. Te reías mientras leía tu horóscopo emocionada porque decía cosas imposibles. A pesar de no creer en eso, todos los días esperabas a que terminara y me repetías que no necesitabas leer tu suerte porque la tenías frente a ti. Después, me dabas un beso en la frente y continuabas alistándote para ir a trabajar. Tal vez no es el destino, pero es la única manera que se me ocurre de culpar a alguien por haberme arrebatado de tu lado. El tiempo se detiene mientras lloro y se inunda de tristeza la casa, nuestra casa. Siempre será nuestra y siempre seremos tú y yo.

Me estoy ahogando en un gran dolor. Las lágrimas no dejan de caer por mis mejillas. Me agacho a recoger el vidrio tratando de volver a reconstruirlo sin lograrlo. Sigo mirando el líquido seguir cayendo, y a su vez, siento como me quiebro más y más. La desesperación, tristeza e irá que siento se intensifican. Continúo tratando de reconstruir el frasco. Cada intentó que hago lo rompe en pedazos más pequeños, mis lágrimas siguen cayendo sobre él dificultando ver lo que estoy haciendo. No puedo soportarlo más tiempo, un gran dolor en el pecho se apodera de mí como si me hubiera roto el corazón. Es un dolor tan profundo que, a cada minuto que pasa, se encaja más y no logro descubrir qué es lo que lo ocasiona.

Los pequeños vidrios finalmente me cortan. Al sentirlo encajado en mis manos, doy un gran grito de dolor. No grito por el vidrio enterrado en mis manos, mas bien, por lo que representaba; tener que dejarte ir. Aviento los pedazos que alcanzo a ver y sentir, pues, las lágrimas llenan mis ojos sin detenerse impidiendo saber lo que estoy haciendo. Inmediatamente junto mis piernas a mi cuerpo mientras sigo llorando y gritando por tu partida. El dolor que siento no lo puedo describir, parece que no se detiene, solo incrementa sin descanso. Me estoy hundiendo y tú no estás aquí para sujetarme. Me encuentro sola recordando todas las cosas que me enseñaste, pero nunca me mostraste a estar sin ti. No sabía que necesitaría que me enseñaras eso también.

El tiempo pasó, no sé por cuánto tiempo estuve llorando. En algún momento me quedé dormida en el piso esperando tu regreso. Tengo recuerdos vagos de mi sueño donde vuelvo a verte con esa hermosa sonrisa que no quiero dejar de admirar. Inmersa en esa escena, me siento tranquila, por un momento tengo la sensación que el verdadero sueño es que ya no estás conmigo. De pronto, alguien toca mi hombro, eso me despierta. Volteo a verlo con las pocas fuerzas que me quedan por haber llorado tanto. Es mi hermano, había olvidado su visita. Lentamente se agacha, su mirada es de compasión y cariño. Recuerdo esa forma de mirarme cuando me preguntaba si estaba bien después de haberte dicho adiós. Lentamente, me ayuda a sentarme e inmediatamente él también se sienta frente a mí. Me seca las lágrimas suavemente y cura mis manos sacando los pequeños pedazos de vidrio. Después de quitarlos todos, la casa vuelve a quedarse en silencio. Pasa un momento en el que se acerca a darme un abrazo y de nuevo vuelvo a llorar sin poder contener las lágrimas. Me llevo las manos al pecho, el dolor no desaparece aunque ya no es tan fuerte. Finalmente llega un momento en el que puedo detener un poco las lágrimas. Levanto la cara y vuelvo a verlo, respiro profundamente y finalmente puedo decirlo:
Se ha ido.

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⏰ Última actualización: Nov 27, 2021 ⏰

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