Capitulo 1

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La cuidad se levantó con un suspiro. Era como si la tierra respirase, somnolienta, con el leve estímulo del sol, pintando de colores pastel el smog, los trenes magnéticos, a los camiones con el humo verduzco de la gasolina a base de maíz tierno, modificado para servir de combustible. El sol toqueteó suavemente a los edificios, a la gente, como si quisiera despertarla, como si su intención fuera la de zarandear a los dormidos y apresurar a los transeúntes.

El sol llegó hasta una mesa plástica en la banqueta, hasta un fogón y resplandeció contra una olla que borboteaba por el aceite hirviendo en su interior el cual echaba chispas y humo por la avenida, uniéndose a la exhalación colectiva de la cuidad.

La señora gorda y morena encargada del puesto arrojó un gigantesco tamal en la olla, como bautizando el hijo que nunca tuvo, como ahogando la amalgama de sus desgracias (su vida de viuda, los dedos que la señalaban como rara junto a su rancia soledad así como sus achaques en las rodillas rollizas y en los pies que ya tenían un tratamiento para la diabetes pero que ese trabajo de tamalera no le daría jamás) en el aceite rojizo.

La señora y sus consumidores miraron al tamal impacientes. El proceso impresionaba solo a los más chicos y a los más ignorantes, pero ellos, tan acostumbrados, tan apresurados, solo podían quejarse de la tardanza de ese espectáculo. El tamal empezó a fragmentarse y la señora cambió un poco la posición de su asiento; el proceso estaba a punto de comenzar. Las enzimas en el aceite rojo empezaron su acometido llenando al gigantesco tamal de tumores oscilantes que prontamente dividieron del tamal, con una calma caprichosa. Se desprendían en trozos grandes y estos a su vez en tamales de tamaño normal, como la mitosis de células con paredes de nixtamal y núcleo de carne con papa.

En su ambición de joven, cuando la señora aún no tenía entradas que le hacían ver calva, planeaba inaugurar su nuevo negocio bajo el nombre de "Tangen" por la genética que había detrás de esos tamales. No obstante este nombre coincidía con un término matemático que no conocía a su vez que ella no tenía ni la patente, ni el único puesto que manejaba tamales así; había un sinfín de mesitas iguales, con el mismo aceite rojizo y los mismos tamales enormes. Un sinfín de puestos que se desprendían de los apoyos del gobierno como lo hacen las células en una mitosis defectuosa.

La señora estiraba sus brazos regordetes con tamales para los trabajadores que los tomaban con urgencia y salían corriendo a la par que arrojaban la paga de manera brusca sobre la mesa.
Tenían un justificante para hacerlo, para traer el pelo despeinado bajo la gorra o bien, para masticar su desayuno mientras corrían esperando llegar a tiempo a su trabajo, pues era ese tiempo su justificante. Falta de tiempo con un toque de histeria que solo podían remediar con prisa, prisa y más prisa. Corrían con el bocado en la boca hacia los camiones de humo verde para pasar el día en las fábricas cargando costales de glucosa, limpiando las máquinas de gel ribosomal, tomando el rol de peones en esas fábricas que modificaban genéticamente las plantas así como a ciertos animales. Por lo que después de la larga jornada, de encargarse de suministrar a los doctores de sus ácidos y su materia prima se preguntaban si de verdad eran los científicos los responsables de la modificación genética o eran ellos. Se cuestionaban si en realidad el tiempo del que disponía cada doctor para realizar su labor, su extensa e inagotable tolerancia no era el propio, un tiempo robado.

Por eso tenían, de cierta manera, la justificación de mentar la madre a la más mínima provocación pues suficiente eran las ocho horas de trabajo que les dejaban el dinero justo para comprar los alimentos en los que habían intervenido pero que se les vendían a precios exorbitantes.

Tal vez por eso uno de esos empleados de nombre Juan, encontró correcto enfurecerse con un profeta vagabundo.

Si solo hubiesen rozado los hombros no habría pasado nada; una mirada furiosa o una mueca rabiosa entre sus primeras arrugas pero el anciano lo jaló del brazo, haciéndolo explotar.

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