Emmett: La Luna.

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Tenía siete y miedo, y sus padres corrían nerviosos de un lado al otro en la casa. Tenía siete, dos dientes salidos y sus manos temblaban por el ambiente lúgubre de la enorme casa. Su madre portaba un vestido negro; ¿Por qué un vestido negro si mamá brillaba más con los colores? Su padre estaba de traje cuando el hombre apenas podía aguantar con un saco más de dos horas.

No entendía nada y lo entendía todo a la vez. Las lagrimas en los ojos, los mocos sorbidos y los sollozos silenciosos que largaban sus padres en la oscuridad de la noche cuando ellos creían que no los escuchaba. Emmett escuchaba todo y nada a la vez, escuchaba llantos, personas pidiendo disculpas. ¿Por qué se disculpaban? ¿Rompieron algo? Había papeles que sus padres firmaban, un hombre con muestras de flores y cosas negras.

Negras las ropas. Negra la caja. Negro el ambiente que se sentía en la casa Colleman bajo la plena luz del sol.

Él no entendía y nadie le explicaba, pero de algún modo las piezas hicieron una especie de click en su cabeza. Lo entendió todo y porque sus padres no querían que lo entendiera. Lloró la noche en la que se enteró cómo no lloró el día siguiente. Lloró porque Timothee no estaba, porque sus padres lo sabían y no lo decían, porque era injusto y cruel, y despiadado, pero lógico. Lógico como los gritos sofocados en la almohada, los puños apretados y las lagrimas crudas.

Gritó en silencio, mordió su mano para ahogar su realización. Papá y mamá no querían que supiera, ellos se lo dirían gradualmente. O no. Probablemente esperaban que él llegara a la conclusión, para ahorrarse el drama de un niño de siete años al describir porqué su persona más querida no iba a volver. Nunca.

Tenía siete años y pensó que nunca era mucho. Era para siempre. No le gustaba el nunca.

Tenía siete años y fue a su primer funeral, donde estuvo sentando al frente y dejó la rosa; su primer funeral fue el momento mas triste de su vida. Ahí aprendió que lo primero no siempre significaba lo bueno. Volvió de su primer funeral y su madre se agachó y lo abrazó, susurrando palabras de aliento que no servían de nada porque ella estaba destruida. Él quería decirle que ella no podía arreglarlo a él si no se arreglaba primero a sí misma. Pero en su lugar la abrazó.

—Hijo, tenemos algo que decirte...—empezó la mujer.

Vestía negro y le quedaba horrible porque su madre no era negro, su madre era amarillo, naranja y rosa con canciones alegres y adivinanzas divertidas. Su madre no era negro y malas noticias; ella no podía quedar en su memoria así.

—Lo sé—dijo.

Sus padres se miraron entre sí. Unos años después, él comprendió que ellos querían que él lo supiera solo, no querían informarle de algo tan malditamente trágico ellos mismos. Y, también, años después, comprendió que era para perder la culpa que sentían.

—Lo sabes—afirmó su madre, casi aliviada. Nadie podía estar aliviado en esa situación, no debía ser legal—. Cariño, lo sentimos tanto.

Y Emmett recibió tantas condolencias, disculpas de gente que realmente no tenía nada que ver, que apenas habían hablado con la persona muerta. ¿Por qué se disculpaban? Ellos no hicieron nada y aún así actuaban como si lo hubieran hecho todo. Pedían perdón cuando ellos ni siquiera sabía lo que era el perdón. Pero sus padres sí debían pedirle perdón, de rodillas y múltiples veces, porque lo dejaron descubrirlo solo, lo dejaron llorando solo y porque ellos se merecían abrir la herida para sentir lo mismo que él.

No respondió. No abrazó a nadie y simplemente subió las escaleras de la silenciosa casa.

Tal vez ahí fue cuando comenzó esa separación de lazos entre sus padres y él, esa distancia invisible pero enormemente visible que había entre Emmett y los culpables.

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