Ayer en la tarde ella lloraba en mi ventana y a ratos me miraba con esos ojos de negrura impresionista que deja el maquillaje cuando lo arrastra la tristeza. Yo solo era capaz de estar en silencio. Ella no lloraba por lo que nos ha hecho la vida ni por lo agotados que estamos de no entendernos. Ni por nada que dije. No lloraba por mí en modo alguno, pues yo no soy nadie para ella. Ni siquiera me conoce. Yo tampoco sé quién es.
Por razones de capitalismo tardío vivo, temeroso de las leyes de las matemáticas, en un piso bajo de la ciudad de Praga. Mi mayor lujo prestado es un doble ventanal de cristales tintados que dejan entrar la escasa luz del norte de Europa en mi salón -que hace las veces de habitación y cocina- y me permiten ver esa calle cremosa y a los transeúntes sin que ellos reparen en mis intimidades.
Mi ventana es grande y mis techos altos; tres ventanales de anchura y otros dos que se alzan sobre mis problemas. Tiene una repisa donde me abandono al postureo y huyo de la asfixia de los metros cuadrados y los pensamientos obsesivos. Mi ventana es un finiquito por todo lo bueno que haya hecho yo en la vida.
Para el resto del mundo, los ojos de mi casa son un espejo en el que se ensimisman al toparse con ellos mismos en el vidrio opaco.
Se detienen y parecen comprobar que son ellos; se estiran las ojeras y el cansancio como cirujanos plásticos; resoplan con nervios ante una cita retrasada, piensan (¿en qué?), se pintan los labios y se gustan, se lamentan, colocan cabellos desordenados por el viento y el correr del día, se aprietan los nudos de las corbatas tal que si subieran al cadalso y hablan por teléfono. A veces se acuerdan de algo y sonríen y me hacen dudar de si estarán viendo allí sentado, al otro lado del alfeizar, al inmigrante fantasma.
Pero ayer fue su turno, como si hubiera comprado tiques. Ella. Desolada y a ratos maldiciendo, creo, en esa lengua áspera y sin vocales, que ahoga oírla. Trataba de reparar los desperfectos de pintura para seguir adelante, porque las mujeres, incluso tristes, tienen vocación restauradora. Algo más de dos minutos estuvo allí posada, como un pájaro, en mis rejas. A medio metro de su cara, la cara de un extraño. Me pregunto si sintiéndose, quizá, de algún modo acompañada.
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En mi ventana
Short StoryAyer en la tarde ella lloraba en mi ventana y a ratos me miraba con esos ojos de negrura impresionista que deja el maquillaje cuando lo arrastra la tristeza. Yo solo era capaz de estar en silencio. Ella no lloraba por lo que nos ha hecho la vida ni...