La cazadora y la hechicera

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Cuentan que hace muchos años existió un rey que poseía un tesoro vivo, una mujer como ninguna otra. Era la última cría de una larga estirpe de meretrices reales, gacelas de ojos plateados, esclavas desde el vientre de sus madres. La gema del rey, además de hermosa, tenía el don de ver los hilos invisibles del futuro.

Aunque pocos la habían visto, se decía mucho de aquella mujer. Su madre la alumbró en el palacio de piedra y apenas nació la entregaron a los criadores. Debía ser cuidadosamente educada. Preservar su piel que llegó a ser tan pálida como la luna. Trabajar su voz hasta convertirla en murmullo que limpiara los pesares. Hacerla dueña y señora de todas las artes del amor.

El rey solía alabar tanto las virtudes de su esclava que el rumor se extendió más allá de la corte. Era tal su devoción, decía, que sólo tenía ojos para contemplar sus divinos pies. Era tan dócil y sumisa que se volvía una estatua si él lo mandaba. Desconocía hasta la curiosidad femenina, que tantas desgracias acarreaba sobre los hombres. Prueba de ello era que aunque su torre poseía la vista más esplendida del reino, ella nunca salía afuera.

No faltaron los que quisieron escalar la torre para robar un suspiro de la belleza. O los que pusieron a prueba las palabras del rey. No había diez noches sin que a los pies de la torre se tejieran cantos sublimes. Extraños pájaros elevaron sus trinos y sus alas en una tentación vana. Ni las fiestas ruidosas o las explosiones de violencia, ni los enamorados, o los agonizantes, nada, consiguió despertar la curiosidad de la hechicera piel de luna.

En los confines de aquel reino existía otra mujer prodigiosa. No se le conocían padres ni origen. Decían entre dientes que era hija de las montañas, cazadora hermana de los lobos. Guerrera, aprendiz de los demonios. Lo único cierto es que ella sola era tan fuerte como todos los hombres de la tribus bastardas. E inspiraba el mismo terror.

No era hija de lobos, ni hermana de demonios. La parió la soledad de la guerra, de las matanzas sin razón. Creció en el desamparo, en la noche cruel de los huérfanos. Las armas, la guerra, la furia convertida en el filo de las dagas, le ayudaron a sobrevivir. Ganó su fama con el andar de la sangre, y con el mismo se quedó sola. A su paso se instalaba el vacío. Sólo los lobos se le acercaban sin el velo del temor. Entre los hombres no tenía sitio alguno.

Los bastardos no sabían decir cual era su morada. Aparecía sin que la llamaran, como si escuchará a los muertos de la batalla por venir. Volvía con la piel de sangre, el odio royendo sus pasos. La cabeza del más valeroso guerrero pendía de su cinturón. El camino a las montañas estaba adornado con cabezas.

Quiso la fortuna que la fama de la hechicera volara por los cinco confines del reino. Sobre los prados floridos y las llanuras, hasta las montañas de hielo y aún más lejos. Emisarios de otros reinos intentaron comprarla, algunos pudieron admirar la belleza en un instante de sueño. El rey la declaró su más preciada posesión.

Una mujer de infinita belleza no despertaba pasiones entre los bastardos. Ellos necesitaban mujeres fuertes, hembras de fuego que no sucumbieran ante ellos. Mas el desafío de escalar la torre pasó por sus cabezas. Bromeaban en la taberna sobre volver con la mujer a cuestas, hasta que la fuerza de la palabra hechicera les devolvía la razón. Sólo alguien que no creyera en cuentos de abuelas, y hombres cobardes, tendría el valor para cumplir la hazaña.

El primer día de invierno la cazadora atravesó la aldea en su caballo gris. Al ver la ballesta, las espadas dobles y las hachas de guerra, sin una palabra, comprendieron que la cazadora traería la cabeza de la hechicera.

La torre sucumbió a la guerrera como un amante deseoso. Para quien conocía los secretos de las montañas un bastión de piedra no oponía resistencia. El reino de la torre era un derroche de oro. Una jaula tejida para el deleite del espectador, no del pájaro cautivo.

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