Prólogo

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Las últimas llamas de las hogueras resonaban por los caseríos de las zonas más enriquecidas de la capital

Las murallas de Kovenhir, rellenas de rubíes y zafiros, se alzaban sobre la oscuridad del monte de los velados. En lo alto, incontables arqueros reían y bailaban alrededor de las fogatas. A los límites de la muralla inferior, las más osadas mujeres intentaban llamar la atención de cualquiera de los guerreros buscando ganar algo de dinero y con suerte, algún sitio donde pasar la noche.

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El edificio real, construído en uno de los arrecifes de la plaza central de la ciudad, se hondeaba sin descanso siguiendo el ritmo de las olas del mar. A su alrededor, los mercaderes no paraban de gritar y amenazarse entre sí buscando el mejor sitio donde anclar su barco y preparar su tan valiosa mercancía.

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Los guardianes del rey, preparados para todo lo que pudiese pasar en su ciudad, terminaban de anclar el castillo a la plaza mayor asegurando su protección durante las últimas horas de la noche , serenos, repetían los mismos nudos que ya habían hecho cientos de veces cada vez que subía la marea.

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Antes de que los propios caballeros de la guardia real pudieran prevenirlo, una incesante lluvia empezó a caer a lo largo de todo el territorio, los truenos, descontrolados, amenazaban con golpear alguna casa y provocar daños mayores.

-¡Mantenéos!- Gritaba el general desde uno de los extremos del castillo tapándose la cabeza bajo una gabardina dorada

La lluvia había pillado desprevenidos a los soldados imperiales, que antes de que pudiesen esperarlo, peleaban contra la propia marea en un intento de no perder su castillo y parte de su reino mar adentro.

Los arqueros de la muralla, impresionados por la fuerza del diluvio, abandonaron a las mujeres de los torreones a su suerte, en busca de algún refugio entre las distintas almenas de la ciudad. 

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Los anclajes del castillo chocaban entre ellos en el astillero. Pequeñas rocas del fondo marino, rotas por el vaivén de las anclas, salían a la superficie disparadas con la suficiente velocidad como para dañar las armaduras de los mejores guerreros de toda Aelesia. La noche estrellada de verano que los soldados disfrutaban apenas unos minutos antes, había desaparecido para convertirse en un cielo oscuro solo iluminado por la luz de los relámpagos.

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El primero de los anclajes cedió, y con este todos los demás. Decenas de rocas salieron disparadas en el aire hasta los tejados de algunos de los edificios de Kovenhir.

Los habitantes de la ciudad, alarmados, gritaban a la vez que el edificio real, sin ataduras ni cuerdas, se dejaba llevar por las olas hasta mar adentro.

-¡Sacad al rey! - gritaron varios guardias lanzándose al mar en un desesperado intento de llegar a sus aposentos

-¡Proteged a la población!- gritaban otra decena de guardias corriendo camino a la ciudadela

-¡Anclajes! - gritaba de nuevo el general -¡Traed las máquinas! - voceaba a sus inferiores aún sabiendo que no valdría para nada. La noche era demasiado oscura y la lluvia dificultaba la vista, los artilleros nunca conseguirían acertar en el castillo

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Todo el mundo estaba demasiado preocupado por el castillo para percatarse de que en el fondo del mar se había formado la mayor ola que ningún elesiano hubiese visto nunca. La locura sumió las calles de Kovenhir,  las avenidas de la ciudad se llenaron de gente buscando hacerse paso hasta las murallas de la ciudad buscando un sitio suficientemente alto para sobrevivir a la inminente caída de la capital

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Con cada segundo que pasaba, la ola se acercaba más a la capital humana. Los ciudadanos de Kovenhir, aterrorizados, se empujaban y atacaban entre sí intentando sobrevivir al tsunami que ya se aproximaba a sus costas. 

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Los mayores pedían ayuda mientras poco a poco con todas sus fuerzas intentaban huir de un futuro incierto, los jóvenes se atacaban entre sí intentando llegar a la muralla lo antes posible, los niños, asustados, se escondían entre las esquinas de los edificios desconsolados. 

La sangre caía por los principales bulevares de la ciudad. Los gritos de dolor y auxilio sumían toda la ciudad.  

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A los pocos segundos la ciudad se silenció. El agua alcanzó el alto de las murallas destruyendo todo lo que encontró a su paso. Las calles, pintadas hace apenas unos minutos antes de dorado, eran ahora un conjunto de agua roja y cuerpos aplastados contra las paredes. El edificio real, construcción de orgullo de todo kovenhir, era ahora una tosca masa de piedra y madera sobre la que cientos de cuerpos habían sido sepultados. 


A los tres días se supo la noticia por toda Aelesia, Kovenhir había caído. 

El aquelarreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora