El cascanueces del ático

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Cuando Clara Marie recuperó la consciencia, la improvisada cena navideña de los Stahlbaum había desaparecido. Ni rastro de las ratas humanoides vestidas de uniforme, ni de los dulces cubiertos de salsa escarlata o el tocino chamuscado; tampoco de sus padres o el irritante sonido de las cajitas de música alrededor, solo estaba el inconfundible techo del ático y las flores de papel que Fritz y ella habían colocado durante su infancia. Al pensar en él, lo buscó con los ojos y le encontró encogido a sus pies, mirando con rabia infantil al soldado que ahora notaba Clara Marie. Se parecía bastante a alguno de los pocos humanos que había visto rodeando la mesa del comedor, pero eso no la tranquilizó.

—Ni te acerques —susurró Fritz, sin darse cuenta de su despertar.

—Jamás lo haría si tú me lo pides —respondió el soldado, tan tranquilo que erizaba la piel. Iba vestido de negro de la cabeza a los pies y aunque tenía un aspecto muy humano, Clara Marie sabía que no era más que una ilusión.

Los juguetes del tío Drosselmeyer habían cobrado vida al dar la doceava campanada, cuando todos en la casa Stahlbaum estaban durmiendo ya. El rey rata despertó personalmente a Clara Marie arrancándole la melena con sus siete bocas, mientras los soldados arrastraban al resto a la planta baja para celebrar la Navidad. Fritz había perdido los papeles cuando comenzaron a atarlos a las sillas y el rey rata ocupó el asiento de su padre junto a las damas de la familia.

—Hazlo callar —ordenó, entonces, la enorme bestia a sus hombres. Sin embargo, en vez de abofetear a Fritz, los humanos y las ratas se ensañaron con el señor Stahlbaum hasta que este fue un bulto inerte y sin dientes en el suelo. Clara Marie no tenía ni idea de que había ocurrido luego, pues en cuanto el monstruo se dio cuenta de como lo estaba mirando —y es que nunca supo guardar las apariencias cuando alguien le causaba repugnancia—, este le estampó una de las botellas de vino en la cara y cayó desmayada.

«¿Qué estamos haciendo aquí?», se preguntó, al mismo tiempo que volvía la cabeza y se topaba con la sonrisa naciente del soldado.

—¿Ya estás despierta, Clarie? —le dijo, haciendo ademán de acercarse. No obstante, Fritz pronto le hizo frenar.

—¡No la llames así y no te acerques! —En cambio, se aproximó él, cubriéndola con su cuerpo—. ¿Estás bien? ¿Estás bien, Clarie? ¡Dios, me tenías tan asustado! Pero sabía que despertarías. Sabía que...

—¿Y mamá? —lo interrumpió ella, con los ojos todavía perdidos en el soldado. El cristal le había provocado cicatrices en la frente y la mejilla que comenzaban a picarle. —¿Y papá? —siguió.

—Vuestra madre está bien —contestó el soldado, avivando la ira de Fritz.

—¿Quieres callarte? ¡Tú estás con ellos!

—Yo estoy con vosotros. De hecho, literalmente, estoy con vosotros —añadió, casi risueño—. Nunca podría estar con otros. ¿O es que no te acuerdas como me hacías volar en tus manos, Fritz? ¿O tú, Clarie? Me abrazabas tan fuerte cada Nochebuena... Hasta me pusisteis nombre.

Fritz le pidió callarse un par de veces más antes de echarse a llorar en el pecho de su hermanastra. Los dos habían sido adoptados por los Stahlbaum durante las fiestas de hacía trece años, y ya entonces compartían entre sí una relación sin peleas, ni envidias de por medio, como si fueran dos almas ligadas a un mismo cordón. Drosselmeyer, que fabricaba juguetes como un poseso tras la muerte de su primogénito, les dio a ambos uno de ellos durante su bienvenida, sin saber que los niños sufrirían un amor a primera vista. Ahora habían dejado de ser pequeños, pero hubieran reconocido a Cascanueces incluso en un disfraz tan humano como aquel. Cascanueces y su divertido bigote. Cascanueces y sus ojos alegres. Cascanueces y su pelo brillante. Cascanueces, su héroe invencible.

Dentro de aquel extraño horror, Clara Marie sonrió para sí. El corazón se le calentó al pensar en que, seguramente, él era el que los había salvado y traído hasta allí. Y eso que hacía años que lo habían encerrado en ese mismo ático con los trastos inútiles de sus padres.

—Yo haría cualquier cosa por vosotros —continuó Cascanueces, bajando la barbilla—. Enfrentarme a las ratas del rey no es nada. Ojalá hubiera podido hacer más.

—Yo te... —tartamudeó Fritz, cada vez más hundido en la extasiada Clara Marie—. No tenías porque...

—Yo haría cualquier cosa por vosotros y no hay nada más que hablar.

A ninguno de los dos les molestó que se atreviera a acercarse después de aquello, y mucho menos que les posara sus manos grandes, de héroe, en la cabeza con mimo. Fritz no pudo resistirse y se abalanzó a él en busca de un abrazo. Tenía cinco años menos que Clara Marie y a pesar de que era un contrincante orgulloso, no dejaba de ser un joven mimado que había causado una paliza a uno de sus seres queridos y necesitaba consuelo. Cascanueces no era tan robusto como el señor Stahlbaum, pero olía a amor y seguridad. Sobre todo, a lo primero, para sorpresa de nadie.

—Acércate a mí, también, Cascanueces —dijo Clara Marie, melosa. Cascanueces agachó la cabeza hacia ella y esta no dudó en besarle en la boca. Luego, murmuró: —Cuando era niña quería que fueras mi marido, ¿te acuerdas de eso? Lo grité delante de todos en Nochebuena.

El soldado asintió. Si hubiera podido enrojecer lo habría hecho.

—Y, en respuesta, Fritz me dijo que él también quería ser tu marido. ¡Qué no era justo!

—Era pequeño —se defendió este, oculto en la axila de su salvador—. Además, papá me pegó de lo lindo por ello.

—Y, entonces, decidimos que los dos seríamos tu marido y tu mujer.

—Y papá me obligó a encerrarte en el ático para que dejara de decir esas barbaridades —refunfuñó Fritz, besando, tímidamente, el cuerpo del Cascanueces a través de la chaqueta—. Gran historia.

—Siempre os ha gustado compartir —rio el héroe, en respuesta.

—Si salvamos a nuestros padres, ¿volverás a ser un simple muñeco?

Al escucharlo, la cara alarmada de Fritz salió de su escondite.

—No lo sé, Clarie.

De pronto, un estruendo los dejó a todos boquiabiertos. Al volverse en esa dirección, vieron la entrada al ático subiendo y bajando a gran velocidad por los golpes que le propinaban desde afuera. Clara Marie solo pudo pensar en el rey rata y su enorme cuerpo peludo impulsándose hacia arriba, como una rana.

—Detrás de mí —dijo el soldado, poniéndose en pie y sacando su espada de la vaina—. ¡Fritz, coge el bastón!

Tras la muerte del tío Drosselmeyer, la señora Stahlbaum había dejado allí todas sus pertenencias, hasta el dichoso bastón que bamboleaba por la casa cuando, enloquecido, buscaba los relojes de cuco. Fritz recordó como le gustaba ponerlos a las doce de la noche al recoger el bastón y ponerse en guardia a un lado de Cascanueces. ¿Por qué los habría maldecido su tío favorito?, reflexionaba entre jadeos.

Clara Marie no hizo el esfuerzo de levantarse siquiera.

—No voy a dejar que os hagan nada —bramó Cascanueces.

—¡Ni nosotros a ti! —expresó Fritz y pensó Clara Marie.

Y, tras una pausa demasiado corta, la entrada al ático reventó.

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