Abuelito

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Mañana es el cumpleaños del niño, así que el viejo sale a comprarle un carrito de madera y lo esconde en un jarrón sobre la despensa. El viejo sabe que en cuanto su nieto aparezca, como hace siempre en la víspera de su cumpleaños, verá su rostro asomado en la ventana de la cocina con una sonrisa juguetona y escuchará tanto su voz llamarlo desde el pasillo como el correteo de sus pies en el piso de arriba.

El niño llega hoy más inquieto que de costumbre. Toda la casa rezuma sus ansias, su impaciencia, su desesperación al no poder encontrar anticipadamente su obsequio. Desliza los cuadros, agita las cortinas, mueve los floreros en busca de su juguete; enciende y apaga las luces de las habitaciones; ríe de júbilo cuando cree haberlo hallado. Al viejo, quien vive en una inquebrantable burbuja de soledad, le complacen sus travesuras.

Se acerca al teléfono para marcarle a su hija. Ella contesta tras varios tonos y sostienen una conversación monótona, cargada de respuestas cortantes y de vez en cuando algún reproche. Su hija le promete que irá a verlos al día siguiente, pero es una promesa frívola que tal vez olvide antes del amanecer.

Aún así, no puede culparla por no haber sido una buena madre, por haber huido de su destino cuando el niño nació, por dejarlo en sus manos y no dar señales de vida hasta mucho tiempo después, cuando ya era demasiado tarde: era muy joven entonces, y de todos modos, al viejo nunca le pesó hacerse cargo de su nieto.

Casi siempre es ella quien cuelga, irritada, y el viejo sabe perfectamente que a su hija le molesta, e incluso le asquea, su vejez, su insistencia, su ilusión... Pero no por eso deja de llamarla, pues sabe que un día, quizá muy pronto, ya no pueda hacerlo más.

Ya es tarde en la noche cuando empieza a dormitar en el sillón, así que se levanta y se asea para acostarse. Sus ojos no ven a su nieto por ningún lado, pero está demasiado cansado, mucho más de lo habitual, para salir en su búsqueda, así que se acomoda en su cama y lo llama con voz ronca.

Cierra los ojos, esperanzado, y en el mismo instante en el que el reloj da las doce el niño aparece en su habitación, inundándola con su cálida presencia.

En las pestañas del viejo se acumulan las lágrimas al pensar en el tiempo que se le escapa, porque cuando él ya no esté nadie cuidará de esa casa, ni de sus tesoros ni sus recuerdos, y mucho menos de su nieto.

-Feliz cumpleaños -susurra en la oscuridad.

Siente cómo unos brazos delgados rodean su cuerpo. Las pequeñas manos del niño palpan la piel flácida de sus mejillas y su aliento dulzón acaricia su rostro mientras le cuenta las aventuras del día: las lagartijas que persiguió, las hormigas que aplastó con los dedos, la sucia humedad en sus zapatos tras correr por la orilla del río..., el mismo río que lo atrapó y lo arrastró lejos dos décadas atrás, cuando murió.

Y desde ese día, los años se han inmovilizado en el corazón del viejo y se han transformado en veinte carritos de madera, muy ocultos en un rincón distinto de la casa, para que el niño no los encuentre y no se vaya jamás de la vida de su abuelito.

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