Cuento

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Se podría mencionar o afirmar, que eran apenas las 4 juveniles horas de la tarde, varios padres cargaban con sus horas de trabajo y varios aún, eran sometidos por ellas, varias madres se daban la tarea de cuidar a los pequeños, por su contraparte, varias seguían con vigor su labor en el trabajo. Jóvenes inmaduros cosechaban sus futuros frutos estudiando en algún cuarto cómodamente provechoso, por la otra cara, había más jóvenes que se sometían al hedonismo caprichoso y neto de su ignorante saber. Había excepciones, diferencias, rasgos únicos; como el padre ausente o la madre indiferente, pero aquello era en principio así, en aquel barrio. Era una tarde tranquila, veraniega, en germinación como cualquier otra, llena de bulla y ajetreo. Los niños, aquellos ilustrativos seres, estaban libres de una responsabilidad absoluta o impuesta, su única labor, era darse el inocente gusto por correr, de variadas maneras, cada uno con su toque. Todo el mundo, o todo en el área se movía, inclusive aquel que permanecía en cama en silencio o dormido estaba encaminado en algún sentido por la guía de su mente. Leónidas, este niño que escapaba de alguna encapsulación, no formaba parte de nada dicho con antelación, él, era preso, se encontraba en una quietud de observador, negado de cualquier forma en la que el libre albedrío pudiera manifestarse. Miraba, incrustando su cara contra la ventana, y él, solo veía lo que le había sido robado, estaba dentro y no fuera, esa era, la base de su problema. Leónidas se sentía solo, sabe como afrontar el no tener con quien charlar o jugar, pero en estas horas solo quería un alma que escuchara o riera con él, sus emociones inquietas no le permitían la breve dicha. Miraba y miraba la ventana, solo eso podía hacer, no se cuestionaba el como afrontar el problema, solo se dejaba golpear por lo que sentía, no quería dominar o conducir dicha sensación con una solución, era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera aquellos paramos llenos de rotundas oportunidades no exploradas, inconscientemente imaginaba lo que podía hacer con eso que le era arrebatado por el infortunio.

Tenía un televisor, una caja de juguetes que se salían de ella, un patio modesto, hojas incontables con los dedos de sus manos, películas de todos los géneros, y la bendición de una mente introvertida, en cambio, se enfocaba en la única contrariedad que él consideraba relevante, necio hasta los huesos. No tenía el don de adaptarse, le costaba en cualquier ámbito, si algo se sale de su comprensión acude directamente a la desesperanza, aunque solo en el mundo tangible, en su prolífica mente, el es un niño todopoderoso, podría jugar con miles de maravillas, más no, en aquel instante. El sentía que su lugar era afuera del hogar, por la concepción de una negación que se había originado en las palabras de su madre, por tanto, se veía en la obligación de querer abolir tal mandamiento que, en su conveniente juicio, se percibía como corrupto.

Entre cansancio y cansancio, Leónidas visitaba recurrentemente al sofá, con tal de llenarse el cuerpo con fuerza para conllevar su actual tarea; ver las imágenes relativas de allá afuera, a través del cristal, aun si eso significaba seguir autoinfligiéndose un daño emocional y culposo. Parecía que como avanzaban los minutos, también lo hacían sus propósitos, ahora ya no miraba por envidia, ahora tenía la finalidad de encontrar paz y sueño en las nubes cambiantes, y en el cielo azul que ya era fácil de ver en esas horas por su posición a espaldas del atardecer. El sueño no llegaba, ni la calma o alegría, no soportaba estar encerrado, no toleraba no hacer lo que sugería su cuerpo, no aguantaba la inamovible soledad con la que compartía momento. Su madre llegaría a las 8, tal vez 9, y su padre a las muy tardes 11 de la noche, entonces, de su ingenio dependía como afrontar las horas siguientes, su determinismo sería puesto aprueba, y su rechazo por el sueño de igual forma.

Ya algo abatido, rebozando amargura, decidió andar directo al patio de su casa, en él podía hallarse una pelota verde, lo suficientemente inflada como para ser azotada en contra de las paredes del lugar, todo para minimizar un poco su ideal caprichoso. Caminó con una mirada penetrante al suelo, optando ciegamente por la vista de reojo de los pasillos cortos en su casa, no había riesgo de tropiezos o deslices, por lo cual siguió avanzando con una armadura entera en furia. Abrió la puerta negra que le obstruía el paso, dio un salto para bajar unos escasos centímetros por el desnivel de la salida, segundos después quedo perplejo ante la visualización del escenario que ahora poseían sus ojos almendra, sin esperarlo, sin predecirlo y sin quererlo, el niño, de corazón aventurero, pudo ver el brillante pelaje de un felino doméstico, negro, bastante negro y pulcro, bien peinado, bien cuidado, tan brilloso que quemaba la retina. La pequeña compañía que ahora tenía presencia poseía rasgos de un verdadero dominador, acreedor a unos ojos relucientes, de amarilla pigmentación, junto a sus pupilas bien afiladas, y de pureza indudable. También una cola con movimientos hipnóticos seducía la curiosidad del pequeño Leónidas, a su interpretación se movía por pura voluntad, por puro egoísmo. El gato, tomaba el aire, sin darle importancia a su gran admirador que estaba en profunda contemplación.

Dos caprichososDonde viven las historias. Descúbrelo ahora