Aquella tarde hizo viento. Los roces entre las hojas y ramas de los árboles del bosque acompañaban al sonido de gritos, risas y pasos que se adentraban cada vez más en él.
– ¡Angélica ven!
Esta llamada resonó en el amplio y desolado bosque, pareciendo perderse en él. Como en respuesta aquel sonido de pasos se aceleró, volviéndose ágil y ligero, mientras se acercaba a la procedencia del grito.
Y entre nuevos sonidos de rápidos roces con plantas y pequeños saltos, olores a hierva mojada bajo los pies y a ese polvo de tierra seca que se va levantando a cada paso, se pudo distinguir a la chica del aura de bondad.
Corría hacia donde la habían llamado.
Y si tropezaba con alguna roca te daba esa extraña media sonrisa de quienes son felices sin saberlo, y si su piel rozaba con tantas ramas y zarzas en el camino soltaba una risa incontenible de las que pareció que nunca podrían arrebatarle.Finalmente llegó a un claro, en él estaba el chico de ojos verdes y pelo negro, al parecer analizando lo que era una estatua.
–Mira lo que he encontrado, – le dijo – parece muy antigua.
Ella se acercó jadeando. La estatua se asemejaba a una gran gárgola, sólo que en vez de estar sobre un castillo estaba sobre una inmensa pila de esqueletos de antiguos guerreros.
Sin embargo no pareció asustarse lo más mínimo sino que, toda ella seriedad, se agachó e inclinó la cabeza hacia un lado, sin dejar de mirar la base de la estatua.
–¿Cómo se sostendrá sin romper los huesos bajo ella y hundirse, – dijo – y sin inclinarse manteniéndose completamente recta?
Él pasó de tener su mirada sobre la de concentración de Angélica a tenerla perdida en un sitio que sólo él os podría explicar.
Era durante estos escasos momentos, en los que se quedaba absorto en propios pensamientos, en los únicos que dejaba asomar amagos de su verdadera personalidad.–Hay cosas que la mente humana nunca será capaz de comprender – dijo.
Tras esto se dirigió hacia la estatua, andando sobre los huesos hasta poder tocarla.
Y sin mirarla supo la reacción de Angélica mientras caminaba sobre los cadáveres, sin verla adivinó su expresión de horror mientras que con cada paso hundía su pierna entre los esqueletos de los antiguos soldados caídos en la guerra, sólo sintiendo los huesos hasta dar con alguno que sirviera de superficie en la que dar el siguiente paso, solamente para repetir así el mismo proceso hasta llegar a la antigua gárgola que parecía sacada de un castillo.
No necesitó darse la vuelta para saber que estaba horrorizada, el por qué ni ella misma os podría explicar.– Mira ven – dijo él sin girarse – en su boca hay tres joyas.
–No voy a ir – oyó que decía.
Él gesticuló una breve sonrisa que nunca sería vista por nadie y unas palabras que de todas formas no habrían sido entendidas.
–Claro que sí, aunque no sea hoy, ni aquí.