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Quería regresar a ver a mi abuela en Albacete. Ella tenía una casa hermosa con un jardín en el que he pasado una gran parte de mi infancia jugando con mi hermano mayor. Nuestra abuela cuidaba mucho su jardín. Le encantaba plantar semillas, regar sus matas, cortar las malas hierbas y decorar el exterior. Pero lo que más le gustaba de su pequeño rincón de verdor era su melocotonero. Se encontraba en el centro del jardín. Siempre estaba en muy buena salud. Sus hojas eran intensamente verdes. Sus frutas eran atractivas. Era como si ellas mismas nos invitaban a comerlas. Extraño las tartas de melocotón que nos hacía nuestra querida Amalda con las frutas de ese mismo fabuloso árbol.

Desde la muerte de nuestro abuelo Simón, nuestra abuela no había vuelto a hacer tartas de melocotón. Nadie se ocupaba del jardín, nadie cortaba las malas hierbas, nadie regaba las matas y nadie plantaba semillas. Pero el melocotonero, la cosa más preciada a los ojos de Amalda, seguía siendo regado, mantenido y querido. Incluso le hablaba como si el pedazo de madera pudiera entenderla. De vez en cuando, ella se sentaba al lado del tronco durante horas conversando con él, como si el árbol fuera lo único que le hacía recordar a su esposo. No sé si le hablaba al árbol o si le hablaba a su amado que solía llamar « Mi amor de melocotón ». Pero Amalda nunca lloraba cuando pensaba en el que ya no hacía parte de nuestras vidas. Tenía la certeza que iba a regresar un día. Rafa, mi hermano mayor, él si lloraba la muerte de nuestro abuelo cuando pasaba tiempo en el jardín de su infancia. El melocotonero le recordaba demasiado al pobre hombre que se había ido de viaje al mar y que no había vuelto.

Simón era un pintor de profesión. Lo que más le gustaba pintar eran los lugares misteriosos que nadie se atrevía a visitar; lugares como cuevas, montañas, bosques o lagunas. Sabía manejar a la perfección los diferentes pinceles, los diferentes tonos de colores y todas las técnicas de pintura posibles e imaginables. Él se había ido hace unos veinte años para hacer realidad el sueño de su esposa. Amalda soñaba con ver, al menos una vez en su vida, el campo de melocotoneros de la isla Medela. Él prometió cumplir el dicho sueño de su esposa. Se había ido a esa misma isla para traerle una pintura sobre lienzo de ese sitio tan maravilloso. Pintura que nunca trajo y que habría hecho si su barco no se hubiera hundido en el abismo infinito del mar.

Un día me acerqué a ella mientras estaba, como siempre, al lado de su melocotonero y le dije :

- Deberías tomarte unos días de reposo para cambiar de aires.

Aunque parecía haber oído lo que le había dicho, no me respondió. Entonces proseguí:

- En serio, desde que Simón se fue no has dejado de ocuparte del melocotonero. Nunca sales de casa para nada más que hacer compras o buscar tus medicinas, insistí en un tono más serio para que me contestara.

- Alessandro, te he dicho varias veces que no voy a dejar esta casa hasta que tu abuelo regrese, contestó ella con voz baja, tras lo cual se sumergió de nuevo en el mantenimiento de su arbolito.

- Abuela... , intenté empezar antes de que la emoción me detuviera.

No sabía cómo exponer hechos tan reales como dolorosos. ¿Cómo decírselo sin que ella lo tome mal, sin que le volviera a dar unas de sus crisis habituales cuando le recordaba la muerte de su marido, o peor aun, sin que lo tomara en absoluto? La realidad era demasiado penosa. Prefería dejarla creer en un reencuentro entre ella y su alma gemela. Entonces terminé por añadir :

- Algún día volverás a ver a quien tanto amas, de eso estoy seguro.

Me miró aliviada sonriendo y la dejé ahí, sola, con el árbol, lo único que todavía la unía a una vida llena de esperanzas. 

Amalda y el melocotoneroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora