Era de noche, el joven espectador miraba como el inmenso firmamento se alzaba sobre su vieja choza de campo. Los colores del cielo eran miles y los elongados brazos de la Vía Láctea atrapaban y sumían al niño en la más profunda paradoja cósmica, pues aun viendo semejante expansión teñida de tonos brillantes, pero lúgubres, sentía una pesadez interna inimaginable. Era como ver desde su hogar un precipicio eterno que da a lugares inexplorados, donde en sistemas lejanos podrían habitar seres de dimensiones grotescas y de alma arcana que en sus lechos de antigüedad eónica palpitan, estando al acecho de la más minúscula mota cósmica de polvo azul a la que llamamos Tierra.
El mundo del joven infante se entenebreció desde que su padre llevó a casa ese libro negro de antiguo aspecto, con páginas amarillentas y desteñidas por el pasar de los siglos y escrito con lo que parecía ser la tinta negra más oscura, penetrante e inamovible que pudiera haber. El día era pesado y cansado y la noche invitaba a escuchar el sarroso sonido de un palpitar cacofónico que emanaba de la expansión de los horribles cielos nocturnos, indignos de la mirada de aprecio con la que se les observaba hace solo unas semanas.
Pero, era aquel punto blanco en la bóveda celeste, aquel brillo intoxicante de la Luna blanca en el lienzo de la celestialidad que demonios adulantes celebraban en sus más oscuras cavernas, la que enfermó al padre del niño. Él lo podía ver, su progenitor salía cual lobo en las noches en las que la Luna parecía una perla gigantesca en el cielo. En las pupilas, el reflejo fantasmagórico del cuerpo celeste le consumía las entrañas. Su padre parecía poseído por la esférica masa lunar, desde ese campo listo para la siega de maíz, cantaba a la luna en un idioma desconocido.
Los aullidos incesantes de su padre volvían su joven mente en un remolino de horror y perturbación que casi pasaba al reino de lo onírico. Su madre, había muerto hace años y su padre el alcohólico e irresponsable, que nunca se encargó de su propio hijo, se convirtió aficionado de lo oculto y ciencias perversas que buscaban la adoración de seres innombrables que por eones han dormido en sus monolíticas cuevas subterráneas, esperando que los canticos grotescos y ensordecedores de adeptos de mente confundida empezaran a dar ritmo al palpito de sus repugnantes corazones que dormitan en la terrible oscuridad intraterráquea.
Esa noche que el pequeño humano contemplaba a su demente progenitor, mientras realizaba sus oscuros rituales de invocación demoniaca, la luz de las estrellas empalidecía al sonar de los canticos guturales desprendidos por la sórdida garganta del hombre adepto a lo oculto. Seguro, en la tierra, ese no era el único discípulo de las ciencias perversas que enseñaban el culto a los monstruosos dioses de antaño. La alineación cósmica de esa noche orquestada entre las galaxias infinitesimales, prometían el advenimiento de un evento de proporciones apocalípticas en los alargados y fantasmagóricos brazos de la Vía Láctea, donde la diminuta mota celeste a la que llamamos hogar habita. Eran cientos de hombres los que en versos inentendibles aullaban al brillante satélite blanco de la tierra.
No se sentía como un temblor o terremoto, pero el niño podía notar el sonar de un espantoso sonido rítmico, grave y profundo que consumía poco a poco la totalidad de la expansión de la esfera terrestre. Era uno de esos antiguos seres amorfos con nombre impronunciable y cuerpo etéreo aún más indescriptible. Lo único que sentía el joven niño en ese momento era un jadeo casi asmático que le robaba el aire de momento a momento y solo por breves segundos podía retomar un poco su usual respiración. Este perenne jadeo solo llego a su fin en un ahogo efímero cuando a lo lejos el infante pudo observar como una gran montaña era partida en dos y de su centro una serie de incontables y gigantescos tentáculos empezaron a emerger de la roca triturada por fuerzas tan violentas como las del Sol mismo.
No diré, ni describiré lo consiguiente que se asomó después de la violenta salida de los asquerosos y gigantescos tentáculos de aquel dios perdido en los eones, dado a que la lengua humana tiene una carencia impensada que impide la descripción de semejantes seres tan horripilantes, masivos y amorfos. Solo se podrá decir que el niño vio en la punta de lo que podría ser la cabeza del antiguo, su cresta coronal que expedía una lava verduzca, movediza y viscosa que se escurría por los cientos de metros de altura del enorme ser arcano.
Su padre, ya levitando y sin articular más palabras, se mantenía elevado como en figura de crucifijo, como en sacrificio al horroroso dios emergente de la tierra. Las orbitas oculares del hombre solo mostraban el blanco y profundo arco trasero de sus ojos. En su estado levitante se apreciaban cientos de pequeños espasmos dolorosos por todo su cuerpo. El azul de las venas se marcaba como redes interminables tejidas por hábiles arañas y en la palidez de su cuerpo se acentuaba aún más lo que antes se creía pureza real.
El dios, aunque a kilómetros de aquella manifestación ocultista de adoración oscura y fúnebre, no ignoró al levitante padre del niño, y empezó su horrible descenso hasta la explanada donde se encontraba el ya seco y descuidado campo de maíz. Al estar a escasos cien metros del hombre, en su inmensidad monolítica solo lo engulló de una forma horripilante y sangrienta.
De esa energía es de la que viven los dioses antiguos, de la de sus adulantes adeptos que ahora habían traído nuevamente la destrucción a la insignificante mota azulada donde habitan los humanos. Después del violento y sangriento festín que el dios se dio con el negligente padre, se escuchó un chillido de llanto y desesperación de un niño al ver su ultima familia desaparecer en frente de él de manera tan sanguinolenta y despiadada.
Con un fuerte tentáculo que descendió rápidamente desde las inmensas alturas de aquel ser antiguo, como dando un simple paso para seguir con su camino, como la muerte accidental al aplastar a una hormiga en la verada transitada, así, en una explosión violenta de sangre y piel murió el niño descuidado. Y, el dios arcano prosiguió su camino en fortuita y total ignorancia.