Capítulo 7

35 4 0
                                    

Las prisas son malas compañeras, y yo al volante, también

Las prisas son malas compañeras, y yo al volante, también

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Ahora sí. Volvemos a mi otra promesa rota. Esa de no convertirme en taxista.

—¡Me llevo a Nixi a PT! —grité. La respuesta tardó un par de segundos.

—¡Iros ya, que llegaréis tarde!

—¡Adiós! —grité.

—¡Adiós, Nixi! —gritó Heather con una sonrisa desde el rellano de las escaleras.

—¡Adiós a ti también! —murmuré con sarcasmo. Si no recuerdo mal Heather me regaló una sonrisa satisfecha.

Al llegar al coche la subí hasta su sillita y le abroché el cinturón. Posteriormente desenganché la tableta del andador y se la pasé. Lo plegué y guardé en el maletero.

Negociar con papá era infructuoso (puede que porque en parte se dedicaba a eso), lo único que había conseguido era eliminar una de las tres tardes, que se habían convertido en dos. Al final que me había convertido en taxista. Vaya.

Suspiré un par de veces antes de arrancar el coche, éramos tantos en casa con licencia de conducir que apenas lo tocaba. Cuando íbamos unos cuantos teníamos que usar la furgoneta y solo papá, Heather y por descontado el maravilloso Wyatt podían hacerlo ya que al ser tan grande requería una licencia especial. Si éramos menos y podíamos usar el coche pequeño siempre había alguien por delante de mí: papá o Heather, Wyatt, Lizi, Dale o Ethan... Yo solía ser siempre el último mono y en contadísimas ocasiones había ido sola (y por tanto conduciendo al no haber nadie más).

A partir de ahora se convertiría en habitual. Debía confesar que tenía un poco de miedo.

Encendí la radio para motivarme a salir. Que sonara una canción sobre la muerte solo hizo que aumentar mis ganas. De no chocar.

—Los gemelos aprendieron a conducir. Tú también puedes —susurré. Y arranqué.

Creo que si hubiese habido alguna patrulla policial me habrían detenido. Por déficit de velocidad. ¿Eso era posible?

Me obligué a no comprobarlo.

Llegar veinte minutos después a nuestro destino fue más alivio que el beso entre los protagonistas de una novela romántica slowburn.

Aparcar ya fue otra historia.

—Vamos a llegar tarde. Vamos a llegar tarde... —mi lengua no tenía control, intentando convencerme.

Llevaba más de cinco minutos intentando meter el coche en esa reducidísima plaza de aparcamiento. Ahorrar y economizar el espacio está muy bien y eso, pero ¿tanto? ¿tanto, tanto? La conductora que aparcó en menos de dos segundos delante de mí debía ser piloto de naves espaciales o algo, porque el asunto estaba realmente imposible.

Ocho más unaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora