Nuevamente el grupo se encontró navegando río arriba.Esta vez iban trece adultos y dos niños en un par de lanchonesde motor, ambos pertenecientes a Mauro Carías, quien loshabía puesto a disposición de Leblanc. Alex esperó la oportunidad para contarle en privado a suabuela el extraño diálogo entre Mauro Carías y el capitánAriosto, que Nadia le había traducido. Kate escuchó conatención y no dio muestras de incredulidad, como su nietohabía temido; por el contrario, pareció muy interesada. —No me gusta Carías. ¿Cuál será su plan para exterminara los indios? —preguntó. —No lo sé. —Lo único que podemos hacer por el momento es esperary vigilar —decidió la escritora. —Lo mismo dijo Nadia. —Esa niña debiera ser nieta mía, Alexander. El viaje por el río era similar al que habían hecho antesdesde Manaos hasta Santa María de la Lluvia, aunque el paisajehabía cambiado. Para entonces el muchacho había decididohacer como Nadia y en vez de luchar contra los mosquitosempapándose en insecticida, dejaba que lo atacaran, venciendola tentación de rascarse. También se quitó las botas cuandocomprobó que estaban siempre mojadas y que las sanguijuelaslo picaban igual que si no las tuviera. La primera vez no se dio cuenta hasta que su abuela le señaló los pies: tenía loscalcetines ensangrentados. Se los quitó y vio a los asquerososbichos prendidos de su piel, hinchados de sangre. —No duele porque inyectan un anestésico antes de chuparla sangre —explicó César Santos. Luego le enseñó a soltar las sanguijuelas quemándolas conun cigarrillo, para evitar que los dientes quedaran prendidos enla piel, con riesgo de provocar una infección. Ese métodoresultaba algo complicado para Alex, porque no fumaba, peroun poco del tabaco caliente de la pipa de su abuela tuvo elmismo efecto. Era más fácil quitárselas de encima que vivirpreocupado por evitarlas. Desde el comienzo Alex tuvo la impresión de que habíauna palpable tensión entre los adultos de la expedición: nadieconfiaba en nadie. Tampoco podía sacudirse la sensación de serespiado, de que había miles de ojos observando cadamovimiento de las lanchas. A cada rato miraba por encima desu hombro, pero nadie los seguía por el río.Los cinco soldados eran caboclos nacidos en la región; Matuwe,el guía empleado por César Santos, era indígena y les serviríade intérprete con las tribus. El otro indio puro era Karakawe, elasistente de Leblanc. Según la doctora Omayra Torres,Karakawe no se comportaba como otros indios y posiblementenunca podría volver a vivir con su tribu. Entre los indios todo se compartía y las únicas posesioneseran las pocas armas o primitivas herramientas que cada unopudiera llevar consigo. Cada tribu tenía un shabono, una granchoza común en forma circular, techada con paja y abiertahacia un patio interior. Vivían todos juntos, compartiendo desdela comida hasta la crianza de los niños. Sin embargo, elcontacto con los extranjeros estaba acabando con las tribus: nosólo les contagiaban enfermedades del cuerpo, también otrasdel alma. Apenas los indios probaban un machete, un cuchillo ocualquier otro artefacto metálico, sus vidas cambiaban para siempre. Con un solo machete podían multiplicar por mil laproducción en los pequeños jardines, donde cultivabanmandioca y maíz. Con un cuchillo cualquier guerrero se sentíacomo un dios. Los indios sufrían la misma obsesión por el aceroque los forasteros sentían por el oro. Karakawe había superadola etapa del machete y estaba en la de las armas de fuego: no sedesprendía de su anticuada pistola. Alguien como él, quepensaba más en sí mismo que en la comunidad, no tenía lugaren la tribu. El individualismo se consideraba una forma dedemencia, como ser poseído por un demonio. Karakawe era un hombre hosco y lacónico, sólo contestabacon una o dos palabras cuando alguien le hacía una preguntaineludible; no se llevaba bien con los extranjeros, con loscaboclos ni con los indios. Servia a Ludovic Leblanc de malagana y en sus ojos brillaba el odio cuando debía dirigirse alantropólogo. No comía con los demás, no bebía una gota dealcohol y se separaba del grupo cuando acampaban por lanoche. Nadia y Alex lo sorprendieron una vez escarbando elequipaje de la doctora Omayra Torres. —Tarántula —dijo a modo de explicación. Alexander y Nadia se propusieron vigilarlo. A medida queavanzaban, la navegación se hacía cada vez más dificultosaporque el río solía angostarse, precipitándose en rápidos queamenazaban volcar los lanchones. En otras partes el aguaparecía estancada y flotaban cadáveres de animales, troncospodridos y ramas que impedían avanzar. Debían apagar losmotores y seguir a remo, usando pértigas de bambú paraapartar los escombros. Varias veces resultaron ser grandescaimanes, que vistos desde arriba se confundían con troncos.César Santos explicó que cuando el agua estaba baja aparecíanlos jaguares y cuando estaba alta llegaban las serpientes.Vieron un par de gigantescas tortugas y una anguila de metro ymedio de largo que, según César Santos, atacaba con unafuerte descarga eléctrica. La vegetación era densa y desprendíaun olor a materia orgánica en descomposición, pero a veces alanochecer abrían unas grandes flores enredadas en los árboles y entonces el aire se llenaba de un aroma dulce a vainilla ymiel. Blancas garzas los observaban inmóviles desde el pastoalto que crecía a orillas del río y por todos lados habíamariposas de brillantes colores. César Santos solía detener los botes ante árboles cuyasramas se inclinaban sobre el agua y bastaba estirar la manopara coger sus frutos. Alex nunca los había visto y no quisoprobarlos, pero los demás los saboreaban con placer. En unaoportunidad el guía desvió la embarcación para cosechar unaplanta que, según dijo, era un estupendo cicatrizante. Ladoctora Omayra Torres estuvo de acuerdo y recomendó almuchacho americano que frotara la cicatriz de su mano con eljugo de la planta, aunque en realidad no era necesario, porquehabía sanado bien. Apenas le quedaba una línea roja, que ennada le molestaba. Kate Coid contó que muchos hombres buscaron en esaregión la ciudad mítica de El Dorado, donde según la leyendalas calles estaban pavimentadas de oro y los niños jugaban conpiedras preciosas. Muchos aventureros se internaron en la selvay remontaron el Amazonas y el río Orinoco, sin alcanzar elcorazón de ese territorio encantado, donde el mundopermanecía inocente, como en el despertar de la vida humanaen el planeta. Murieron o retrocedieron, derrotados por losindios, los mosquitos, las fieras, las enfermedades tropicales, elclima y las dificultades del terreno. Se encontraban ya en territorio venezolano, pero allí lasfronteras nada significaban, todo era el mismo paraísoprehistórico. A diferencia del río Negro, las aguas de esos ríoseran solitarias. No se cruzaron con otras embarcaciones, novieron canoas, ni casas en pilotes, ni un solo ser humano. Encambio la flora y la fauna eran maravillosas, los fotógrafosestaban de fiesta, nunca habían tenido al alcance de sus lentestantas especies de árboles, plantas, flores, insectos, aves yanimales. Vieron loros verdes y rojos, elegantes flamencos,tucanes con el pico tan grande y pesado, que apenas podíansostenerlo en sus frágiles cráneos, centenares de canarios y cotorras. Muchos de esos pájaros estaban amenazados condesaparecer, porque los traficantes los cazaban sin piedad paravenderlos de contrabando en otros países. Los monos dediferentes clases, casi humanos en sus expresiones y en susjuegos, parecían saludarlos desde los árboles. Había venados,osos hormigueros, ardillas y otros pequeños mamíferos. Variosespléndidos papagayos —o guacamayas, como las llamabantambién— los siguieron durante largos trechos. Esas grandesaves multicolores volaban con increíble gracia sobre laslanchas, como si tuvieran curiosidad por las extrañas criaturasque viajaban en ellas. Leblanc les disparó con su pistola, peroCésar Santos alcanzó a darle un golpe seco en el brazo,desviando el tiro. El balazo asustó a los monos y otros pájaros,el cielo se llenó de alas, pero poco después los papagayosregresaron, impasibles. —No se comen, profesor, la carne es amarga. No hay razónpara matarlos —reprochó César Santos al antropólogo. —Me gustan las plumas —dijo Leblanc, molesto por lainterferencia del guía. —Cómprelas en Manaos —dijo secamente César Santos. —Las guacamayas se pueden domesticar. Mi madre tieneuna en nuestra casa de Boa Vista. La acompaña a todas partes,volando siempre a dos metros por encima de su cabeza. Cuandomi madre va al mercado, la guacamaya sigue al bus hasta queella se baja, la espera en un árbol mientras compra y luegovuelve con ella, como un perrito faldero —contó la doctoraOmayra Torres. Alex comprobó una vez más que la música de su flautaalborotaba a los monos y a los pájaros. Borobá parecíaparticularmente atraído por la flauta. Cuando él tocaba, elmonito se quedaba inmóvil escuchando, con una expresiónsolemne y curiosa; a veces le saltaba encima y tironeaba delinstrumento, pidiendo música. Alex lo complacía, encantado decontar por fin con una audiencia interesada, después de haber peleado por años con sus hermanas para que lo dejaranpracticar la flauta en paz. Los miembros de la expedición sesentían confortados por la música, que los acompañaba amedida que el paisaje se volvía más hostil y misterioso. Elmuchacho tocaba sin esfuerzo, las notas fluían solas, como siese delicado instrumento tuviera memoria y recordara laimpecable maestría de su dueño anterior, el célebre JosephCoid. La sensación de que eran seguidos se había apoderado detodos. Sin decirlo, porque lo que no se nombra es como si noexistiera, vigilaban la naturaleza. El profesor Leblanc pasaba eldía con sus binoculares en la mano examinando las orillas delrío; la tensión lo había vuelto aún más desagradable. Los únicosque no se habían contagiado por el nerviosismo colectivo eranKate Coid y el inglés Timothy Bruce. Ambos habían trabajadojuntos en muchas ocasiones, habían recorrido medio mundopara sus artículos de viaje, habían estado en varias guerras yrevoluciones, trepado montañas y descendido al fondo del mar,de modo que muy pocas cosas les quitaban el sueño. Ademásles gustaba alardear de indiferencia. —¿No te parece que nos están vigilando, Kate? —lepreguntó su nieto. —Si. —¿No te da miedo? —Hay varias maneras de superar el miedo, Alexander.Ninguna funciona —replicó ella. Apenas había pronunciado estas palabras cuando uno delos soldados que viajaba en su embarcación cayó sin un grito asus pies. Kate Coid se inclinó sobre él, sin comprender alprincipio qué había sucedido, hasta que vio una especie deespina larga clavada en el pecho del hombre. Comprobó quehabía muerto instantáneamente: la espina había pasadolimpiamente entre las costillas y le había atravesado el corazón.Alex y Kate alertaron a los demás tripulantes, que no se habíandado cuenta de lo ocurrido, tan silencioso había sido el ataque. Un instante después media docena de armas de fuego sedescargaron contra la espesura. Cuando se disipó el fragor, lapólvora y la estampida de los pájaros que cubrieron el cielo,vieron que nada más se había movido en la selva. Quieneslanzaron el dardo mortal se mantuvieron agazapados, inmóvilesy silenciosos. De un tirón César Santos lo arrancó del cadáver yvieron que medía aproximadamente un pie de largo y era tanfirme y flexible como el acero. El guía dio orden de continuar atoda marcha, porque en esa parte el río era angosto y lasembarcaciones eran blanco fácil de las flechas de los atacantes.No se detuvieron hasta dos horas más tarde, cuando consideróque estaban a salvo. Recién entonces pudieron examinar eldardo, decorado con extrañas marcas de pintura roja y negra,que nadie pudo descifrar. Karakawe y Matuwe aseguraron quenunca las habían visto, no pertenecían a sus tribus ni aninguna otra conocida, pero aseguraron que todos los indios dela región usaban cerbatanas. La doctora Omayra Torres explicóque si el dardo no hubiera dado en el corazón con talespectacular precisión, de todos modos habría matado alhombre en pocos minutos, aunque en forma más dolorosa,porque la punta estaba impregnada en curare, un venenomortal, empleado por los indios para cazar y para la guerra,contra el cual no se conocía antídoto. —¡Esto es inadmisible! ¡Esa flecha podría haberme dado amí! —protestó Leblanc. —Cierto —admitió César Santos. —¡Esto es culpa suya! —agregó el profesor. —¿Culpa mía? —repitió César Santos, confundido por elgiro inusitado que tomaba el asunto. —¡Usted es el guía! ¡Es responsable por nuestra seguridad,para eso le pagamos! —No estamos exactamente en un viaje de turismo,profesor —replicó César Santos. —Daremos media vuelta y regresaremos de inmediato. ¿Seda cuenta de la pérdida que sería para el mundo científico sialgo le sucediera a Ludovic Leblanc? —exclamó el profesor. Asombrados, los miembros de la expedición guardaronsilencio. Nadie supo qué decir, hasta que intervino Kate Coid. —Me contrataron para escribir un artículo sobre la Bestiay pienso hacerlo, con flechas envenenadas o sin ellas, profesor.Si desea regresar, puede hacerlo a pie o nadando, comoprefiera. Nosotros continuaremos de acuerdo a lo planeado —dijo. —¡Vieja insolente, cómo se atreve a...! —empezó a chillar elprofesor. —No me falte el respeto, hombrecito —lo interrumpiócalmadamente la escritora, cogiéndolo con firmeza por lacamisa y paralizándolo con la expresión de sus temibles pupilasazules. Alex pensó que el antropólogo le plantaría una bofetada asu abuela y avanzó dispuesto a interceptarla, pero no fuenecesario. La mirada de Kate Coid tuvo el poder de calmar losánimos del irritable Leblanc como por obra de magia. —¿Qué haremos con el cuerpo de este pobre hombre? —preguntó la doctora, señalando el cadáver. —No podemos llevarlo, en este clima, Omayra, ya sabesque la descomposición es muy rápida. Supongo que debemoslanzarlo al río... —sugirió César Santos. —Su espíritu se enojaría y nos perseguiría para matarnos—intervino Matuwe, el guía indio, aterrado. —Entonces haremos como los indios cuando debenpostergar una cremación; lo dejaremos expuesto para que los pájaros y los animales aprovechen sus restos —decidió CésarSantos. —¿No habrá ceremonia, como debe ser? —insistió Matuwe. —No tenemos tiempo. Un funeral apropiado demoraríavarios días. Además este hombre era cristiano —explicó CésarSantos. Finalmente acordaron envolverlo en una lona y colocarlosobre una pequeña plataforma de cortezas que instalaron en lacopa de un árbol. Kate Coid, quien no era una mujer religiosa,pero tenía buena memoria y recordaba las oraciones de suinfancia, improvisó un breve rito cristiano. Timothy Bruce y JoelGonzález filmaron y fotografiaron el cuerpo y el funeral, comoprueba de lo ocurrido. César Santos talló cruces en los árbolesde la orilla y marcó el sitio lo mejor que pudo en el mapa parareconocerlo cuando volvieran más tarde a buscar los huesos,que serían entregados a la familia del difunto en Santa María dela Lluvia. A partir de ese momento el viaje fue de mal en peor.La vegetación se hizo más densa y la luz del sol sólo losalcanzaba cuando navegaban por el centro del río. Iban tanapretados e incómodos, que no podían dormir en lasembarcaciones; a pesar del peligro que representaban los indiosy los animales salvajes, era necesario acampar en la orilla.César Santos repartía los alimentos, organizaba las partidas decaza y pesca, y distribuía los turnos entre los hombres paramontar guardia por la noche. Excluyó al profesor Leblanc,porque era evidente que al menor ruido le fallaban los nervios.Kate Coid y la doctora Omayra Torres exigieron participar en lavigilancia, les pareció un insulto que las eximieran por sermujeres. Entonces los dos chicos insistieron en ser aceptadostambién, en parte porque deseaban espiar a Karakawe. Lohabían visto echarse puñados de balas en los bolsillos y rondarel equipo de radio, con el cual de vez en cuando César Santoslograba comunicarse con gran dificultad para indicar suposición en el mapa al operador de Santa María de la Lluvia. Lacúpula vegetal de la selva actuaba como un paraguas,impidiendo el paso de las ondas de radio. —¿Qué será peor, los indios o la Bestia? —preguntó Alexen broma a Ludovic Leblanc. —Los indios, joven. Son caníbales, no sólo se comen a susenemigos, también a los muertos de su propia tribu —replicóenfático el profesor. —¿Cierto? Nunca había oído eso —anotó irónica la doctoraOmayra Torres. —Lea mi libro, señorita. —Doctora —lo corrigió ella por milésima vez. —Estos indios matan para conseguir mujeres —aseguróLeblanc. —Tal vez por eso mataría usted, profesor, pero no losindios, porque no les faltan mujeres, más bien les sobran —replicó la doctora.—Lo he comprobado con mis propios ojos: asaltan otrosshabonos para robar a las muchachas. —Que yo sepa, no pueden obligar a las muchachas aquedarse con ellos contra su voluntad. Si quieren, ellas se van.Cuando hay guerra entre dos shabonos es porque uno haempleado magia para hacer daño al otro, por venganza, o aveces son guerras ceremoniales en las cuales se dan garrotazos,pero sin intención de matar a nadie —interrumpió CésarSantos. —Se equívoca, Santos. Vea el documental de LudovicLeblanc y entenderá mi teoría —aseguró Leblanc.—Entiendo que usted repartió machetes y cuchillos en unshabono y prometió a los indios que les daría más regalos si actuaban para las cámaras de acuerdo a sus instrucciones... —sugirió el guía. —¡Esa es una calumnia! Según mi teoría... —También otros antropólogos y periodistas han venido alAmazonas con sus propias ideas sobre los indios. Hubo uno quefilmó un documental en que los muchachos andaban vestidosde mujer, se maquillaban y usaban desodorante —añadió CésarSantos. —¡Ah! Ese colega siempre tuvo ideas algo raras... —admitióel profesor. El guía enseñó a Alex y Nadia a cargar y usar las pistolas.La chica no demostró gran habilidad ni interés; parecía incapazde dar en el blanco a tres pasos de distancia, Alex, en cambio,estaba fascinado. El peso de la pistola en la mano le daba unasensación de invencible poder; por primera vez comprendía laobsesión de tanta gente por las armas. —Mis padres no toleran las armas de fuego. Si me vierancon esto, creo que se desmayarían —comentó. —No te verán —aseguró su abuela, mientras le tomabauna fotografía.Alex se agachó e hizo ademán de disparar, como hacia cuandojugaba de niño. —La técnica segura para errar el tiro es apuntar y dispararapurado —dijo Kate Coid—. Si nos atacan, eso es exactamentelo que harás, Alexander, pero no te preocupes, porque nadieestará mirándote. Lo más probable es que para entonces yaestemos todos muertos. —No confías en que yo pueda defenderte, ¿verdad? —No. Pero prefiero morir asesinada por los indios en elAmazonas, que de vejez en Nueva York —replicó su abuela. —¡Eres única, Kate! —sonrió el chico. —Todos somos únicos, Alexander —lo cortó ella. Al tercer día de navegación vislumbraron una familia devenados en un pequeño claro de la orilla. Los animales,acostumbrados a la seguridad del bosque, no parecieronperturbados por la presencia de los botes. César Santos ordenódetenerse y mató a uno con su rifle, mientras los demás huíandespavoridos. Esa noche los expedicionarios cenarían muy bien,la carne de venado era muy apreciada, a pesar de su texturafibrosa, y sería una fiesta después de tantos días con la mismadieta de pescado. Matuwe llevaba un veneno que los indios desu tribu echaban en el río. Cuando el veneno caía al agua, lospeces se paralizaban y era posible ensartarlos fácilmente conuna lanza o una flecha atada a una liana. El veneno no dejabarastro en la carne del pescado ni en el agua, el resto de lospeces se recuperaba a los pocos instantes. Se encontraban en un lugar apacible donde el río formabauna pequeña laguna, perfecto para detenerse por un par dehoras a comer y reponer las fuerzas. César Santos les advirtióque tuvieran cuidado porque el agua era turbia y habían vistocaimanes unas horas antes, pero todos estaban acalorados ysedientos. Con las pértigas los guardias movieron el agua ycomo no vieron huellas de caimanes, todos decidieron bañarse,menos el profesor Ludovic Leblanc, quien no se metía al río porningún motivo. Borobá, el mono, era enemigo del baño, peroNadia lo obligaba a remojarse de vez en cuando para quitarlelas pulgas. Montado en la cabeza de su ama, el animalitolanzaba exclamaciones del más puro espanto cada vez que losalpicaba una gota. Los miembros de la expedición chapotearonpor un rato, mientras César Santos y dos de sus hombresdestazaban el venado y encendían fuego para asarlo. Alex vio a su abuela quitarse los pantalones y la camisapara nadar en ropa interior, sin muestra de pudor, a pesar deque al mojarse aparecía casi desnuda. Trató de no mirarla, peropronto comprendió que allí, en medio de la naturaleza y tanlejos del mundo conocido, la vergüenza por el cuerpo no teníacabida. Se había criado en estrecho contacto con su madre ysus hermanas y en la escuela se había acostumbrado a lacompañía del sexo opuesto, pero en los últimos tiempos todo lofemenino le atraía como un misterio remoto y prohibido.Conocía la causa: sus hormonas, que andaban muy alborotadasy no lo dejaban pensar en paz. La adolescencia era un lío, lopeor de lo peor, decidió. Deberían inventar un aparato con rayosláser, donde uno se metiera por un minuto y, ¡plaf!, salieraconvertido en adulto. Llevaba un huracán por dentro, a vecesandaba eufórico, rey del mundo, dispuesto a luchar a brazopartido con un león; otras era simplemente un renacuajo. Desdeque empezó ese viaje, sin embargo, no se había acordado de lashormonas, tampoco le había alcanzado el tiempo parapreguntarse si valía la pena seguir viviendo, una duda queantes lo asaltaba por lo menos una vez al día. Ahora comparabael cuerpo de su abuela —enjuto, lleno de nudos, la pielcuarteada— con las suaves curvas doradas de la doctoraOmayra Torres, quien usaba un discreto traje de baño negro, ycon la gracia todavía infantil de Nadia. Consideró cómo cambiael cuerpo en las diferentes edades y decidió que las tresmujeres, a su manera, eran igualmente hermosas. Se sonrojóante esa idea. Jamás hubiera pensado dos semanas antes quepodía considerar atractiva a su propia abuela. ¿Estarían lashormonas cocinándole el cerebro? Un alarido escalofriante sacó a Alex de tan importantescavilaciones. El grito provenía de Joel González, uno de losfotógrafos, quien se debatía desesperadamente en el lodo de laorilla. Al principio nadie supo lo que sucedía, sólo vieron losbrazos del hombre agitándose en el aire y la cabeza que sehundía y volvía a emerger. Alex, quien participaba en el equipode natación de su colegio, fue el primero en alcanzarlo de dos otres brazadas. Al acercarse vio con absoluto horror que unaserpiente gruesa como una hinchada manguera de bombero envolvía el cuerpo del fotógrafo. Alex cogió a González por unbrazo y trató de arrastrarlo hacia tierra firme, pero el peso delhombre y el reptil era demasiado para él. Con ambas manosintentó separar al animal, tirando con todas sus fuerzas, perolos anillos del reptil apretaron más a su víctima. Recordó laescalofriante experiencia de la surucucú que unas noches antesse le había enrollado en una pierna. Esto era mil veces peor. Elfotógrafo ya no se debatía ni gritaba, estaba inconsciente. —¡Papá, papá! ¡Una anaconda! —llamó Nadia, sumándosea los gritos de Alex. Para entonces Kate Coid, Timothy Bruce y dos de lossoldados se habían aproximado y entre todos luchaban con lapoderosa culebra para desprenderla del cuerpo del infelizGonzález. El alboroto movió el barro del fondo de la laguna,tornando el agua oscura y espesa como chocolate. En laconfusión no se veía lo que pasaba, cada uno halaba y gritabainstrucciones sin resultado alguno. El esfuerzo parecía inútilhasta que llegó César Santos con el cuchillo con que estabadestazando el venado. El guía no se atrevió a usarlo a ciegas portemor a herir a Joel González o a cualquiera de los otros queforcejeaban con el reptil; debió esperar el momento en que lacabeza de la anaconda surgió brevemente del lodo paradecapitarla de un tajo certero. El agua se llenó de sangre,volviéndose color de óxido. Necesitaron cinco minutos más paraliberar al fotógrafo, porque los anillos constrictores seguíanoprimiéndolo por reflejo. Arrastraron a Joel González hasta la orilla, donde quedótendido como muerto. El profesor Leblanc se había puesto tannervioso, que desde un lugar seguro disparaba tiros al aire,contribuyendo a la confusión y el trastorno general, hasta queKate Coid le quitó la pistola y lo conminó a callarse. Mientraslos demás habían estado luchando en el agua con la anaconda,la doctora Omayra Torres había trepado de vuelta a la lancha abuscar su maletín y ahora se encontraba de rodillas junto alhombre inconsciente con una jeringa en la mano. Actuaba ensilencio y con calma, como si el ataque de una anaconda fuera un acontecimiento perfectamente normal en su vida. Inyectóadrenalina a González y una vez que estuvo segura de querespiraba, procedió a examinarlo. —Tiene varias costillas rotas y está choqueado —dijo—.Esperemos que no tenga los pulmones agujereados por unhueso o el cuello fracturado. Hay que inmovilizarlo. —¿Cómo lo haremos? —preguntó César Santos. —Los indios usan cortezas de árbol, barro y lianas —dijoNadia, todavía temblando por lo que acababa de presenciar. —Muy bien, Nadia —aprobó la doctora. El guía impartió las instrucciones necesarias y muy prontola doctora, ayudada por Kate y Nadia, había envuelto al heridodesde las caderas hasta el cuello en trapos empapados en barrofresco, encima había puesto lonjas largas de corteza y luego lohabía amarrado. Al secarse el barro, ese paquete primitivotendría el mismo efecto de un moderno corsé ortopédico. JoelGonzález, atontado y adolorido, no sospechaba aún lo ocurrido,pero había recuperado el conocimiento y podía articular algunaspalabras.—Debemos conducir a Joel de inmediato a Santa María de laLluvia. Allí podrán llevarlo en el avión de Mauro Carías a unhospital —determinó la doctora. —¡Éste es un terrible inconveniente! Tenemos solamentedos botes. No podemos mandar uno de vuelta —replicó elprofesor Leblanc. —¿Cómo? ¿Ayer usted quería disponer de un bote paraescapar y ahora no quiere enviar uno con mi amigo mal herido?—preguntó Timothy Bruce haciendo un esfuerzo por mantenerla calma. —Sin atención adecuada, Joel puede morir —explicó ladoctora. —No exagere, mi buena mujer. Este hombre no está grave,sólo asustado. Con un poco de descanso se repondrá en un parde días —dijo Leblanc. —Muy considerado de su parte, profesor —mascullóTimothy Bruce, cerrando los puños. —¡Basta, señores! Mañana tomaremos una decisión. Ya esdemasiado tarde para navegar, pronto oscurecerá. Debemosacampar aquí —determinó César Santos. La doctora OmayraTorres ordenó que hicieran una fogata cerca del herido paramantenerlo seco y caliente durante la noche, que siempre erafría. Para ayudarlo a soportar el dolor le dio morfina y paraprevenir infecciones comenzó a administrarle antibióticos.Mezcló unas cucharadas de agua y un poco de sal en unabotella de agua y dio instrucciones a Timothy Bruce deadministrar el líquido a cucharaditas a su amigo, para evitarque se deshidratara, puesto que resultaba evidente que nopodría tragar alimento sólido en los próximos días. El fotógrafoinglés, quien rara vez cambiaba su expresión de caballo abúlico,estaba francamente preocupado y obedeció las órdenes consolicitud de madre. Hasta el malhumorado profesor Leblancdebió admitir para sus adentros que la presencia de la doctoraera indispensable en una aventura como ésa. Entretanto tres de los soldados y Karakawe habíanarrastrado el cuerpo de la anaconda hasta la orilla. Al medirlavieron que tenía casi seis metros de largo. El profesor Leblancinsistió en ser fotografiado con la anaconda enrollada en torno asu cuerpo de tal modo que no se viera que le faltaba la cabeza.Después los soldados arrancaron la piel del reptil, que clavaronsobre un tronco para secarla; con ese método podían aumentarel largo en un veinte por ciento y los turistas pagarían buenprecio por ella. No tendrían que llevarla a la ciudad, sinembargo, porque el profesor Leblanc ofreció comprarla allímismo, una vez que estuvo seguro de que no se la darían gratis. Kate Coid cuchicheó burlona al oído de su nieto queseguramente dentro de algunas semanas, el antropólogoexhibiría la anaconda como un trofeo en sus conferencias,contando cómo la cazó con sus propias manos. Así habíaganado su fama de héroe entre estudiantes de antropología enel mundo entero, fascinados con la idea de que los homicidastenían el doble de mujeres y tres veces más hijos que loshombres pacíficos. La teoría de Leblanc sobre la ventaja delmacho dominante, capaz de cometer cualquier brutalidad paratransmitir sus genes, atraía mucho a esos aburridosestudiantes condenados a vivir domesticados en plenacivilización. Los soldados buscaron en la laguna la cabeza de laanaconda, pero no pudieron hallarla, se había hundido en ellodo del fondo o la había arrastrado la corriente. No seatrevieron a escarbar demasiado, porque se decía que esosreptiles siempre andan en pareja y ninguno estaba dispuesto atoparse con otro de aquellos ejemplares. La doctora OmayraTorres explicó que indios y caboclos por igual atribuían a lasserpientes poderes curativos y proféticos. Las disecaban, lasmolían y usaban el polvo para tratar tuberculosis, calvicie yenfermedades de los huesos, también como ayuda parainterpretar sueños. La cabeza de una de ese tamaño sería muyapreciada, aseguró, era una lástima que se hubiera perdido. Los hombres cortaron la carne del reptil, la salaron yprocedieron a asarla ensartada en palos. Alex, quien hastaentonces se había negado a probar pirarucú, oso hormiguero,tucán, mono o tapir, sintió una súbita curiosidad por sabercómo era la carne de aquella enorme serpiente de agua. Tuvo enconsideración, sobre todo, cuánto aumentaría su prestigio anteCecilia Burns y sus amigos en California cuando supieran quehabía cenado anaconda en medio de la selva amazónica. Posófrente a la piel de la serpiente, con un pedazo de su carne en lamano, exigiendo que su abuela dejara testimonio fotográfico. Elanimal, bastante carbonizado porque ninguno de losexpedicionarios era buen cocinero, resultó tener la textura delatún y un vago sabor de pollo. Comparado con el venado, era desabrido, pero Alex decidió que en todo caso era preferible alos gomosos panqueques que preparaba su padre. El súbitorecuerdo de su familia lo golpeó como una bofetada. Se quedócon el trozo de anaconda ensartado en el palillo mirando lanoche, pensativo. —¿Qué ves? —le preguntó Nadia en un susurro. —Veo a mi mamá —respondió el chico y un sollozo se leescapó de los labios. —¿Cómo está?—Enferma, muy enferma —respondió él.—La tuya está enferma del cuerpo, la mía está enferma delalma. —¿Puedes verla? —inquirió Alex. —A veces —dijo ella. —Esta es la primera vez que puedo ver a alguien de estamanera —explicó Alex—. Tuve una sensación muy extraña,como si viera a mi mamá con toda claridad en una pantalla, sinpoder tocarla o hablarle. —Todo es cuestión de práctica, Jaguar. Se puede aprendera ver con el corazón. Los chamanes como Walimaí tambiénpueden tocar y hablar desde lejos, con el corazón —dijo Nadia.