Llevaba semanas sentándome a componer en la habitación de la planta alta del PH reformado que alquilaba en La Paternal, precisamente sobre el pasaje Rousseau, a metros del puente sobre la avenida San Martín, de las vías y de la villa. En ese cuarto improvisaba mi estudio, allí tenía mis instrumentos y las consolas que, junto a la laptop, me servían para crear algunos sonidos nuevos que pensaba meter en el próximo disco. Les decía a todos, mis amigos, y a mi pareja Ailín, que estaba en proceso creativo pero, en realidad, estaba casi creativamente muerto, en terapia intensiva, estaba tan muerta mi creatividad que en vez de componer mataba las horas improductivas reproductivas jugando a un juego de estrategias, muy viejo, de principios de siglo, llamado Civilización. Era atrapante, comenzabas sólo con un aldeano trabajador, y una especie de guerrero, y debías crear una nueva comunidad en el año dos mil o tres mil antes de Cristo, a partir de allí viajabas a través de la historia mientras creabas y evolucionabas tus ciudades, creando pirámides y jardines colgantes, grandes bibliotecas y enormes monumentos de colosos mitológicos, todas las ciudades conformaban un imperio que crecía sin parar. Siempre debías andar con precaución y con diplomacia porque los otros imperios intentarían atacarte en cualquier momento mientras te distraías investigando el alfabeto o inventando la electricidad. Los emperadores rivales siempre intentaban atacarte o robarte terreno, a veces solos y otras con alianzas inefables y carentes de un honor que creía que todos tendríamos. A mí me gustaba mucho crear universidades, bibliotecas, obras emblemáticas y diversos íconos culturales, pero al hacer eso debías dejar de atrás los recursos armamentísticos, por lo que en un descuido estabas siendo atacado por salvajes guerreros americanos, romanos o fenicios, que en vez de crear arte se preparaban para la conquista mediante la guerra. ¡Malditos!. Esos ataques hacían que uno dejara de lado la idea pacifista de un mundo armonioso y se dispusiera a invertir más en aparatos bélicos que en edificios educativos, por lo que a la larga terminé invadiendo territorios adyacentes de vecinos para que no me molestaran o porque necesitaba sus recursos naturales. Lo curioso es que una cosa llevó a la otra y, en un momento después de largas horas ininterrumpidas de jugar, como a las cinco de la mañana, envié una dotación de bombas atómicas a ciudades enemigas, no quedó nada más que la ruina. Me sentí satisfecho, contento de haberme hecho respetar en ese juego, pero también me sentí un poco mal al imaginar esos pequeños seres que vivirían allí, luego me lo pensaba mejor y caía en la cuenta que nada era real, me reconfortaba saber que todo era ficticio, luego volvía a dudar. ¿Era realmente así? En mi imaginación esos países y sus ciudades existían, así que esas muertes podían ser verdaderas, al menos por un instante en mi imaginación de semidiós virtual. Me recosté en el sillón que daba a la ventana y que me dejaba ver la casa como si contemplara un imperio, debajo las escaleras y el resto de la casa, las habitaciones, el baño y la cocina. Encendí la televisión para ver las cosas que sucedían en el nuevo orden mundial, que se asemejaba mucho al viejo orden mundial. Me pregunté cómo es que simples seres ignorantes, ceros a la izquierda como nosotros, podríamos saber que estaba sucediéndose una cosa tan magnifica como eso, un nuevo orden mundial para dominarnos a todos, cómo si esa dominación no fuera algo que no hubiera ocurrido antes, como si los Rothschild o los Rockefeller, los Medici o cualquier otro banquero poderoso de cualquier lugar del mundo en cualquier momento de la historia recién se diera cuenta hoy que debía dominarnos. ¿Ésta gente que creería, que nos dominaban los comunistas panaderos de principios del siglo veinte? ¿O eran los anarquistas? Por un momento sentí que todo escapaba de mi comprensión, como ese niño inexistente del juego Civilización que murió bajo mis bombas virtuales y que nunca imaginó que había un ser que movía los hilos de todo su mundo. Se lo comenté a Ailín cuando, después de despertarse a las siete de la mañana, subió las escaleras hacia mi estudio, me respondió que era muy temprano para estupideces, me mandó a dormir mientras desayunaba y se preparaba para salir a tomarse el colectivo 24 que la dejaría, después de una hora y media, en el centro. Trabajaba en algo que tenía que ver con cosas de reventa de textil o algo así. Mi cabeza no comprendía porqué elegía quedarse en mi casa más que en la suya, por alguna razón prefería viajar ida y vuelta, en un total de tres horas diarias en colectivo, que dormir en su casa y caminar diez minutos hasta el trabajo. Tal vez su casa era un infierno y se sentía más cómoda o con más libertad compartiendo mi casa conmigo. En esas últimas semanas casi no nos veíamos más que un rato a la mañana, éramos un matrimonio en sus últimos instantes sin ser siquiera un matrimonio, no sé bien que éramos pero prácticamente ni siquiera teníamos relaciones sexuales, los conocidos nos veían como novios o algo similar difícil de etiquetar en un mundo donde ya nada puede etiquetarse. Todo había sido muy raro durante la pandemia, nos quedamos encerrados juntos durante la cuarentena por un azar del desconcierto y del sentimiento de enamoramiento que se siente ante el inminente caos mundial, y allí quedamos, sin preguntarnos ni aceptar nada, seguimos por inercia después de que pasó el encierro. Ella salía más a la calle que yo, que había quedado con un poco de cuarentena en el cuerpo, casi no salía más que para hacer lo necesario o pasar música en algún lugar. No tenía miedo pero no quería salir como antes, el invierno tampoco ayudaba, prefería quedarme en casa y sociabilizar desde la virtualidad haciendo transmisiones en vivo, enviando archivos de audios que servían para hacer algo de dinero que me permitiera no derrochar los ahorros que guardaba para quien sabe que cosas, no había planes futuros, flotaba esperando que algo suceda para que me reseteara en ese nuevo orden mundial dónde ya no se podía viajar para conocer gente y la gente que conocías se estaba reproduciendo a pasos agigantados, como si lo mejor para la humanidad fueran nuevos humanos. Nos conocimos porque Ailín me contactó para hacerme una entrevista para la radio en la que trabajaba como productora, trabajar es un decir, en realidad estaba inmersa en el sistema esclavo en el que las producciones de programas de radios, de televisión y de películas se abusan de jóvenes estudiantes de carreras afines con dudosas salidas laborales futuras, los contactan en el segundo o tercer año de la carrera y les prometen ser parte de un mundo maravilloso, que nada tiene como tal ya que allí se cometen los peores abusos y denigraciones personales, por parte de aquellos que si cobran un salario, hacia sus subordinados. Mi primera experiencia como asistente impago terminó mal, recuerdo que un enano productor de Canal 7 tuvo la arrogancia de gritarme delante de todo el mundo, nadie llevó el apunte del suceso bochornoso porque era algo normal, recién levantaron la mirada cuando tomé del cuello al enano productor y le pegué un cachetazo a mano abierta en el medio de la cara, luego lo solté y lo dejé caer en el suelo ante la mirada atónita de todos y la sonrisa complaciente de otros pasantes. El asunto, que había ocurrido a principios de siglos, en mis años como estudiante de periodismo, me había servido para alejarme de ese mundo y dedicarme a lo que verdaderamente me interesaba, la música. Ailín estaba atrapada en ese sistema, como todos, me contactó por una red social y nos encontramos en un café, La Panera Rosa, ubicado frente al cementerio de Recoleta, nos sentamos en las mesas de la vereda porque el sol se escondía entre la fachada del local y hacía que la tarde no fuera tan calurosa, pedimos unos cafés y comimos dos porciones de cheesecake. Mientras me hacía preguntas, un poco aburridas, naif y guionadas, se nos acercó un hombre a vendernos unos pares de medias, le dijimos, con desdén, que no necesitábamos y continuó ofreciendo sus productos en otras mesas a nuestro alrededor. Del interior del restaurante se asomó por la puerta una señora de unos cuarenta años, salió y se acercó al hombre, que seguía ofreciendo sus productos a un par de gringos que bebían un café helado, luego se presentó como la gerente del lugar y, acto seguido, lo intimó a desistir de molestar a sus clientes. Éste no le hizo caso y le respondió, con desinterés e indiferencia, que la vereda era pública y que, como ciudadano libre, allí podía vender lo que quisiera mientras no se metiera en el local. La gerente, no contenta con esa fatal y lógica respuesta, torció su boca y llamó a un subalterno para que lo obligara a salir, el subalterno, que, mientras se acercaba a la gerente, hacía gestos de que era una locura echar a alguien de la vereda, se negó diciendo las mismas palabras que el vendedor y volvió hacia adentro para meterse en su lugar de encargado frente a la computadora desde donde parecía dirigir a sus empleados. Herida en su orgullo, por la rebeldía de su empleado que la expuso ante todos allí, la mujer llamó a unos policías de la ciudad que se encontraban a pocos metros, sobre la esquina. Estaban mirando la nada misma, que parecía perpetuarse sobre las paredes del cementerio de la Recoleta, de una forma casi existencial, les pidió a los gritos que quitaran a ese vendedor porque era un posible ladrón. Desde las mesas los propios clientes, en pedidos que se hacían en castellano, portugués e inglés, les dijimos que no era necesario hacer ningún escándalo sobre eso, era más molesta la mujer que el vendedor de medias. De todas formas, los policías decidieron hacer lo que siempre hacen, llevar la contra a toda lógica y pensamiento colectivo de los civiles para crear un caos innecesario, en un movimiento grotesco redujeron al pobre tipo que se resistió mientras gritaba que la libertar era una obligación más que un derecho. El americano se levantó indignado de la mesa, cómo si éstas cosas sólo pasaran en los países tercermundistas a los que iba a pasear y no en su casa dónde el lema es respirar libertades ajenas, luego increpó a los policías en un español anglosajón que nadie entendió ni una palabra pero que todos supusieron que decía que dejaran en paz al pobre hombre, detrás del gringo se levantó un brasileño que también los increpó, los policías de la ciudad parecieron entender a éste un poco mejor pero tampoco le hicieron caso, por último me levanté yo, sin ganas, apesadumbrado, molesto y enojado por tener que hacer algo por alguien que no me interesaba en lo absoluto, pero odiaba más a la policía que a cualquier otro empleado de cualquier otra cosa. Me encaré primero con la mujer del restaurante, le dije que era poco más que una imbécil, una pobre diabla del conurbano con ínfulas de aristócrata de Recoleta, ella me miró como si fuera la víctima de lo sucedido y no supo hacer nada con su boca abierta, después les dije a los uniformados que eran unos pobres ignorantes sin sentido de lo común, que no podían andar por la vida molestando a gente ignorante que se gana la vida para sobrevivir, nadie dijo nada a excepción del hombre que vendía medias, que, corriendo la cara de las manos de los policías, me informó que era estudiante de sociología en la U.B.A. Todo eso quedó documentado en el teléfono de Ailín, que se encontró con que había ido a buscar cobre y de repente había encontrado oro, sin darse cuenta había pasado de tener una aburrida entrevista acromática sobre mí persona a documentar con un video el momento en el que me reducían los policías y me llevaban esposado hacia un patrullero, del que bajaban otros dos policías intensos y con un hambre voraz de violencia que sólo se saciaría golpeando perejiles como nosotros. Fue Ailín la encargada de mi liberación ya que les dijo que iba a subir el video de como hostigaban a un pobre vendedor y de cómo se llevaban detenido a un reconocido artista musical que había acudido en defensa de aquel hombre. Los muy inocentes y naifs uniformados nos soltaron con la promesa de Ailín de que no subiría el video, pero Ailín, con su inteligencia y su labia, sabía que aquello podía hacerla probar las mieles de la fama, no tardó ni cinco minutos en subirla a todas y cada una de sus redes sociales. Su popularidad creció esa misma noche, saltó a la fama durante unos días pero luego todos se olvidaron de ella, hasta en su trabajo como pasante donde la echaron por falta de ética, o algo así. En cambio, a mí me llovieron entrevistas, mi popularidad parecía subir cada día más, me contactaron diversos productores, me prometieron financiar mi próximo disco y hacer un show con el mismísimo Hernán Cattaneo. Había pasado de ser un D.J. del montón a ser alguien gracias a un suceso aleatorio de la vida que había grabado una persona random de una radio pequeña de la ciudad. De repente las marcas me ofrecían equipos nuevos, que irían a modificar mi estudio para mejor, ya que contaría con productos de primer nivel, a cambio me pedían que hiciera pequeñas transmisiones audiovisuales en vivo, donde usara y se vieran esos equipos. Al principio todo fue maravilloso, todos me hablaban, todos querían grabar conmigo, las mujeres me llamaban para acostarse conmigo, hombres desconocidos me invitaban a todo tipo de lugares, conocía gente famosa y miles de cosas más que antes me parecían interesantes por ser desconocidas y codiciadas pero que, en realidad, me resultaron soporíferas y artificiales. Prefería pasar el tiempo con mis viejos amigos, los que me conocían desde que era un pobre diablo tocando en una fiesta de cumple de quince años. Al tiempo también me aburrí de hacer transmisiones en vivo con sonidos que eran demasiado pobres para un músico como el que yo creía que era. Luego la pandemia nos encontró a todos en medio de algo y allí quedamos atrapados, como lo estoy ahora, con contratos lastimeros y usureros que me obligaban a tener listo un disco en poco tiempo. Todo el mundo clama por la libertad de Britney Spears o de Paulo Londra, mientras yo debía decidirme entre componer algo por nada o perderlo todo en manos de algún juicio de mis productores por no cumplir los contratos. La fama por sí sola no me daría de comer, al contrario, me exponía y me perjudicaba, así que me puse en la tarea de entregar algo, cualquier cosa. Busqué entre las cintas viejas, guardadas en cajas arrumbadas en una pared húmeda, a ver si encontraba alguna pista salvadora que sonara más o menos bien, algo ridículo de mi adolescencia que me sirviera. Nada, parecía que mi esencia estaba tan dormida como todo el resto de mí ser, no había ninguna fibra, ningún nervio creativo en mi presente ni en mi pasado.
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Más Grandes que Jesús
ActionLa que tuvo la idea de todo fue Ailín, pero jamás me atrevería a decirle a la Policía Federal, a la S.I.D.E, a Interpol, Europol y la mismísima C.I.A. que ella fue la que pensó este juego que se nos fue de las manos. Quisimos ponernos en la mira nac...