Capítulo único

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En un universo lejano, exactamente en la coordenada norte, residía un ser de raza shin-jin, seres autóctonos nacidos en el Otro Mundo

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En un universo lejano, exactamente en la coordenada norte, residía un ser de raza shin-jin, seres autóctonos nacidos en el Otro Mundo. La madre de éstos era el árbol Kaiju —o denominado árbol de la vida, naciendo a través de un fruto mágico—. Ese individuo provenía del Décimo Universo, cuyo nombre era Zamas, que significaba ser y existir —también derivada de la palabra Zumasa: cambiar de figura—.

Su apariencia era de tez verde manzana, mechón blanco estilo mohicano, ojos plateados opacos delineados naturalmente a su alrededor, cejas delgadas separadas y labios finos en donde solía emitir en su boca a través de las palabras odio y veneno. La estatura de Zamas era alta, portaba un traje típico de los Kai: camisa violeta, chaqueta negra con líneas amarillas, una pechera color lavanda clara y bordes blancos con el símbolo kanji Kai, cinta celeste, pantalón azul y botines blancos.

A través de los siglos, contemplaba junto con su cerdo alado los habitantes de su galaxia en cada orbe, gracias a una esfera o bola de cristal; no obstante sus creaciones eran un completo desastre. Con el pasar de los años, los mortales fueron empeorando los planetas; de ser seres primitivos pasaron a ser ambiciosos. Ellos pensaban sobre el progreso y desarrollo humano, aunque Zamas le decía a su pequeño compañero que la raza inferior se deterioraba a sí mismo.

Muchos animales, océanos, bosques eran explotados de forma indiscriminada, ¿la razón? Avaricia y riqueza de los hombres codiciosos en donde anhelaban más ingresos. Las industrias derramaban sangre inocente de los animales, aparte arrebatar el hábitat natural.

El dios de tez verde manzana oteó una aldea de indígenas de piel azul, orejas puntiagudas, cabello azabache y ojos de iris amarilla. Ellos alababan a la madre tierra, agradeciendo el pan de cada día. El pequeño poblado cuidaba a los animales como si fuesen amigos. Además cultivaban plantas comestibles como las papas, tomates, sandías y maíz. Cerca de su territorio, ellos a diario en la playa recogían conchas desde la arena, además pescaban en poca cantidad especies marinas, ya que mantenían el equilibrio.

—Esos mortales viven en paz, aunque no dejan de ser seres violentos —susurró Zamas a viva voz.

Entonces, una embarcación realizaba pesca industrial. Por otro lado del cerro costero, máquinas cortadoras de árboles arrasaron con todo el poblado y bosques. Los aborígenes arrancaban desesperados, sin embargo los invasores callaron poco a poco a seres pacíficos. Miseria y sufrimiento invadió el territorio bello en donde los ancestros protegían.

—¡Algún día desaparecerá la existencia humana! —exclamó, empuñando su mano con enojo e ira—. ¡Devolveré el esplendor natural de cada planeta contaminado por ellos!

Dejó de divisar por un momento sus creaciones, ya que tenía sentimientos encontrados. Por un lado pretendía hacer justicia por sus propios medios; pero por otra parte los superiores lo harían polvo si lo descubrieran.

El dios hirvió en una tetera agua obtenida de la pileta para preparar té. Dio una pausa de 15 minutos y el líquido hídrico llegó al punto de ebullición. Vació en una cucharita de té en polvo y finalmente sirvió el líquido. Disfrutó lentamente el zumo caliente de a poco. Al lado, unas galletas hechas por él mismo, aunque adoraba sólo beber el dichoso té.

La ira de un diosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora