Abordaje

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En este capítulo conoceremos un poco del pasado de Milo, y las cosas seguirán complicándose para nuestro querido pirata.

De todos los tipos de superficies sobre las que había reposado el cuerpo, ninguna le brindaba un descanso tan profundo como la oscilación incansable de las olas; besos infinitos y espumosos sobre el casco. A veces eran tan altas que lo arrojaban violentamente del catre hasta hacerlo rodar por el suelo. En otras ocasiones casi eran imperceptibles, pero él sabía que estaban allí, podía sentirlas, suaves, tímidas, como caricias. Sea cual fuera el caso, jamás cambiaría sus cortas noches en el mar por ninguna cama en tierra firme.

El padre de Milo había sido pirata al igual que su padre, y que el padre de su padre, hasta ascendencias remotas. Si no se los había tragado el océano para no volver a ser vistos por los ojos de los hombres, sus antepasados habían sucumbido ante el peso implacable de la ley, condenados a colgar de la horca hasta la muerte, o decapitados por el filo del hacha o la espada. Contados con los dedos eran los piratas que llegaban a ancianos, profundamente respetados por sus pares e incluso por otros navegantes normalmente aborrecedores de la infame profesión. Si bien a Milo no le resultaba atractiva la idea de morir joven, su danza constante con la parca lo impulsaba a contemplar cada amanecer con gran emoción, a saborear todo momento y aprovechar las oportunidades que se le presentaban como si fueran más valiosas que el oro. No siempre había estado en el mar, sin embargo. Tras el fallecimiento de su padre, a su corta edad de siete años, la tripulación de ese entonces se había negado unánimemente a cargar con la crianza de un niño, por lo que lo enviaron a vivir con su madre. "El Santuario" era el nombre con el que se conocía al burdel más popular y prestigioso de toda Grecia. Allí, el joven Milo pasó parte de su niñez y la mitad de la adolescencia, rodeado de mujeres y hombres hermosos que se dedicaban a las artes del placer carnal. Él no siguió ese camino pues el propietario de la casa de citas y de los cuerpos que allí prestaban sus servicios notó en su agilidad y sigilo naturales las aptitudes perfectas de un asesino infalible. Así, Milo se convirtió en uno de los sicarios más temidos de la región, listo para eliminar a la competencia, a cualquier traidor o a quien obstaculizara de alguna manera los negocios del Santuario. Hasta el fin de sus quince años esa fue su vida, hasta que el peso de las muertes sobre sus hombros y la llamada sutil pero incesante del mar lo atrajo irresistiblemente de vuelta a la tradición familiar de la piratería. Desde entonces, no se arrepentía ni de un solo día.

Cuando despertó, le pareció ver a través de la fina piel de sus párpados que la luz que se colaba por las claraboyas era demasiado intensa. Le sorprendió no oír nada a su alrededor, ni siquiera, ronquidos. ¿Se había quedado dormido? La falta podría valerle una grave sanción, pero se sentía tan cómodo, tan a gusto colgado en su red, que la idea de levantarse le pareció ridícula, un completo sacrilegio. Finalmente, abrió los ojos, más por curiosidad que por el deseo de abandonar el reposo, y entonces se encontró con que los seis oficiales del Sea Dragon lo rodeaban. Isaac, cruzado de brazos en medio de los demás, lo observaba con particular desprecio.

—Buenos días, bella durmiente —lo saludó burlonamente antes de asestarle un puñetazo en la cara que logró desmayarlo.

La segunda vez que despertó ya no lo hizo en su cama de red, sino que se encontró sentado con la espalda recargada contra el palo mayor, amarrado a este con un cabo grueso desde la cintura hasta los hombros, y las muñecas maniatadas sobre los muslos. El dolor en el rostro a causa del golpe reciente lo llevó a apretar los párpados en un gesto compungido, pero no tardó en descubrir que, junto a los seis oficiales, ahora también estaba Kanon. Con parsimonia, el capitán desenvainó el sable y le apoyó el extremo afilado en el cuello, justo encima de la nuez de adán.

—Anoche tomaste algo de mi camarote, pero vas a devolvérmelo ahora —le habló calmadamente como si se estuviera dirigiendo a un niño.

Milo bajó la mirada para encontrarse con la punta de su propia nariz ensangrentada y el brillo de la larga pieza metálica que lo amenazaba.

Quince hombres sobre el ataúdDonde viven las historias. Descúbrelo ahora