Prólogo

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"Cuando nace un monstruo pueden suceder dos cosas: que sea un monstruo que habita en los Bosques Lejanos o que sea un monstruo que vive debajo de tu cama. Si es un monstruo que habita en los Bosques Lejanos, entonces ya está. Pero si es un monstruo que vive debajo de tu cama pueden suceder dos cosas: que te devore, o que os hagáis amigos..."

— Sean Taylor

Sabía que el hombre pasaría dentro de un momento. Después de todo había dedicado el tiempo suficiente para investigarlo, aunque no requirió de mucho esfuerzo para entender que no había mucho qué decir: se trataba del tipo aburrido y antipático, lo que explicaba la nula existencia de un familiar o amigo cercano; además, de rutina monótona, entraba al trabajo exactamente a las 8:00 AM, tecleando sin interrupciones hasta a las 6:00 PM, hora que ponía fin a su jornada laboral, para ir, sin detenerse, hasta llegar a un despintado edificio de la Calle 85, donde se ubicaba su viejo departamento. Esto se repetía sin miramientos, excepto los cinco de cada mes, cuando, por alguna razón, que no le interesaba suponer, el observado tomaba dirección rumbo a la "Fábrica Azul", un concurrido bar de la zona, y luego de pedir una copa del licor más barato, a saber por cuidar la economía personal, se sentaba por dos horas con la mirada perdida sin hablar con nadie. Luego, con un desapercibido suspiro, se alejaba para volver a su solitario hogar. Qué vida tan miserable. Sin embargo, no tenía tiempo para sentir lástima por otra persona, además eso no le incumbe, la relación entre los dos se reducía a la de presa y depredador. Nada más. Aunque, siendo sincero, por lapsos, en estos últimos meses, su memoria sentía que... No importa de todas formas, hoy era cinco, y ésta es su oportunidad.

Una vez más revisó su reloj, en un minuto el hombre pasaría por este rincón. Con una sonrisa le dio una última fumada a su cigarro, levantó la vista, y sí, efectivamente, allí venía la silueta. Sin ningún nerviosismo contó el tiempo: veinte segundos, y sacó la pistola de su abrigo; diez segundos y estaba listo para disparar; últimos cinco segundos, jalando del gatillo, posó sus ojos en la víctima, entonces supo, lo supo todo... Mas, era tarde, el olor a hierro lo estaba ahogando. 

Memorias sin nombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora