Los ciclos de Hera

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Los ciclos empiezan y terminan antes de que Hera pueda reaccionar.

Despierta en un apartamento y le toma unos minutos comprender que le pertenece. Lo último que recuerda son las amargas expresiones plantadas en los rostros de los dioses del Olimpo, por lo que tiene que inspeccionar el lugar para saber quién se supone que es ahora.

Encuentra pistas en las migajas del ciclo anterior. Un calendario abarcando toda una pared y lleno de recordatorios —la renta vence en un mes, necesita conseguir trabajo y tiene clases de pintura todos los lunes al medio día—; un lienzo a medio pintar con pinturas gouache depositadas cómodamente en una mesa de madera, junto a las cuales encuentra un boceto con instrucciones precisas para completarlo; un refrigerador lleno de verduras frescas y un recetario en la encimera de la cocina; y un clóset lleno de marcas de lujo, con los atuendos ya organizados para toda la semana.

Hay más cosas por descubrir, pero el reloj marca las nueve y sabe que cualquier experiencia adquirida en el último año se ha esfumado, por lo que se apresura a darse una ducha y preparar un desayuno simple.

En media hora llega a su clase y nadie parece reconocerla, por lo que supone que la Hera del pasado la inscribió en un lugar nuevo para ahorrarse la molestia de lidiar con recuerdos que ya no le pertenecen. En cuanto la clase comienza, se sorprende por la facilidad con la que sus manos toman el lápiz y trazan el objeto delante de ella con una gracia que jamás imaginó tener. Su brazo firme le ayuda con los trazos largos y su muñeca gira con delicadeza y seguridad al crear líneas curvas. Hace correcciones sin siquiera pensárselo, tan ensimismada en su trabajo que apenas nota que la clase ha terminado.

Un cosquilleo permanece ahí donde sus dedos sostuvieron el lápiz y una agradable sensación se abre paso en su pecho. Los dioses, tan poderosos como son, no pueden borrar los recuerdos que alberga su cuerpo, la manera en la que reacciona con familiaridad a los momentos.

Mientras abandona el edificio y se pregunta por las otras sensaciones que le hace falta descubrir, una voz la llama a sus espaldas:

—¡Un momento! Hera, ¿cierto? Soy Juno, de la clase de pintura. —Hera asiente y estrecha la mano de la chica. Tiene pómulos marcados y una melena rizada adornando su cabeza como una corona—. Hace poco inauguré mi tienda de joyería y estoy en busca de modelos o embajadoras de marca. Tu estilo se ajusta a lo que busco, así que me preguntaba si te interesaría trabajar conmigo. Todo remunerado, por supuesto.

Hera es —era— una diosa, por lo que la mera idea de que un mortal quiera esculpirla, pintarla o fotografiarla alimenta su ego.

Sin pensárselo dos veces, acepta.



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La rutina reconforta a Hera como nada en este mundo.

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