Adrián

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Adrián se despertó temprano esa mañana, tenía la boca seca y la garganta le dolía tanto que incluso pasar un poco de saliva resultaba doloroso, por no mencionar el infierno que significaba intentar articular alguna palabra.
Había tenido fiebre durante la madrugada, por lo que se encontraba terriblemente cansado, con todo el cuerpo doliendole y sintiendo que estaba a punto de descender al otro reino.

Así que tomo la sabía desición de escabullirse entre las cobijas de su cama, taparse hasta la cabeza e intentar parecer lo "suficientemente enfermo" como para evitar tener que ir al partido de ese día.

Era sábado, así que tenía la obligación de jugar un partido de fútbol junto al equipo familiar que se había formado hace un par de años atrás por razones un tanto...trágicas si se le permitía expresarse libremente.

Algo que en su hogar era...un poco castigado, probablemente.

Su abuela entró a la habitación y en cuanto lo miro a los ojos, notó que algo andaba mal; se le acercó y con cuidado, apoyo la palma de una de sus manos en la frente de Adrián, la expresión en su rostro lo dijo todo.
Si por ella fuera, no lo dejaría salir de la cama ese día.

—Pobrecito de mi niño—comentó, con voz cantarina y dulce—Hoy definitivamente no puedes ir a jugar estando así—le acomodo el cabello de la frente, como un cariño—Te traeré algo de comer y te sentirás mejor—ella bien sabía que estando enfermo lo peor que se podía hacer era evitar alimentarse, conocía bien a su nieto y probablemente sería lo primero que haría, diciendo que no tenía apetito, aún así, lo obligaría a comer si eso era necesario.

Adrián sonrió levemente, le gustaba que de vez en cuando se preocuparan por él y lo tratarán con delicadeza.

Quiso sentarse en la cama y tratar de levantarse sin embargo el dolor que sentía en todo el cuerpo era el peor que hubiera experimentado en mucho tiempo, terminó sediendo a el y volvió a recostarse en la cama. Realmente se sentía muy mal.

Su madre apareció unos minutos más tarde, lo miro y le quito las cobijas de encima.

—Ya levántate—le dijo con normalidad, como si fuera un día de escuela y él estuviera reacio a despegarse de la cama.
—Mamá, me siento muy mal—ahí estaba otra vez, el ardor en la garganta, su voz apenas era audible y se lamento de haber luchado por responderle.
—No es para tanto, verás que sudando se te quita, vamos deja de estar de flojo—insistió mientras palmeaba una de sus piernas, como animandolo a que se levantará de la cama—Es un partido importante, piensa en tu hermanito, ¿él hubiera deseado...?
—Deja de molestar a mi niño—esa era la voz de su abuela, ahora en tono recriminatorio, se le notaba que estaba molesta—¿No ves que se siente mal?, no puede ni hablar, hoy se va a quedar descansando—Adrián pudo notar que llevaba en las manos una bandeja de plástico, en ella, reposaba una taza humeante de lo que él suponía que era té, acompañándola, estaba un tamal de color verde.

Su desayuno.

—Pero es un partido importante—su madre intentó contrarrestar el argumento de su abuela.
—Y el siguiente también lo será y el que le sigue también, siempre es lo mismo, déjalo respirar por un día—ella siempre tenía la última palabra, así que su madre, resignada, se levantó y salió de la habitación.

Sabría que después vendría a reclamarle por no haber ido al partido, por "dejar a la familia botada", según ella. Aunque realmente no es que no quisiera ir, amaba jugar fútbol, pero en esta ocasión se sentía especialmente mal.
Sabía que los partidos de cada sábado eran también importantes para su abuela, porque era la única ocasión en la que su marido no se hundía en alcohol, sentía que era la única forma en la que podían convivir sin ese elixir de por medio, sin embrago, si Adrián le preguntaba probablemente ella le diría que su abuelo ya estaba viejo y por lo tanto, lo bastante grandecito para saber que hacía y que no.

Delirios Juveniles #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora