correr o morir

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Comenzó su nueva vida de pie, en medio de la fría oscuridad y del aire viciado y
polvoriento. Metal contra metal.
Un temblor sacudió el piso debajo de él. El movimiento repentino lo hizo caer y
se arrastró con las manos y los pies hacia atrás. A pesar del aire fresco, las gotas de
sudor le cubrían la frente. Su espalda golpeó contra una dura pared metálica; se
deslizó por ella hasta que llegó a la esquina del recinto. Se hundió en el rincón y
atrajo las piernas firmemente contra su cuerpo, esperando que sus ojos se adaptaran a
las tinieblas.
Con otra sacudida, el cubículo se movió bruscamente hacia arriba como si fuera
el viejo ascensor de una mina.
Ruidos discordantes de cadenas y poleas, como la maquinaria de una vieja fábrica
de acero, resonaron por todo el compartimento, rebotando en las paredes con un
chirrido apagado y férreo. El oscuro elevador se mecía de un lado a otro durante la
subida, provocándole náuseas; un olor de aceite quemado saturó su olfato, haciéndolo
sentir peor. Quería llorar, pero no tenía lágrimas; no le quedaba más que permanecer
sentado allí, solo, esperando.
Me llamo Thomas, pensó.
Eso era lo único que recordaba acerca de su vida.
No podía entender lo que estaba ocurriendo. Su cerebro trabajaba perfectamente,
tratando de evaluar dónde se hallaba y cuál era su situación. Toda la información que
tenía invadió su mente: hechos e ideas, recuerdos y detalles del mundo y su
funcionamiento. Se imaginó los árboles cubiertos de nieve, corriendo por un camino
tapizado de hojas, comiendo una hamburguesa, nadando en un lago, el reflejo pálido
de la luna sobre la pradera, el bullicio de una plaza de ciudad. Sin embargo, no sabía
de dónde venía, cómo había terminado adentro de ese sombrío montacargas ni
quiénes eran sus padres. Ni siquiera tenía idea de cuál era su apellido.
Imágenes de individuos pasaron fugazmente por su cabeza, pero no reconoció a
nadie, y sus caras fueron reemplazadas por siniestras manchas de color. No guardaba
en su memoria ningún rostro conocido ni recordaba una sola conversación.
El elevador continuó su ascenso, balanceándose; Thomas se volvió inmune al
incesante repiqueteo de las cadenas que lo llevaban hacia arriba. Pasó un largo rato.
Los minutos se convirtieron en horas, aunque era imposible saber con certeza el
tiempo transcurrido, pues cada segundo parecía una eternidad. No. Él era inteligente.
Sus instintos le decían que había estado moviéndose durante casi media hora.
Con sorpresa, sintió que el miedo desaparecía volando como un enjambre de
mosquitos atrapados por el viento, y era reemplazado por una profunda curiosidad.
Quería saber dónde se encontraba y qué estaba ocurriendo.
El cubículo se detuvo con un crujido; el cambio súbito lo arrojó al duro suelo.
Mientras se levantaba con dificultad, sintió que la oscilación disminuía hasta
desaparecer. Todo quedó en silencio.
Transcurrió un minuto. Dos. Miró hacia todos lados pero no vio más que
oscuridad. Tanteó las paredes otra vez en busca de una salida, pero no encontró nada,
sólo el frío metal. Lanzó un gruñido de frustración. El eco se extendió por el aire,
como un gemido de ultratumba. El sonido se apagó y volvió el silencio. Gritó, pidió
ayuda, golpeó las paredes con los puños.
Nada.
Retrocedió nuevamente hacia el rincón, cruzó los brazos y se estremeció. El
miedo había regresado. Sintió un temblor inquietante en el pecho, como si el corazón
quisiera escapar del cuerpo.
—¡Ayuda… por favor! —gritó. Las palabras le desgarraron la garganta.
Un fuerte ruido metálico resonó sobre su cabeza. Respiró sobresaltado mientras
miraba hacia arriba. Una línea de luz apareció a través del techo del ascensor y se fue
expandiendo. Tras un chirrido penetrante vio un par de puertas corredizas que se
abrían con fuerza. Después de estar tanto tiempo en las tinieblas, la luz lo encegueció.
Desvió la vista y se cubrió la cara con ambas manos.
Escuchó sonidos que venían de arriba: eran voces. El temor le estrujó el pecho.
—Miren al larcho ese.
—¿Cuántos años tiene?
—Parece un miertero asustado.
—Tú eres el míertero, shank.
—¡Güey, ahí abajo huele a zarigüeya!
—Espero que hayas disfrutado del viaje de ida, Nuevito.
—¡No hay pasaje de vuelta, hermano!
Sintió una ola de confusión mezclada con pánico. Las voces eran extrañas y
sonaban con eco. Algunas palabras eran incomprensibles, otras resultaban familiares.
Entrecerró los ojos y dirigió la mirada hacia la luz y hacia aquellos que hablaban. Al
principio, sólo vio sombras que se movían, pero pronto comenzaron a delinearse los
cuerpos: varias personas estaban inclinadas sobre el hueco del techo, observándolo y
apuntando hacia él.
Y luego, como si la lente de una cámara hubiera ajustado el foco, las caras se
volvieron nítidas. Eran todos muchachos: algunos más chicos, otros mayores. No
sabía qué había esperado encontrar, pero estaba sorprendido. Eran adolescentes.
Niños. Algo del miedo que sentía se desvaneció, pero no lo suficiente como para
calmar su acelerado corazón.
Alguien arrojó una cuerda con un gran nudo en el extremo. Thomas primero
dudó, pero después subió el pie derecho y se aferró a la soga mientras lo izaban hacia
el cielo. Varias manos se estiraron hacia él, aferrándolo de la ropa y atrayéndolo hacia
la superficie. El mundo parecía un remolino brumoso de rostros, colores y luces. Una
avalancha de emociones le desgarró las entrañas; quería gritar, llorar, vomitar. El coro
de voces se había apagado pero, mientras lo levantaban sobre el borde afilado de la
caja negra, alguien habló. Supo que nunca olvidaría esas palabras.
—Encantado de conocerte, larcho —dijo el chico—. Bienvenido al Área.

Correr O Morir, No Lean GraciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora