Capítulo 2.

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2 de Septiembre de 2021.

En cierto modo, me alegro de que "se quedaran sin batería", lo pongo entre comillas por que eso es lo que me dijeron mis padres, mis hermanos me contaron algo completamente distinto.

Me alegro, porque si hubieran venido a por mi, me hubiera perdido aquella tarde-noche con ellos. Fue una tarde tranquila, sin mucho traqueteo y, además, enfrenté algunos miedos.

Empezó cuando salí del cuarto de baño con Astrid.
Marco se acercó, preocupado, a preguntarme qué me pasaba, yo le dije que no me pasaba nada y nos salimos, los tres, a la puerta del consultorio.

Estuvimos hablando, por encima,  sobre nuestros amigos del instituto y al cabo de unos minutos escuchamos la puerta abrirse.

— Oye, chicos... — los tres nos giramos hacia Ro.

Mierda.

Le habíamos dejado solo, ni siquiera me había dado cuenta.

Me sentí la peor persona del mundo.

— ¿Puedo estar aquí con vosotros? — continuó.

Todos asentimos y yo, que ya había parado de llorar, volví al llanto.

Y es que una de las cosas que me hace hacer la enfermedad es sobrepensarlo todo.

Mi cabeza me estaba ahogando con pensamientos como "eres la peor por dejarle solo", "no mereces tener amigos", "no mereces que nadie te quiera".

Intenté no hacer caso a esos pensamientos he pasaban por mi mente e intentar hablar de cualquier tema.

— ¿Por qué estáis aquí? —dijo Marco.

No por favor, cualquier tema menos ese.

— ¿Aquí en la puerta? — preguntó Astrid.

— No, aquí en el psicólogo. ¿Que os pasa?

Definitivamente, no era mi día.

— A ver, Marco, no te conozco. No te voy a contar mi vida — dijo Ro.

— Ni yo tampoco — le apoyé y Astrid negó, dando a entender que ella tampoco diría nada.

— Vale pues entonces, ¿que hacéis en la puerta?, ¿no preferís que demos una vuelta?

— Por mi bien — apoyó la idea el rubio.

— Y por mi, ¿habéis terminado todos vuestra sesión? — dije y ellos asintieron. Nos levantamos y fuimos a explorar la zona.

Cerca del consultorio, había una cafetería y un río precioso, alrededor de este, había bancos y muchos árboles.
Como eran las 17:30, hacía buena temperatura y aún quedaban rayos de sol, había gente paseando y niños pequeños correteando por los puentes del río.

— ¿Queréis un helado? — preguntó Astrid.

— ¿Las heladerías están abiertas?

— Daliah, estamos en Febrero, obviamente no están abiertas, los compramos en un súper — me contestó Ro.

Y volvieron los pensamientos.

— Bueno, ¿entonces?, ¿queréis helado o no?, me muero de calor — los chicos asintieron y fuimos al supermercado más cercano.

Ya estábamos a las puertas del supermercado cuando mis piernas empezar a temblar y mis manos a sudar.

Entramos y fuimos directos a los congeladores, yo me moría de frío, estaba tiritando, aún con el chaquetón puesto.

— ¿Estás bien? — me preguntó Marco, poniendo una mano sobre mi brazo. Yo asentí.

Astrid eligió un Maxibon, Ro cogió un flash con sabor a coca-cola y Marco optó por pipas con sal. Yo no cogí nada.

Fuimos a los bancos del río a ver el atardecer.
Yo estaba sentada entre Astrid y Marco.

Nada más con oler el helado de Astrid ya me estaban dando escalofríos, ni me imagino comiéndolo.

— ¿Quieres? — me ofreció la bolsa de pipas.

Cerré los ojos, respiré profundo y acepté.
Cogí la bolsa y dejé que las pipas cayeran en la palma de mi mano.

"No pasa nada, todo va a estar bien. Solo son pipas. Tú puedes." me decía, mentalmente, a mi misma.

Estuvimos allí casi toda la tarde, hasta que bajó el sol y cuando, realmente, comenzó a hacer frío.

Vi de lejos a cuatro personas acercarse.

— Ya están aquí — dijo Marco con el tono de la película Poltergeist.

Yo no pude evitar soltar una risa, pero duró poco al ver que mi madre caminaba hacía mi, parecía que estaba poseída por algún demonio.

— Chicos, me apuesto un chupa-chups, a que la señora Elsa, le echa la culpa a nuestra señorita Daliah.

— ¿Cómo que nuestra señorita?, de nuestra, nada — bromeé un poco indignada.

— Ese no era el punto.

— ¡Daliah! — oí a mi madre a lo lejos, acercándose muy rápido.

En menos de un minuto, estaba mi madre cogiéndome del brazo llevándome al coche.
No me dejó despedirme de ellos, ni si quiera de darles las gracias por no dejarme sola esa tarde.

— ¿Cómo no nos llamas para preguntar dónde estamos?

"Yo es que siempre tengo razón." recordé las palabras de Marco.

¿Perdón?

— Pues eso, ¿no nos podrías haber llamado?

— Mamá, ¿has mirado tu registro de llamadas?, ¿el de papá?, ¿el de Eloy?, ¿el de Héctor?

— No, es que nos quedamos sin batería...

— ¿Los cuatro?, ¿a la vez?

— Si.

— Entonces, ¿cómo sabes que no os he llamado? — empezaron a caer tímidas lágrimas de mis ojos. Ella no contestó.

El viaje fue incómodo, muy incómodo.
El tiempo que había desde el consultorio hasta casa, me lo pasé llorando, pensando y durmiendo.

No paraba de pensar en si había hecho algo mal, en si, que se hubieran ido había sido culpa mía.

Una cosa de la que me sorprendí, fue que no pensé tanto en esas malditas pipas.

Cuando por fin llegamos a casa, fui a mi habitación y cerré con un portazo.

"No pasa nada, les darás las gracias la semana que viene."
Eso me repetía para sentirme un poco mejor.

Esa noche no cené, hacía mucho tiempo que no hacía eso. Me tapé con las sábanas y un edredón morado con un estampado de margaritas y lloré hasta que me quedé dormida.

El diario de DaliahDonde viven las historias. Descúbrelo ahora