Había perdido más de cien cosas que alguna vez estuvieron dentro de esa pequeña caja de cristal.
Flores ya marchitas que alguna vez recolecté en el campo.
Solo quedaban las toxinas que desprendían su aroma, perduraban en silencio dentro de la oscuridad; hacían alusión a la muerte bella.También existieron en su interior conchas y estrellas que alguna vez me había regalado el mar.
Aún quedaban sus partículas de polvo listas para volar; preparaban ansiosas su viaje rumbo a lo longevo, ahí pertenecían, a ese lugar que los hombres ignoraban. Eternidad.Trozos de roca de colores brillantes, cubiertas por una fina capa de tierra. Tierra madre, tierra muerta; que al lavarla, dejaba relucir su inmensidad.
Sonrisas y frases de vidas fugaces; miradas y abrazos que no se pueden pronunciar.
Todo lo que guardaba ahí se evaporaba, todo lo que atesoraba ya no está.
Quedó grabado como el aroma de las flores.Inundo ese espacio con agua de mar.
Busco en sus profundidades tesoros que me permitan regresar y llenarla con colores, con olores, con vida y muerte; con luz y oscuridad.En el interior de la caja de cristal se percibe un ambiente fúnebre, las ofrendas se evaporan, no permiten respirar. Vacía está la caja, el aroma a flores ya no perdura dentro de ella, las olas en cambio, juegan en un vaivén constante de arena y algas; hay algo bello en ello.
Se evapora la escencia, se va mueriendo despacio, mientras contempla al tiempo pasar lento, con él se está marchando el invierno, bello infierno.
La sal es más corrosiva cuando se seca, la idea de la brisa fluye sin que detenga su marcha. Y aquí todo el mundo cabe dentro de esta caja de cristal.
Paulette Apolzer.