El amor es una guerra

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Eren en el campo de batalla era un gran guerrero con ansia y valor. Nadie podía igualar su fuerza o su destreza, mucho menos su valentía. Era único en su especie, un dios de hecho, el dios de la guerra.

Estar bajo su comando o tener su bendición significaba casi siempre salir victoriosos. No era para nada inusual que fuera invocado en los conflictos y él, siendo la personificación destructiva de la guerra, no dudaba en unirse empuñando con coraje sus propias armas.

Él era cruel, era sanguinario y bélico. Representa todos los horrores de la guerra y lo dejaba en claro cada vez que se marchaba dejando toneladas de cadáveres putrefactos y extensos ríos de sangre detrás de él. Por la beligerancia vivía y por ella moriría. Claro está que no se esperaría menos de un dios con esa naturaleza tan destructiva.

Si no luchas, mueres. No puedes ganar si no peleas. Pelea, pelea.

Aunque, por su misma índole bélica, todo esto lo volvía fácilmente en un ser odioso y detestable en el Olimpo. Sus métodos eran brutales y pocos ortodoxos. Solía pelear para ambos bandos para compensar el coraje de todos, pero los dioses veían eso como si fuera un traidor por hacerlo.

Los dioses del Olimpo no concebían la idea de que alguien se saliera del molde que ellos intentaban mantener como correcto. Eren no era para nada un ejemplo para las criaturas terrenales y cada dios que se cruzaba en su camino, no dudaba en hacérselo saber.

El dios sin corazón, le decían. El fanático de la violencia, un asesino sangriento, un espantajo primitivo y brutal que jamás debería haber nacido. Un muto de los destinos, una burla al orden del universo, alguien que solo existía para destruirlo todo y en algún momento sería consumido por sus propias cenizas hasta perecer por siempre llevar su vida hasta el límite.

Sin embargo, esto no quitaba el hecho de que los dioses en el Olimpo vivían de predicar lo que claramente no practicaban. La vida allí era un caos masivo llena de juergas, tretas y falsas monogamias.

Eren había decidido hace mucho sacarse la venda sobre sus ojos para vivir como a él le plazca, después de todo, él era libre. Y solo por hacer lo que él quería y moverse por sus ideales, lo convertía fácilmente en el dios más solitario de todos, con pocos templos edificados para sí y un séquito de seguidores limitado.

Si tuviera que decir quienes eran sus verdaderos compañeros de guerra, diría que eran su lanza, su casco de cresta roja y su armadura de bronce siempre presente en su vestimenta.

Había decidido hace mucho que sí algún día moría, entonces sería en el duro y frío piso de un campo de batalla. No necesitaba a nadie más, estaba bien con su soledad.

A la mierda los dioses y su estilo de vida tan hipócrita.

Él, el señor de los ejércitos siempre propenso a la discusión, creía que estaba destinado a estar solo hasta el fin de los tiempos, así que vago cada lugar recóndito del mundo con su sola presencia.

No había criatura en este mundo que pudiera atarlo. O eso es lo que él pensaba...

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Destino... ¿Qué era el destino?

Difícil de explicar en realidad, pero algo que simplemente se podía resumir en algo así como una fuerza superior que sobrepasaba a los hombres e incluso a los mismos dioses. Y si el destino decretaba entonces no había manera de escapar, tenía que suceder. Era un escrito en piedra que no podía ser reescrito ni modificado de ninguna manera por ningún ser mortal o inmortal.

Mikasa se preguntaba si el destino había decretado que aquello que acontece a su alrededor ahora mismo era parte de su fortuna, porque realmente no encontraba otra explicación coherente a lo que estaba a punto de hacer.

Love is a warDonde viven las historias. Descúbrelo ahora