Mireya

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Siempre que intento recordar los hechos que acontecieron hace muchos años, termino con un terrible dolor de cabeza y me llega una nostalgia estremecedora que me abraza y me abruma al mismo tiempo, que me hace pensar que este es mi mecanismo de defensa para no recordar que cometí traición y que, si esta historia existe, es por causa mía y por lo inhumano que fui.

Era verano, estoy seguro, recuerdo el sol quemándonos las caras, recuerdo la brisa fresca despeinando nuestras cabezas mientras comíamos mandarinas bajo la sombra de un árbol. Éramos mis primos y yo de vacaciones en la casa de los abuelos, un rancho lejano, ubicado en un pueblo pequeño, retirado de la ciudad, rodeado de árboles gigantes que daban frutos deliciosos, donde pasábamos horas jugando sin cansarnos hasta que nuestra abuela nos llamaba y todos corríamos a ella porque tenía algunas galletas o dulces caseros hechos con sus amorosas manos.

Aquel pueblo, no contaba con energía eléctrica en su totalidad. Sólo una pequeña plazuela, donde se encontraba un enorme árbol de almendros y a su costado un quiosco de tejado amarillo, rodeado por algunas farolas que iluminaban por algunas horas de la noche y claro algunas familias adineradas eran las que gozaban de ese lujo. Por su parte, a mis abuelos Emilio y Amelia no les importaba todo aquello, ellos disfrutaban mucho de la compañía de sus hijos, tres varones quienes habían contraído matrimonio con diferentes muchachas en los alrededores del pueblo, cada uno de ellos había procreado de dos a tres hijos, pero entre todos, yo era el mayorcito con siete años.

Durante la temporada vacacional, los varones se encargaban de trabajar la tierra, hacer su milpa y sembrar en ella, elote, frijol, jitomates... que durante un tiempo mi abuelo tendría que regar para que llegado diciembre gozaran de una buena cosecha y entre todos comer de los frutos que la madre tierra nos daba.

Recuerdo muy bien que de pequeño, era demasiado inquieto e imprudente. Una noche, después de cenar y aprovechando que los adultos estaban distraídos, me escapé hacia a la plazuela, a mamá no le gustaba que anduviera por las noches, pues a pesar de que era un pueblo pequeño y todos los adultos nos cuidaban, su mayor temor era que cayera del árbol de almendros donde solía treparme o que algún niño mayor quisiera hacerme daño. Es misma noche recibí mi castigo por parte de mi padre, dijo que no debí asustarlos de esa manera y que siempre debía decir a donde iba, al amanecer tendría que acompañar a mi madre al mercadito, para hacer las compras del día y cargar con las bolsas del mandado.

Mi castigo parecía tarea fácil, pero era demasiado tempano, estaba somnoliento, caminaba por mero instinto, me sentía arrastrado por mi madre que me sujetaba muy fuerte la maño. Me dolían las piernas y traía moretones por todos lados y, de nueva cuenta, ante la distracción de mi madre, fui siguiéndole el paso a un gato sin dueño que merodeada por ahí, sin darme cuenta me fui alejando hasta dar con el animalito que se untaba efusivo en los pies descalzos de una mujer alta, delgada, de piel pálida como la leche, de labios carnosos y rojos, con ojos grandes y negros y una larga cabellera del mismo color que emanaba un dulce olor a flores del campo. Me sonrió dulcemente y me acarició la barbilla al tiempo que hacia un gesto curioso con la nariz y los ojos.

Estaba atónito ante aquella mujer, era verdaderamente hermosa, estaba ligeramente perdido en las nubes hasta que, con brusquedad mi madre retiró de mi cara la mano de aquella mujer y de un tirón me tomó por la oreja y me alejó de ella.

-Esa mujer se llama Mireya- dijo mi abuela con un gesto de desagrado en el rostro- nadie sabe de dónde vino, pero se ha establecido en las afueras del pueblo, justo en el camino donde inician las milpas, dice la gente que es buena y compasiva con los niños, ancianos y animales, pero otros dicen que es una mujer mala, que es una bruja

Aquel día, no quise saber más de nadie, ni tener más castigos.

Las vacaciones llegaron a su fin, era tiempo de volver a la ciudad, al colegio y cada uno a sus respectivos trabajos, cenamos todos juntos por última vez y después salimos a degustar una nieve de frutas en la plazuela. La luna estaba radiante y el viento fresco que corría esa noche nos golpeaba la cara. A lo lejos, pude ver a Mireya, que se peinaba los cabellos mientras sonreía coqueta entre un grupo de jóvenes. Sentí mucho miedo, me acurruqué a mi madre y no me separé de ella hasta volver a casa.

MireyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora