Capricho

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Año 1923, siglo XX
Plaza Roja. Moscú, Rusia.

Escuchó un golpe seco en uno de los vitrales y se aferró con fuerza al báculo.

—Señor ¿Seguro que todo está bien? —el joven feligres preguntó con preocupación cuando se percató que el sacerdote se movía de un lado a otro, con impaciencia.

Se notaba nervioso, y con cada extremidad tiritando, desconociendo si era por las inclemencias del clima, o por el apabullante temor de lo desconocido.

Miró por unos segundo hacia donde su señor miraba, notando solo las sobras oscuras de la noche, y el brillo lunar que se colaba suave por las rendijas.

—Ahí no hay nada.

—Se que oí algo, niño. Acompáñame a ver si todo está en orden.

Pronto, un extraño chirrido inundó la estancia, poniéndoles los pelos de punta, y logrando que se colocaran en posición de defensa contra lo que sea que estuviera acechando.

Poco a poco, el sonido se tornó más pesado, intenso, al punto de ser insoportable. El sonido se tornó más violento. Hosco, el candelabro que colgaba sobre sus cabezas se sacudió con enjundia , la iconostasis tembló bruscamente, y los ventanales se azotaron con fuerza.

Hasta que de pronto, una voz de ultratumba los hizo mirar hacia atrás, completamente horrorizados.

—Buenas noches, ¿Aquí pueden llevar acabo una ceremonia nupcial?

Se miraron entre sí, y luego observaron hacia donde se emitió la voz. Era una silueta alta y fornida, con un deslumbrante traje negro, y unas extrañas –y peligrosas–, garras asomándose en sus manos.

Lo que los hizo gritar completamente horrorizados, fue el enorme craneo de macho cabrío que reposaba sobre su cabeza, cubriendo su rostro por completo.

Por si fuera poco, en lugar de pies, se notaban una largas y peludas patas de cabra.

El monaguillo huyó casi como si le hubieran arrojado fuego a los pies, arrancando en una veloz carrera que dejó atrás al anciano.

—Es un... Es un...¡Es el demonio! —Cuando el hombre intentó huir por donde lo había abandonado el muchacho, por accidente, chocó abruptamente contra una de las columnas de bronce, provocando que cayera contra el suelo, y se golpeara dolorosamente el craneo. Perdiendo la conciencia rápidamente, ya muerto por el golpe.

Sukuna lanzó un suave suspiro en señal de rendición, hastiado por qué las cosas no salían como él las quería.

—Pero que descortés—. Buscó entre el santuario, y lo único que encontró fue un vino añejo, y de procedencia dudosa.

—Mmm, no es de la mejor calidad, pero ésto es mejor que nada.

Descorchó la botella, y dio una inhalada profunda, notando la fuerte esencia de la bebida.

Por unos momentos dejó la botella en su sitio, y se acercó sigilosamente hacia donde el hombre se encontraba inconsciente. Arrancó la sotana del cuerpo del anciano, y la observó por unos instantes, pensando en que podría serle de utilidad.

—Una aburrida vida en el eterno celibato — exclamó con aburrimiento. Notando su huesudo y pálido cuerpo desnudo.

—Ahora luzco como un auténtico monje ortodoxo —exclamó afianzando a su cabeza el koukoulion, y alisándo la hermosa sotana.

La túnica era de un color blanco, y estaba ricamente adornada en orlas doradas y flores preciosas. Los ropajes de los obispos no eran precisamente  conocidas por guardar austeridad.

𝑮𝒐𝒆𝒕𝒊𝒂Donde viven las historias. Descúbrelo ahora