Noviembre 29

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Por primera vez en siete horas, podía sentir mis piernas temblar en agradecimiento al pequeños descanso, o tal vez era en evidencia a la terrible explotación sufrida ese día. La cocina era un caos tanto como el mismo chef encargado, bastante desaliñado con su barba descuidada y cabello despeinado tapado con una gorra completamente torcida, de ojos cansados y aburridos de su propia vida, tan desgastado como sus zapatos a punto de dejarlo en la misma calle, descalzo. No parecía chef, parecía marihuanero.

Pero no era como si yo estuviera mejor. Mis pantalones a la cadera que había remendado un par de veces en la parte interna de los muslos, estaban tan pálidos por el desgaste, tenían al menos tres años y eran los más "nuevos" entre todos mis pantalones. La franela negra no estaba tan mal, la verdad es que era hasta bonita, pero con mi pinta de aquella noche no lucía para nada decente. Ni hablar de mis zapatos deportivos grises con rosado, que había comprado hacía meses gracias al regalo de mi 51 cumpleaños que recibí por parte de mi hija mayor, quien esa misma madrugada se quejó conmigo por el arduo trabajo de un inmigrante. Los zapatos no estaban mal, pero el uso  diario que estos recibían durante horas, no favorecían en absoluto a su mantenimiento. Los usaba para ir al trabajo, de visita donde mi familia, a la misa, a un funeral, todo porque no tenía otros que ponerme. Y si seguía así, pronto andaría descalza, enterrando piedras, vidrios y demás porquerías en mis pies al salir.

Por eso estoy aquí, en este mundano restaurante surgido en plena desgracia navideña.

Se escuchaba a todo volumen el concierto de gaitas apenas comenzando, asquerosa distracción política como si todos nuestros familiares estuvieran para pasar una bonita y cálida navidad con nosotros, como si no hubiesen huido del país por una mejor vida o como si no contaran los cuantos fallecidos a falta de medicina o comida. Vaya porquería.

Las duras palabras de mi hijo menor resonando en mi cabeza, a causa de su presencia, no me ayudaban mucho. Tenía tanta razón en cada palabra que salía de su boca, como ácido en su corazón. Y sabía que él no estaba contento de estar ahí, rodeado de personas mediocres, tan parecidas a mí.

Lo sentía mirarme fijamente mientras me dedicaba a lavar los platos, perdido en su revoltosa y endemoniada mente. Resulta que yo había acabado ahí por su propia culpa. Una amiga lo había llamado para trabajar ese sábado en el restaurante, como cualquier cosa que necesitaran. Nunca les dijo que sí, pero tampoco les dijo que ese día no podía porque debía presentarse en un ensayo de proyecto a ver si podía abandonarme en el país y volar un poco como su hermana. Entonces contaron con él para el trabajo y cuando lo llamaron el mismo día a las 11hrs, resulta que estaba durmiendo después de quedarse hasta las 8 de esa misma mañana, terminando el proyecto. Sí, había tenido 2 semanas para prepararlo, pero tuvo que esperar hasta la noche anterior para comenzarlo. Y para colmo, la computadora le jugó una mala pasada y borró el avance que había logrado, obligándolo a estar unas horas más en el computador luego de que la electricidad volvió esa noche a las 23hrs.

Se suponía que era su madre, pero poco escuchaba lo que tenía para decirle. Era tan terco y malhumorado que a veces no me provocaba hablarle. No era mal hijo, de hecho se preocupaba por mí y me ayudaba en todo lo que podía. Pero eso no le quitaba que era un maldito dolor de cabeza.

En comparación, mis dos hijos eran dolor de cabeza. La mayor, a pesar de que era más rebelde y poco estaba en casa para ayudar en los quehaceres, sabía como ser cariñosa, comprensiva y espontánea. A veces simplemente deseaba fusionar sus lados buenos para lograr un solo hijo excelente. Aún así, los quería con mi alma y poco lo expresaba.

No sabía en lo que me metía, pero seguro era que al siguiente día seguiría, para después llegar el lunes e ir al trabajo, solamente a firmar regresar de nuevo a casa, en lo que se me pasaba medio día esperando ruta y caminando unos buenos kilómetros hasta llegar a mis condenados destinos. No había ni un solo día en que no pensaba o mencionara mi carro, que tenía más de medio año en el taller y no lograba reparar a falta de dinero. ¡Me hacia tanta falta! El sol inminente cada vez arruinaba más mi vista, mi piel y hasta mi alma. Tenía tantas cosas por hacer, problemas por resolver y compromisos que debía cumplir, y no lograba hacer ni medio.

Irónico.

El mismo trabajo prestigioso como ingeniero que me había dado para comprar un carro e incluso cambiarlo si hubiese querido, no podía ni siquiera pagarme la cuarta parte de un caucho. Y presentía que aquel trabajo como mesera, ayudante de chef y lavaplatos, no me ayudaría tampoco. Al menos "trabajaba", pero nunca imaginé llegar a esto, nunca llegué a pensar que trabajaría en una cocina, mucho menos después de graduarme de la universidad, tener un buen trabajo y formar una familia.

Mi vida se estaba desmoronando y simplemente no hacía nada para detenerlo. Le mentí a mi hijo al decirle años atrás que cuando él se graduara del colegio nos iríamos fuera del país en busca de una mejor vida, y aquí estaba. Me mentí durante muchos años en un matrimonio, al que me digne ponerle fin tan solo un par de meses atrás. Amaba a mi esposo, el problema es que él no me amaba a mí y que por encima de todo, incluido nuestras hijas, él vivía por el alcohol. Nunca llegó a pegarme, ni a tocar a alguno de nuestros hijos, pero tampoco estuvo interesado en nuestras vidas o ser parte de ellas.

He sido tan ciega, ¡hace años mis propios hijos insistieron en que me divorciara de su padre! Me gritaron que necesitaba entender que merecía algo mejor, alguien que me amara o por lo menos nos sacara adelante. Yo no era tonta. No era la primera vez que me daba cuenta de aquello, o que todos esos pensamientos pasaban por mi mente. Pero yo sí quería luchar por nuestra familia, si no lo hubiera hecho, mi hijo menor no existiría. ¿Tanto habían pasado los años así que él ya estaba esperando ir a la universidad?

El tiempo es cruel.

Mi hijo me ayudó a recoger los platos de la mesa donde anteriormente habían comido unas personas que trabajaban para la alcaldía limpiando las calles. Eran personas sin educacion académica, ni expectativas, sin metas o con sueños rotos. Al menos serviciales y con un poco de modales, porque la última en terminar no esperó a que mi hijo recogiera su taza, sino que la trajo hasta donde él estaba y le dio las gracias, como si fuese él quien estuvo metido allí todo el día cocinando, sirviendo y lavando platos.

Sentí como una gota de sudor resbaló por mi frente y el ligero dolor que se apoderaba de mi brazo izquierdo. La cocina era pequeña y con nada de ventilación, ni si quiera del exterior. Mi hijo se dignó a pasarme el plato vacío con su característica seriedad. No había hablado mucho desde que llegó, apenas solo comentó los detalles que le criticaron de su presentación.

Me dio una última mirada distante y la falta del brillo en sus ojos me hizo doler el alma. Caminó hasta aplastarse en una silla frente a la cocina y revisar su celular. Entonces sabía lo que haría, por como toqueteaba el aparato con sus dedos pulgares, escribiría toda esa noche sobre nuestras desgraciadas vidas y, tal vez, olvidaría que él hacía días poco comía.

Noviembre 29Donde viven las historias. Descúbrelo ahora