Instrucciones para quererla. Parte uno.

8 0 0
                                    


Instrucciones para quererla.

Junio, 2014

Conviértela en lienzo, pinta su piel

vierte pintura, captúrala bien

ella es cruel,

transpira veneno similar a la miel.

Cuida su vida

el boceto en papel

date por muerto,

sírvele versos

regálale todo tu tiempo.

Reclama en sus labios el sabor dulce

Y amargo a la vez

muere lento,

regala tu vejez

ella es vida y muerte

ella solo es,

a su lado no existes como debe de ser

no te sorprendas que sufrir para ella se sienta tan bien.

Era verano otra vez en París. Solía ser mi temporada favorita del año antes de empezar a escribirle a mano. Me consuela pensar que no soy el único condenado a su ausencia, me consuela la certeza de que otro hombre allí afuera entiende lo que significa ser atrapado y definido por los gestos de una mujer.

Nunca fui poeta. De hecho, los versos, las rimas y el lenguaje abstracto me enfurecían; a los hombres nos molesta no entender las cosas. Sospecho que por eso intentaba mirar hacia otro lado cuando se me presentaba un mundo tan desconocido para mí, siempre turbando mi paz con sus abstracciones y metáforas absurdas.

Mi madre siempre se refería a mí con adjetivos simples y prácticos: "eres un chico listo", "te has puesto amarillo". Sus palabras no tenían mayor potencia emocional. Tal vez por eso no me quedó otra, que ser ¡Antonie!, el chico disciplinado he inteligente criado por Marie. Eso no impidió tener el deseo ardiente de ser digno de agregar adjetivos a mi descripción, así que decidí dármelos a mí mismo. Lamentablemente eso funcionó solo superficialmente. Con cada logro alcanzado en mi vida me sentía más desesperanzado al darme cuenta que no podía comprar ni ganar valía con estatus ni dinero, yo ya era un desdichado hasta el hueso, estaba sediento de amor. La forma en que lidie la vida con la incertidumbre sobre mi valía fue sencillamente un cliché. Se agregaron adjetivos a mi lista: déspota, frio, ingenioso, arrogante, sagaz, amargado, infeliz. Nada que me sirviera ni siquiera para disfrutar mi dinero, hasta que un día la vi.

Lo primero que entró por las pupilas fue el color coral de los impecables tacones de charol que envolvían su pie. Tenía las uñas perfectamente pintadas con barniz rojo, lo vi todo por debajo del periódico que leía con desgana en la terraza del Les Deux Margots, bajé el diario y pedí una copa para disimular, decidí darle el recorrido visual desde abajo hacia arriba, el sol le cubría las canillas dejando relucir su piel canela. Lucía un vestido de seda menta y un sombrero rosa; se lamia el anular para pasar las páginas de los veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda, lo hacía sin soltar el cigarrillo encendido que sostenían entre sus dedos índice y medio. Mi mirada no podía soltarla, quería saber todo sobre ella. Busqué pistas encima de su mesa, intenté identificar la marca de su cartera, y anoté en mi teléfono la marca de tabaco que fumaba; tuve que haber sido muy obvio porque para mi sorpresa se me acercó un mesero con una rebanada de tarta de frutas.

-Disculpe, yo no pedí eso, dije casi con asco, pensando en como detestaba la tarta de frutas, y molesto, porque el camarero cubría con su cuerpo la vista de la mujer.

-Se lo envía Francesca, la chica de traje verde y se volvió señalando con la boca la mesa vacía de la esquina que yo no había dejado de observar.

Cuando intente inclinarme hacia atrás para volver a verla, Francesca se había ido, pero me había dejado una tarta y una servilleta caligrafiada con diez dígitos.

Ese día cinco de julio de dos mil catorce, me convertí en poeta, mientras comía con gusto una tarta de frutas. 

FRANCESCADonde viven las historias. Descúbrelo ahora