Las caras de La Luna

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He posado mis ojos sobre la muralla de la dulce Babilonia, que es una calle para carruajes, la estatua de Zeus de los alfeos, los jardines colgantes, el Coloso del Sol, y la enorme obra de las altas Pirámides, y la vasta tumba de Mausolo; pero cuando vi la casa de Artemisa, que trepaba hasta las nubes, esos otros mármoles perdieron su brillo, y dije: "He aquí, aparte del Olimpo, el sol nunca observó algo tan grande".

Antípatro de Sidón

La noche había comenzado a caer en la histórica ciudad turca de Selcuk, un fuerte viento hacía danzar las ramas de los árboles pero también empujaba con fuerza una caravana de nubes que opacaban a una tímida luna llena que iluminaba con intermitencia los restos de la que fue una de las siete maravillas del mundo antiguo: El Artemision.

Para Éfeso, Artemis era una diosa indomable, que no solo daba la vida, sino que también podía quitarla. Salvaje, independiente y de una fuerza y belleza superiores, la representación de Artemisa como diosa de la fertilidad, la caza y la guerra se rendía culto allí, inclusive tiempo antes de que el rey Creso de Lidia mandara erigir en su honor aquel templo que fue producto de poemas y escritos por aquellos que lo visitaron, hasta que el ego de un don nadie lo prendiera fuego destruyéndolo para siempre.

En aquellas ruinas perennes, un portal se había abierto, permitiendo que una cazadora lo cruzara para aparecer en dicho sitio sagrado.

Mil trescientos metros separaban el extinto Artemision de "La cueva de los siete durmientes"; sitio popularizado por una leyenda, en la cual siete jóvenes perseguidos por paganismo, fueron encerrados mientras dormían despertando trescientos años después. Allí dentro, una joven gestante que vivía oculta preparándose para la llegada de sus retoños, presintió la llegada de aquella cazadora...

Su estado no le permitía correr grandes distancias velozmente por ende el tiempo para huir era clave. Tomó un matraz al que amarró un pequeño tiento y se lo colgó en su cuello. Guardó algunas cosas del sitio que parecía haber funcionado de refugio, y se dio a la fuga. Sin embargo, apenas había recorrido algunos metros cuando escuchó un ritmo familiar, el de los trancos de la cazadora. Mil metros más adelante, sería alcanzada a los pies del Templo de Adriano.

La luna, ahora despejada del velo nuboso, iluminaba petulante el busto de Tique, que brillaba como perla en el centro del arco característico de aquel sitio.

—¡Qué ironía! ¿No crees, Ifigenia?— preguntó la cazadora— La imagen de la diosa del destino se descubre entre nosotras... justo cuando el cansancio comienza a hacer efecto en tí.

Ifigenia, de contextura menuda pero claramente marcada por un entrenamiento marcial, mostraba en su cuerpo algunas cicatrices de su pasado guerrero. Sin embargo, su ojo derecho parecía haber sufrido una quemadura que no había cicatrizado muy bien.

La cazadora, con un tono inquisidor, arremetió nuevamente.

—Siempre tuve una duda respecto a si las pitonisas se permiten a sí mismas observar su propia muerte. Sospecho que jamás te has atrevido a ver la tuya, de ser así no estarías intentando escapar. Sabes bien que a mi jamás se me ha escapado una presa.

—¿Por qué has venido? ¿Te ha enviado Calisto?

—Bajé para visitar la tumba de una dulce mujer a la que le confié mi amistad. Y descubrí que jamás había muerto.

—Lo siento Lascomoune, no podía revelarte nada...

—¿¡Lo siento!? ¡Cómo te atreves a pedir perdón! Te creía una hermana, Ifigenia. Lloré tu pérdida, cargué con tu cuerpo inanimado al sitio al que me hiciste prometer que te llevaría, en caso que algo te sucediera ¿Entiendes eso? ¿Acaso todo, hasta tu amistad resultó ser un trompe-l'œil para escapar? Ya no tengo un corazón que me permita perdonar.

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