Lo que estoy relatando sucedió hace muchos años, pero fue el inicio de la transformación de mi vida. Mi padre era un hombre instruido. Había estudiado medicina haciendo su residencia y especialidad ya casado. Si algo yo le reconocía era su carácter duro y tenaz. En la época a la que me refiero tenía una trayectoria profesional brillante, lo que nos permitía vivir desahogadamente, pero su trabajo de "procer salvavidas" lo absorbía tanto que convivía poco con su familia y los problemas que con esa actitud eludía comenzaron a mermar su equilibrio emocional. Adquirió patrones de neurosis depresiva: exageraba nuestras faltas y al principio nos reprendía en forma humillante para después deshacerse en lamentos y añoranzas respecto a cómo debíamos ser y no éramos. Algo digno de despertar ternura. A esto debía sumarse la conducta hipocondríaca de mamá: para ella todo era motivo de angustia, y pasaba horas enteras lamentándose y llorando. Era fácil adivinar que no mantenían una buena relación conyugal. A ninguno de nosotros nos agradaba estar en esa casa carente de calor, así que cuando teníamos oportunidad, los tres hijos volábamos como palomas asustadas. Mi hermana Laura, de quince años, se pasaba las tardes en compañía de sus amigas (al menos eso decía). Saúl, de veintiuno, se iba con su novia. Y yo, de dieciocho, el hijo intermedio (mamá me llamaba el jamón del sandwich), salía con mi pandilla a hacer locuras por las calles y a asustar a las muchachas que andaban solas. A mis amigos y a mí nos gustaba manejar los coches de nuestros padres a gran velocidad. Con frecuencia la policía nos perseguía, pero la buena suerte, la audacia o el dinero siempre nos salvaban de ser aprehendidos. Todo lo prohibido nos causaba gran excitación. Sin embargo, debo aclarar que cuando mis amigotes robaban a los transeúntes, por travesura más que por necesidad, yo no participaba. Eso sí, observaba todo desde las esquinas cercanas pero sin mover un dedo. El portafolios del señor Yolza fue el primer objeto hurtado en mi historial. Tal vez algún día lo devolvería... ya que sólo lo hice porque quería darle una lección al engreído ese que se atrevió a llamarme "alumno de última categoría". Aquella noche leí respecto al aborto de su esposa. ¡Qué emociones tan curiosas despertó en mí ese relato! Principalmente porque conocía los antecedentes de la escuela y al relacionarlos con la carta resultaba una ecuación incoherente, ilógica. ¿El dueño había decidido dejar de dar discursos de capacitación a empresas para organizar una preparatoria con el fin de ayudar a jóvenes entre los que podría estar el responsable de la muerte de su tercer hijo? ¡Qué cosa tan absurda y afeminada! Fui a mi dormitorio y me encerré con llave. La habitación, completa, era para mí solo. Saúl estaba "de vacaciones", así que iba a poder extender sobre el piso mis revistas "prohibidas" sin que nadie me molestara. Empujé la cama de mi hermano hasta pegarla con la mía. Esa noche dormiría cómodamente en una matrimonial. Pobre Saúl: siempre tan loco e impulsivo. Seguramente mientras él pasaba incomodidades sólo Dios sabía en donde, yo disfrutaba de sus territorios como un señor. Comencé a hojear las fotografías de mis revistas... pero me detuve insatisfecho: no me apetecía mirar eso. Guardé mis "tesoritos" clandestinos y traté de dormir, pero no pude porque
_fui presa de un insomnio enloquecedor. A las tres de la mañana encendí la luz, me incorporé como sonámbulo y me dirigí al ropero en busca de los papeles sustraídos. Los contemplé unos minutos y, como movido por un magnetismo extraño, comencé a examinarlos embelesado. En ese archivo había muchas cartas íntimas. En busca de alguna que me permitiera hilar la historia recientemente conocida, leí los primeros párrafos de varias. Y esto fue lo que encontré: Amor: Hace algunos meses abrimos una escuela preparatoria con intenciones altruistas. Ha sido mucho más complicado y difícil de lo que imaginamos al principio. Ocupados en un mundo de trabajo administrativo, hemos descuidado la razón principal de lo que emprendimos. No debemos seguir permitiéndolo. En las dos semanas anteriores me he enterado de situaciones asombrosas que quizá tú desconozcas: tres jóvenes del tumo matutino abandonaron su casa, una muchachita de secundaria abierta quedó embarazada y un ex-estudiante se accidentó en su automóvil por conducir ebrio. El medio en que se desenvuelven los jóvenes es cada vez más peligroso. Las borracheras, el amor libre, la deserción escolar, la rebeldía contra los padres son tópicos usuales entre ellos. Últimamente he puesto atención en esa gran decadencia transmitida de una generación a otra. El mal se ha infiltrado incluso en hogares de padres aparentemente instruidos y responsables que en forma inexplicable han venido a verme desconsolados porque no saben dónde es que fallaron. Entonces mi desesperación se convierte en pánico. En la educación de los hijos se cometen muchos errores involuntarios, errores que tarde o temprano se revierten como una avalancha de nieve que nunca se sabe cómo ni cuándo se originó... Sin embargo, debo decirte que esta reciente percepción del mal no es lo único ni lo principal que gira en mi agitación mental. Este último fin de semana encontré algo. Algo tan extraño e inverosímil que no he querido mostrártelo hasta saber qué es (o hasta saber si es lo que imagino). Estuve escombrando tres viejas cajas con reliquias de mis padres. Son las que rescaté de la casa de mamá cuando falleció, ¿recuerdas?, y hasta el domingo pasado no había tenido ánimo para revisarlas. Es increíble la cantidad de cosas que guardan los andados: fotografías borrosas, documentos escolares arcaicos y roídos, recortes de periódico amarillentos y quebradizos, cartas ilegibles y un sinfín de objetos viejos como botones, tarjetas, libros y prendas de ropa que, aunque debieron jugar algún papel importante en sus recuerdos, para mí no eran más que basura. Pues bien, entre todas esas curiosidades hallé una carpeta con manuscritos ancestrales escritos en castellano antiguo con un valor verdaderamente incalculable. No me explico cómo pudieron llegar ahí, pues aunque mi padre era historiador, nunca mencionó haber conseguido testimonios originales. He debido desempolvar mis diccionarios y apuntes de raíces románicas para atar cabos respecto a esos escritos. Ha sido emocionante, mi amor, porque ya he logrado interpretar algunos párrafos y, ¿sabes?, versan sobre el mismo tema que me inquieta en el trabajo: ¡la superación de los jóvenes! Su anónimo autor debió ser un experto en textos bíblicos, y digo esto porque he hallado muchas frases apoyadas claramente en las Escrituras. Sin embargo, lo interesante del caso no es la doctrina plasmada en esas hojas sino la sensación que me producen de estar transitando el camino adecuado. ¡Quien las escribió murió hace varios cientos de años teniendo las mismas inquietudes que yo! Te quiero mucho, mi cielo, y estoy un poco asustado. Siento que Dios, a través de ti, me ha encauzado en este trabajo y ahora ha comenzado a darme elementos para que haga en él algo más de lo que he hecho.