Capítulo 4

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Sentado en la cama, todavía vestido tal y como había acudido a la cita con Claire, Leon cubría su rostro con ambas manos, desesperado. Aún no podía creer aquello que había escuchado de labios de la pelirroja, de sus propios labios. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ser que aquellas palabras que él pronunció durante su última misión, cuando creyó estar viviendo sus últimos segundos de vida, fuesen las que aparecían en el epitafio que ella veía noche tras noche en aquella lápida?

"A la mujer de mi vida: la muerte es sólo el principio. Y el amor es eterno" .

Las recordaba a la perfección. Se las había dicho con tristeza a uno de sus compañeros cuando él bromeó sobre qué sería lo que cada uno de todos ellos, del equipo al que él mismo había sido asignado, pondría en su lápida a modo de epitafio si las cosas acababan ocurriendo tal y como se temía.

De los cinco agentes que habían sido asignados a aquella misión, tan sólo habían sobrevivido dos: uno de sus compañeros y él mismo. Quien hizo semejante pregunta, fue enterrado unos días después. Y en su lápida se realizó la inscripción que él mismo había deseado; el propio Leon se encargó de hacerla saber a sus padres como última voluntad del fallecido.

Y ahora, Claire le venía con esas...

No sabía porqué ella tenía ese sueño. Tampoco le había especificado desde cuándo, exactamente, lo estaba sufriendo. Lo que sí sabía, a la perfección, era el nombre de la mujer a quien estaban destinadas aquellas palabras.

Furioso consigo mismo, cogió su móvil y buscó el número de teléfono que un día antes había grabado identificándolo como el teléfono personal de Claire Redfield. No iba a llamarla. No tenía qué decirle, excepto lo que estaba a punto de escribir.

«Esa mujer eres tú», escribió, sin más. Y envió el mensaje antes de que el sentimiento de culpa y de arrepentimiento que tanto esperaba arrasara con él. Después, borró aquel número de teléfono de su agenda y lo bloqueó para siempre.

Airado, cogió la botella de whisky que había sobre su mesita de noche. No podía beber, muy bien que lo sabía. El día siguiente iba a ser duro en el trabajo. Estuvo tentado de lanzarla contra la pared perdiendo los nervios, pero no lo hizo. En su lugar, se desnudó y se metió en la ducha. Permaneció bajo el agua caliente hasta que esta, irremediablemente, comenzó a salir fría. Luego se marchó a la cama y se durmió.

El último pensamiento que pudo recordar antes de dormirse fue la amarga pregunta de por qué la mujer a la que amaba se dedicaba a hacerlo sufrir, día tras día, encuentro tras encuentro, en vez de a quererlo. Quizá no era más que lo que él mismo se había ganado, lo que merecía.

El día siguiente fue duro, muy duro. Y jamás agradecería suficiente ese hecho, pues le había permitiendo arrancarla de su mente; aunque no de su corazón. Había temido encontrarla inmiscuyéndose en asuntos gubernamentales, pues TerraSave lo hacía siempre que podía. Y aquella ocasión había sido propicia para hacerlo y para mucho más. En ocasiones, odiaba su trabajo; sobre todo, cuando senadores claramente corruptos acababan involucrando a agentes del Servicio Secreto para que limpiasen sus destrozos. Y después, a callar como buen agente.

Aquel era uno de esos días en que su propia vida no le parecía más que una mierda de vida; la verdad. Lo malo para él era que, demasiado a menudo, ese pensamiento se adueñaba de su mente y de su alma.

Echándose a la espalda aquellos pensamientos lúgubres, cogió su moto y regresó a su piso. Aquella noche no quería compañía femenina. Y dudaba de volver a quererla alguna vez. No, después del infinito dolor que había sentido por las palabras de Claire. «Más vale estar solo que mal acompañado».

Aún le esperaba la botella de whisky, y no era mala compañera, pensó con sarcasmo. No podía apagar su móvil, jamás podía hacerlo, pero lo dejó tirado sobre la mesa, fingiendo haber olvidado su existencia. Se cambió el traje de trabajo por unos vaqueros desgastados y una camiseta de manga corta, se dejó caer en la cama sentado, cogió el mando del televisor y dejó que este lo ayudase con su cháchara insustancial a sumirse en un sopor compasivo. El whisky haría el resto.

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