Ese día podría haber sido uno cualquiera. Podría haber sucedido antes o después o simplemente podía no haber sucedido. Mentiría si dijese que habría sido mejor si no la hubiera conocido. Ella no era una de esas chicas que de las que uno podía enamorarse y olvidarse fácilmente. Creo que ella podría gritarme, insultarme y traicionarme mil veces, y yo seguiría amándola. Sus huellas imborrables, en cada recoveco de mi piel arderían hasta el final de mis días, como recordatorio de sus besos, sus caricias, sus abrazos. Ella había sido creada para asombrar al mundo, y que éste nunca la olvidara.
Como un puñal que se te clava, abre una herida y ésta nunca termina de cicatrizar. Pero, ¿sabéis qué? No quiero que cicatrice. Ojalá nunca lo haga. Siempre estará ahí. Los recuerdos de ella perdurarán. Nadie podrá sustituir sus besos. Nadie podrá igualarla. Porque ella era única.
Siempre he sido egoísta. He pensado en mí, en mis problemas y todo lo que era mi mundo. Tenía un carácter cerrado y mis compañeros de clase solían eludirme. Algunas chicas se me acercaban, buscando, y yo les daba, con desinterés, sin prestarles realmente ninguna atención. Mi imagen hipnotizaba a los demás y los atraía, a la vez que mi mal carácter los hacía huir de mí.
Mi día a día era monótono. Podría pasar con rapidez las hojas de un libro en blanco y fácilmente se podía comparar con lo que había sido mi vida los últimos años. Dicen que el inicio de una vida problemática es a causa de un detonante. Una causa, una consecuencia.
Recuerdo con claridad y todo lujo de detalles mis primeros actos de rebeldía. Gritos en el pasillo. Cerrar la puerta hasta hacer crujir las bisagras. Correr como si fuera la vida en ello. Golpear a un hombre, dos, quizás más. Esperar al dolor mientras un grupo de delincuentes armados con cuchillos y botellas rotas me rodeaba. Pelear.
Mi primer cigarro. Toser hasta creer morir. Dar otra calada. Y un paso más cerca de ella con cada una.
Música atronadora machando mis oídos. Tratar de olvidar que respiro, que mi corazón late, que mis ojos ven, que mis oídos oyen.
Romper los marcos de fotos. Cogerlo todo y meterlo en una habitación. Cerrar la puerta y tirar la llave. Sus vestidos, sus zapatos, su viejo ordenador, su libro, sus gafas, sus cien mil pasadores, de miles de colores y con miles de estampados. Su perfume.
Las miradas de mis compañeros, disculpándose, dándome el pésame, como si ellos lo pudieran sentir mi dolro, como si ellos pudieran sufrir.
Mis puños golpeando las paredes de ladrillos. Los nudillos sangrando, las heridas no tenían tiempo para cicatrizar. Y las lágrimas dibujaban caminos, todos los días recorridos por imaginarios caminantes.
Pasé las fases de la muerte con lentitud, y quizá no como debiera, pero las pasé. Olvidé a mi madre, la dejé encerrada en aquella habitación. Y con el tiempo también mi padre lo hizo, pero me incluyó a mí en el lote. Por la mañana salía a trabajar sin desayunar. Sólo dejaba un periódico arrugado en la mesa y algo de dinero junto a él. Algunas noches ni si quiera volvía.
Me volví algo material para él. Una carga que tenía que cuidar. Él trataba de desaparecer y yo hacía lo mismo. Lo que había sido una casa feliz, en la que abundaba la calidez de las risas, ahora era fría e inhóspita. Estaba limpia porque, tras la muerte de mi madre, mi padre se había apresurado a contratar a alguien. Incontables veces había oído la voz rasposa de María quejarse de tener que limpiar una cosa en la que no vivía nadie. Yo no pensaba que María debía de sentirse afortunada de tener algo que limpiar. Simplemente echaba de menos los momentos en los que aquella casa no había sido así y le daba la razón.
-Quiero que le deis la bienvenida a una nueva alumna.-comentó la profesora presentando a una chica en el estrado.
Haciendo bailar un lápiz mordisqueado entre mis dedos, jamás me habría fijado en ella de no reconocer su rostro. Moviendo los pies de forma nerviosa, el derecho hacia adelante, punta, y hacia detrás. Con el pelo rizado, rubio hasta rozar la blancura. Pequeña pero no demasiado.
-Su nombre es Sara Gaditano.-la profesora le dedicó una media sonrisa compasiva que no todos entendieron, o no todos supieron interpretar, pero que yo vi familiar y obviamente, entendí.
La chica le sonrió de medio lado, pero frunció el ceño al mirar al frente. Nuestros ojos se encontraron y sentí como sus labios dibujaban una pequeña y casi imperceptible sonrisa. Aparté la mirada de forma brusca, para seguir contemplando su rostro en la ventana reflejado. No ensombreció su rostro, sino que avivó su gesto. La gente en sus mesas cuchicheaba. Se preguntaban unos a otros sorprendidos, para cerciorarse si realmente era ella. Sus pasos firmes en el pasillo, sonaron como con ecos en mis oídos. Sabía lo que iba a pasar, por muy increíble que pareciera. Ella se había fijado en mí, aunque mi imagen más que atraer, eludía. Quizá había visto el reconocimiento en mis ojos, aunque no tenía sentido, ya que muchos otros lo habían hecho.
Suprimí en una tos, un resoplido, al ver como apartaba la silla para ocupar un lugar a mi lado. Mientras que yo me sentía incómodo en el pupitre, ella encajaba en él, y de haber sido algo más pequeña, ni si quiera sus pies habrían rozado el suelo. Pero supongo que sólo exageraba su fragilidad.
Torcí el rostro para mirarla con curiosidad vestida de desprecio. Mis ojos se estrecharon al fijarme en un alargado pasador que recogía sus cabellos en la parte de atrás de su cabeza. Vestía una falda corta, que podría haber resultado atrevida en una chica de dieciséis años mucho más desarrollada. El jersey que llevaba estaba enrollado varias veces en sus muñecas, y era demasiado largo para ella. Sus medias negras cubrían unas delgadas y cortas piernas, y debía calzar un treinta y cinco o un treinta y seis por el tamaño de sus botines. Ella se giró y me escrutó con sus ojos castaños, oscuros en los límites de la pupila y claros como la miel en el centro.
-Me llamo Sara.-se presentó sin moverse, sin ofrecer su mano o acercarse para besarme.
-Ya oí.-dije escueto y de forma desagradable.
La miré de reojo para descubrir que ésta había ampliado su sonrisa, y me pregunté desesperado, sus razones para hacerlo. No la conocía directamente, pero me apostaba la cabeza a que todos en la clase sabían quién era. Su caso había causado gran expectación, y no había nadie que en el momento, no hubiera comentado algo sobre ella.
-¿Por qué sonríes así?-pregunté borde.- No deberías.
-¿Y por qué no? Me siento afortunada hoy…-alcanzó uno de mis cuadernos y lo devolvió rápidamente tras leer mi nombre.- Miguel Guillén.
-No tienes motivos.-le dije.
-¿Y tú qué sabes si los tengo o no?
Iba a responderle algo cruel, algo que probablemente la haría llorar hasta dejar sus ojos hinchados y secos. O eso es lo que haría una chica normal. Una chica débil, sensible y frágil como el cristal. Pero antes de que mis labios se despegaran y mis palabras la hirieran, la oí bostezar. Éste pequeño gesto me hizo recordar a mi madre, peinando su pelo, dejándolo caer al suelo, llorando a escondidas mientras veía como poco a poco, lo perdía todo. Pero Sara no soltó ni una sola lágrima. Me sonrió en respuesta mientras apoyaba la cabeza en el pupitre. Su rostro era como el de un ángel, y la vi palidecer ante mí.
-Buenas noches, Miguel Guillén. Espero despertar pronto esta vez.
Y dicho esto, cerró sus ojos, ocultando aquellos círculos tan profundos, que me habían retado. Sus cabellos taparon su rostro y su respiración acompasada, con pequeños suspiros que se escapaban de su boca, parcialmente cerrada.
Si aquél momento hubiera sonado una canción lenta de fondo, no habría sorprendido. Todos se giraron para observarla; algunos con pena, otros con extrañeza. Pero la mayoría con una infinita compasión.
“Enfermedad descubierta, muy grave. Todo lo que se sabe por ahora, es que sólo se han encontrado a dos personas que la padecen, y han descubierto que es hereditaria. Los síntomas son cansancio, desarrollo lento del crecimiento, pero entre las más destacadas se encuentra la de largos o cortos períodos de desvanecimientos, en el que la persona que padece esta extraña enfermedad, cae dormida, sin encontrarse necesariamente somnolienta. Aún no se ha encontrado remedio, y lo único que se conoce con seguridad, sobre éste nuevo fenómeno, es que no es contagioso, pero puede provocar la muerte. Se la conoce como La enfermedad del sueño”.