El Lamento de la Grulla

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Un trueno despertó sobresaltada a Anya Lazaward.

La joven había tenido dificultades para quedarse dormida, por lo que ese trueno se coló en su mente como una pesadilla. Sentada desde su cama, pudo ver a través de la ventana de su habitación, que se encontraba abierta, un relámpago a lo lejos.  Se avecinaba una tormenta.

A pesar de que era de noche, se podían ver las nubes grises que se arremolinaban en el infiinito cielo de la Ciénaga.

Anya se levantó de la cama. Estaba descalza, y el suelo de piedra estaba helado, que le produjo un escalofrío. se puso unas zapatillas y se acercó a la mesa que daba al frente de su cama para buscar una vela y encenderla con los moribundos restos de otra que yacía en el candelabro. La chica desconocía cómo hacían las mucamas para encender velas de la nada, de dónde sacaban la chispa de luz para generar fuego. Apenas tenía trece años, y de labores domésticas no sabía mucho más que hacer bordados y cantar con lira.

Abrió el cajón de la mesita y alli habían varias cosas: cintas de colores, un cuchillo pequeño, un taco de madera y tres velas. Tomó una con su delicada, casi huesuda mano y la aproximó al fuego, donde de inmediato, la llama resucitó en una ardiente flama color naranja y amarillo.

En el pasillo de su habitación no se escuchaba nada, por lo que dedujo que era pasada la medianoche, cuando otro trueno la asustó. Anya se llevó la mano libre al pecho y soltó una risita, pensando "qué tonta".

En el borde de la ventana se encontraba una lámpara con aceite, y se dispuso a encenderla, pues ya había caído en cuenta que no se volvería a dormir.

No era la primera noche que Anya Lazaward pasaba sin dormir. Desde que había empezado la guerra, era cada vez más difícil conciliar el sueño al pensar en la amenaza de que soldados invadieran Piedrazul, su hogar.

"Desde que empezó la guerra..." se le ocurrió, y giró sus ojos celestes mientras encendía la lámpara con la vela nueva, iluminando así de una vez gran parte de la habitación. El conflicto bélico había arruinado su vida incluso antes de que ella llegase al mundo. Su padre, el Señor Lazaward, había muerto al inicio de la guerra, cuando partió con su compañía hacia el Norte para defender la frontera, dejando a su madre embarazada de ella.

Desde la ventana, podía observar una parte de la extensa planicie conocida como la Ciénaga, tierra fértil para la agricultura y fácil para las inundaciones.

Un tercer relámpago dió inicio a un fuerte aguacero que comenzó a meterse a la habitación de Anya y le mojaba las zapatillas, quien se alejó de allí y tomó la vela, que había puesto en el candelabro en remplazo de la otra que ya se había apagado, con la intención de salir a dar una vuelta por el castillo.

Entonces, entre el fuerte sonido de la lluvia, escuchó el relinchar de unos caballos.

Un súbito pánico se apoderó de ella al imaginarse lo peor: los malos habían ganado y ahora venían por ella y por Piedrazul. Corrió nuevamente a la ventana, sin importarle la lluvia, y agudizó la vista.

Era bastante difícil ver con la gruesas gotas que caían cuantiosamente, pero vislumbró entre las sombras unas figuras que se acercaban a toda velocidad.

No se veía como un ejército invasor, pensó, por lo que suspiró de alivio. Luego, un pensamiento más alegre: Régulo, su hermano mayor, había regresado. La guerra terminó.

Sonrió ante la posibilidad y saltó de alegría, corriendo hacia la puerta para salir.

Efectivamente, no había nadie en el pasillo. Anya caminó rápidamente hasta la habitación contigua, donde descansaba su querida amiga Luysa Montaguth. No se molestó en tocar, pues eran tan íntimas desde que podía recordar.

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⏰ Última actualización: May 08, 2022 ⏰

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Diez Coronas I: Los Hijos del MarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora