El cielo empezaba a iluminarse cuando volví a entrar por la ventana. Se me enganchó la camiseta en el pestillo y tiró de mí hacia atrás; le di una patada al flexo del escritorio en un intento de recuperar el equilibro.
El flexo no se rompió, pero el ruido que hizo al caer al suelo fue tan fuerte que no me sorprendió que la puerta de mi habitación se abriera y entrara mi padre con un bate de béisbol.
—Jill, ¿qué...?
En otras circunstancias, un padre que descubría a su hija colándose en su habitación a las tantas de la madrugada prorrumpiría en un montón de gritos. Mi padre me vio agazapada en el escritorio y suspiró.
—¿Todavía sigues subiendo al tejado?
Noté el agotamiento en su voz. No dormía lo suficiente y encima yo lo despertaba temprano. Siempre estaba trabajando, en parte por el dinero —los idiotas de Pep Boys habían abierto un taller a dos manzanas del nuestro y estábamos empezando a notar la competencia—, pero también para no pensar en que mamá lo había abandonado. Nos había abandonado.
—Lo siento, papá. —Cerré la ventana y salté del escritorio.
Se pasó una mano por la maraña de pelo oscuro. Lo tenía ya largo de más por la nuca. Mamá siempre se había encargado de cortárselo y arreglárselo, pero ya empezaba a rozarle el cuello.
—No puedes seguir haciendo eso. Y menos a las cinco de la mañana. Solo los asesinos en serie se levantan tan temprano.
Ni siquiera traté de comprender su lógica.
—Y los corredores de atletismo. Ya sabes lo que soy yo, ¿no?
Mi padre abrió tanto la boca al bostezar que pude contar los empastes que tenía. Se adentró más en la habitación y colocó el flexo en la mesa.
—¿No practicaba atletismo Dahmer en el instituto?
—Ja, ja. Qué divertido eres a las cinco de la mañana.
—A las cinco de la mañana debería de estar catatónico. Tú deberías de estar catatónica a las cinco de la mañana.
—La próxima vez haré menos ruido. Te lo prometo.
Mi padre hizo un ruido extraño al bostezar de nuevo y arqueó la espalda hasta que le crujió.
—Mmmm... ¿tanto te cuesta dormir en casa de nuevo? Hará unos treinta y cinco grados y el sol todavía no ha salido.
No me importaba el calor. Aún no estaba lista para volver. Lo observé, esperando que lo hiciera, que mencionara a mamá.
Pero no lo hizo.
Nunca lo hacía. No la había mencionado en los cinco meses que habían pasado desde que se había marchado. Ni una sola palabra, como si fuera totalmente normal que nos despertáramos un día y se hubiera ido. ¿Acaso sabía que se iba a marchar? ¿Conocía el motivo? ¿Quería que lo hiciera? Desconocía las respuestas y no sabía cómo formular las preguntas. Fingíamos e ignorábamos los detalles pequeños y no tan pequeños que nos recordaban a ella cada día.
Estaba desapareciendo de forma lenta pero segura de nuestra casa, igual que de nuestras vidas. A veces me daba cuenta de que faltaba una fotografía, o un cojín. Lo hacíamos entre los dos: eliminarla. El mes pasado me llevé su taza favorita al tejado, la tiré a la carretera y vi cómo se rompía. Si mi padre vio los fragmentos, nunca me dijo nada. Lo siguiente que iba a romper eran sus gafas de lectura. A lo mejor las arrollaba con la camioneta de papá.
Pero aún no se había ido. Había cosas de las que no me podía deshacer tirándolas desde el tejado.
Las cosas que veía en el espejo.
Sean.
—No hace tanto calor —repliqué, lo que era verdad si teníamos en consideración el calor que haría más adelante, aunque ambos sabíamos que no era cierto.
Por cómo arrugó la cara, me di cuenta de que no le gustó mi respuesta. A mí tampoco, pero dormir dentro no iba a cambiar nada. El absoluto silencio que reinaba en la casa por la noche se me metía debajo de la piel como si se tratara de hormigas de fuego que me mordían y me picaban cada vez que intentaba permanecer en mi habitación. A veces había oído a mi padre pasearse durante horas. A lo mejor no podía dormir solo en su cama, tal vez el silencio también lo matara a él. En cualquier caso, no podía soportar oírlo. O no oírlo.
Esbocé una sonrisa. No quería que mi padre tuviera que preocuparse por mí todavía más.
—Prometo no llevar a cabo ningún ritual, no matar ni comerme a nadie esta mañana, por muy grande que sea la tentación.
La sonrisa de mi padre tardó más de lo que me hubiera gustado en aparecer, pero ahí estaba. Mejor. Tenía que encontrar el modo de mantenerla ahí.
—¿Quieres que te haga algo... —bostezó— para desayunar?
Enarqué una ceja. Mamá era la cocinera, lo que probablemente explicara por qué nunca había querido aprender yo a cocinar. Las destrezas culinarias de mi padre eran tan solo un poco menos peligrosas que las mías, lo que significaba que conocíamos bastante bien todos los restaurantes de comida para llevar en un radio de veinticinco kilómetros de distancia de nuestra casa. Aun así, lo intentó. O, al menos, lo propuso.
Como respuesta a mi escepticismo evidente, medio sonrió, medio bostezó y volvió a mirar mi cama, sin deshacer. Dejó escapar un suspiro y me miró.
Contuve la respiración. Él también. No obstante, se limitó a suspirar una vez más.
—Te dejaré la caja de cereales en la encimera. —Entonces arrugó la cara—. Se me ha olvidado comprarte los Froot Loops. Lo siento, cariño. Hay de esos con chocolate y canela. Te gustan, ¿no?
Me dio un beso en la coronilla y desapareció por el pasillo.
Cerré la puerta del dormitorio y apoyé las palmas en ella.
Nunca íbamos a hablar de ello.
De por qué se había ido.
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If I fix you (¡YA EN LIBRERÍAS! *primeros capítulos*
Teen Fiction*PRIMEROS CAPÍTULOS* Un libro de Abigail Johnson. Después de un día de trabajo en el taller de coches de su padre, Jill, una chica de dieciséis años de Arizona, regresa a casa para encontrarse con su mejor amigo (y amor desde la infancia) Sean. Sin...