I
—No va a salir de ahí, os digo —habló el caracañado, moviendo la cabeza
con convicción—. Una hora y cuarto hace que se metió dentro. Se lo han cargao.
Los burgueses, apiñados entre las ruinas, guardaban silencio, la vista clavada
en un negro agujero abierto entre los escombros que era la entrada arruinada a
un subterráneo. Un gordo vestido con un jubón amarillo pasó el peso de una
pierna a la otra, carraspeó, se quitó un arrugado birrete de la cabeza.
—Esperemos aún —dijo, limpiándose el sudor de unas cejas ralas.
—¿A qué? —resopló el caracañado—. Allá en las mazmorras vive un
basilisco, ¿lo olvidasteis, alcalde? Quien ahí entra, ése la palmó. ¿Acaso han
muerto pocos ahí dentro? ¿A qué esperar, entonces?
—Así lo habíamos acordado, ¿no? —murmuró inseguro el gordo.
—Con un vivo lo acordasteis, alcalde —dijo el compañero del caracañado, un
gigante que llevaba un delantal de carnicero hecho de cuero—. Y que está
muerto es tan seguro como que hay sol en el cielo. Era de prever que a su ruina
caminaba, como tantos otros antes. Pues hasta sin espejo se metió allá, sólo con
la espada. Y que sin un espejo no se puede cargar uno a un basilisco lo saben
hasta los crios.
—Sos ahorrasteis unas perras, alcalde —añadió el caracañado—. Pues no
hay a quién pagar por el basilisco. Iros tranquilo a casa. Y el caballo y los
haberes del hechicero ya los tomaremos nosotros; pena da de dejar que se echen
a perder.
—Así es —dijo el carnicero—. Buena es la jaca, y las albardas no están poco
llenas. Vamos a echar el ojo dentro, a ver qué hay.
—Pero ¡bueno! ¿Qué es esto?
—Callad, alcalde, y no sos metáis, porque todavía sos lleváis un soplamocos
—le advirtió el de los granos.
—Buena jaca —repitió el carnicero.
—Deja ese caballo en paz, querido.
El carnicero se dio la vuelta despacio, en dirección al forastero que había
entrado por un agujero en el muro y que venía detrás de la gente que estaba
congregada alrededor de la entrada a los calabozos.
El forastero tenía unos cabellos castaños rizados y muy poblados, llevaba una
túnica marrón sobre un caftán forrado de guata, botas altas de montar. Y no
portaba arma alguna.
—Aléjate del caballo —repitió, con una sonrisa malvada—. ¿Cómo es eso?
Caballo ajeno, albardas ajenas, propiedad de otro. ¿Y tú pones en ella tus ojos
legañosos, diriges hacia ella tu asquerosa zarpa? ¿Es eso honrado?
El caracañado deslizó poco a poco la mano por el seno del gabán, miró al
carnicero. El carnicero le hizo un gesto afirmativo con la cabeza, luego un
ademán al grupo, del que salieron otros dos mozos, fuertes, con el pelo corto.
Ambos llevaban en la mano unos palos como los que se usan en los mataderos
para entontecer a las bestias.
—¿Y quién hais de ser vos —preguntó el caracañado sin sacar la mano de
debajo del seno— para decirnos lo que es honrado y lo que no?
—Eso no es asunto tuyo, querido.
—Armas no lleváis.
—Cierto. —El forastero sonrió aún más perversamente—. No llevo.
—Mala cosa. —El caracañado sacó la mano del seno junto con un largo
cuchillo—. Muy mala cosa es que no llevéis.
El carnicero sacó también una hoja, larga como un cuchillo de monte. Los
otros dos dieron un paso al frente al tiempo que levantaban los palos.
—No tengo que llevarlas —dijo el forastero sin moverse del sitio—. Mis
armas andan conmigo.
Desde detrás de las ruinas acudieron dos jóvenes muchachas que caminaban
con paso ligero, seguro. En un segundo la turba se abrió, retrocedió, se hizo más
dispersa.
Las muchachas sonreían, brillaban sus dientes y relucían sus ojos, desde
cuyos rabillos corrían hasta las orejas las amplias bandas azules de un tatuaje.
Los músculos de los poderosos muslos, visibles bajo las pieles de lince que les
rodeaban las caderas, y los de los brazos, desnudos y redondos por encima de
unos guantes de malla de acero, resaltaban juguetones. Desde detrás de los
hombros, también cubiertos de cota de malla, sobresalían las empuñaduras de
sendos sables.
Lenta, muy lentamente, el caracañado dobló la rodilla, dejó el cuchillo en el
suelo.
Del agujero en las ruinas surgió el sonido del estruendo de piedra contra
piedra, un crujido, y luego unas manos salieron de las tinieblas y se aferraron a
los mellados bordes del muro. Después de las manos aparecieron poco a poco
una cabeza de blancos cabellos regados con polvo de ladrillos, una cara muy
pálida, la empuñadura de una espada que sobresalía por detrás de los hombros.
La multitud comenzó a murmurar.
El peloblanco se irguió y sacó del agujero una extraña forma, un raro
cuerpecillo que estaba cubierto de polvo mezclado con sangre. Tirando del ser
por una larga cola de salamandra, lo arrojó sin decir una palabra a los pies del
gordo alcalde. El alcalde dio un salto atrás, se tropezó con un fragmento de muro,
miró el torcido pico de pájaro, las alas membranosas, las garras en forma de hoz,
las patas cubiertas de escamas. Vio el pescuezo hinchado, que alguna vez fue de
color carmín y ahora de un rojo sucio. Vio los ojos hundidos y vidriosos.
—Aquí está el basilisco —dijo el peloblanco, limpiándose el polvo de los
pantalones—. Como acordamos. Mis doscientos lintares, si no os importa.
Lintares de los buenos, no muy recortados. Los revisaré, os aviso.
El alcalde, con las manos temblorosas, extrajo un saquete. El peloblanco miró
a su alrededor, detuvo un momento la vista sobre el caracañado, vio el cuchillo
que y acía junto a sus pies. Miró al hombre de la túnica marrón, a las muchachas
de las pieles de lince.
—Como de costumbre —dijo, mientras arrancaba la bolsa de las manos
nerviosas del alcalde—. Me juego el cuello por vosotros a cambio de cuatro
perras y, mientras tanto, me quitáis mis cosas. Nunca vais a cambiar, maldita
sea.
—No las tocamos —murmuró el carnicero, retrocediendo. Los de los palos
hacía tiempo y a que se habían escondido entre la gente—. No las tocamos, las
cosas vuestras, señor.
—Me alegro. —El peloblanco sonrió. A la vista de esta sonrisa, que floreció
en el pálido rostro como una herida que se abre, la muchedumbre comenzó a
dispersarse rápidamente—. Y por ello, paisano, tampoco a ti te va a tocar nadie.
Te irás en paz. Pero te irás a toda prisa.
El caracañado, de espaldas, también quiso irse. Los granos en su rostro
repentinamente pálido se marcaban dándole un feo aspecto.
—Eh, espera —le dijo el hombre de la túnica marrón—. Te has olvidado de
algo.
—¿De qué... señor?
—Has alzado un cuchillo contra mí.
La más alta de las muchachas, que estaba de pie con las piernas muy
abiertas, giró sobre sus caderas. El sable, que había sacado no se sabía cuándo,
relampagueó con violencia en el aire. La cabeza del caracañado voló hacia
arriba, describiendo un arco, cayó al agujero del calabozo. El cuerpo rodó rígido
y pesado, como un tronco recién cortado, entre cascotes de ladrillos. La multitud
gritó con una sola voz. La segunda de las muchachas, con la mano en la
empuñadura, se volvió con agilidad, cubriendo las espaldas. Innecesariamente.
La muchedumbre, tropezándose y cayendo sobre los escombros, desapareció en
dirección a la ciudad lo más deprisa que le permitían sus pies. En la cabecera,
dando unos saltos impresionantes, iba el alcalde, sólo un par de brazas por delante
del gigantesco carnicero.
—Un hermoso golpe —comentó el peloblanco con frialdad, mientras se
protegía los ojos del sol con la mano enguantada en negro—. Un hermoso golpe
de un sable zerrikano. Me inclino ante la maestría y la belleza de unas guerreras
libres. Soy Geralt de Rivia.
—Y y o soy Borch, llamado Tres Grajos. —El desconocido de la túnica
marrón señaló un desteñido escudo en la parte delantera de su ropa que mostraba
a tres pájaros color sable puestos en fila en el centro de un campo de oro de una
sola pieza—. Y éstas son mis muchachas, Tea y Vea. Así las llamo, porque con
sus nombres verdaderos se puede uno morder la lengua. Las dos, como has
adivinado, son zerrikanas.
—Por lo que parece, gracias a ellas tengo todavía caballo y haberes. Gracias,
guerreras. Os lo agradezco también a vos, señor Borch.
—Tres Grajos. Y guárdate lo de señor. ¿Algo te retiene en este villorrio,
Geralt de Rivia?
—Antes al contrario.
—Perfecto. Tengo una proposición: no lejos de aquí, en la encrucijada junto
al camino del puerto fluvial, hay una venta. Se llama El Dragón Pensativo. Su
cocina no tiene par en todo el país. Me dirijo justamente allí con la idea de comer
y pasar la noche. Sería un honor si quisieras hacerme compañía.
—Borch —el peloblanco se alejó del caballo, miró al desconocido a los ojos
—, quisiera que las cosas estuvieran claras entre nosotros. Soy brujo.
—Lo había imaginado. Y lo has dicho en el tono de quien dice « tengo lepra» .
—Hay quienes prefieren la compañía de un leproso a la de un brujo —dijo
Geralt despacio.
—Y hay quienes prefieren tal compañía a la de las muchachas. En fin, sólo
puedo compadecerlos, a los unos y a los otros. Renuevo mi propuesta.
Geralt se quitó el guante, apretó la mano que le tendían.
—Acepto, y me alegro de que nos hayamos conocido.
—En marcha entonces, o me moriré de hambre.
II
El ventero limpió con un trapo la áspera mesa, se inclinó y sonrió. Le faltaban
las dos paletas.
—Sííí... —Tres Grajos contempló por un instante el techo cubierto de hollín y
las arañas que lo recorrían—. En primer lugar... En primer lugar, cerveza. Para
no tener que venir dos veces, un barrilete entero. Y para acompañar... ¿Qué nos
propones para acompañar, querido?
—¿Queso? —se arriesgó el ventero.
—No. —Borch frunció el ceño—. El queso será el postre. Con la cerveza
queremos algo ácido y picante.
—Muy bien. —El ventero adoptó una sonrisa aún más amplia. Las dos paletas
no eran los únicos dientes que le faltaban—. Angulas al ajillo en aceite y vinagre
o pimientos verdes rellenos en escabeche.
—Estupendo. Una cosa y la otra. Y luego sopa, aquella que ya comí aquí una
vez y en la que nadaban diversos moluscos, peces y otros bichos deliciosos.
—¿Sopa de almadiero?
—Exacto. Y luego asado de cordero con cebolla. Y luego sesenta cangrejos.
Echa tanto hinojo en la olla como quepa. Y luego queso de oveja y ensalada. Y
lu
ego ya veremos.
—Muy bien. ¿Para todos, cuatro veces, quiero decir?
La zerrikana más alta negó con la cabeza, señaló significativamente al talle
envuelto en una ajustada camisa de lino.
—Lo olvidé. —Tres Grajos guiñó el ojo a Geralt—. Las muchachas se
preocupan por guardar la línea. Jefe, carnero sólo para nosotros dos. La cerveza
traedla ahora, junto con las angulas. Con el resto esperad un poco, para que no se
enfríe. No hemos venido aquí a ponernos las botas, sino simplemente a hablar un
rato.
—Entiendo.
El posadero se inclinó una vez más.
—La sagacidad es cosa importante en tu negocio. Tiende la mano, querido.
Tintinearon las monedas de oro. El posadero abrió el morro hasta los límites
de lo posible.
—Esto no es una señal a cuenta —le comunicó Tres Grajos—. Esto es aparte.
Y ahora corre a la cocina, buen hombre.
En el camaranchón hacía calor. Geralt se desabrochó el cinturón, se sacó el
caftán y se remangó la camisa.
—Veo —dijo— que no te persigue la falta de liquidez. ¿Vives de las rentas del
estamento de caballero?
—En parte —sonrió Tres Grajos sin entrar en detalles.
Rápidamente acabaron con las angulas y un cuarto del barrilete. Tampoco las
zerrikanas le hicieron ascos a la cerveza, por lo que enseguida ambas estuvieron
visiblemente más contentas. Se susurraban cosas la una a la otra. Vea, la más
alta, estalló de pronto en una risa gutural.
—¿Las muchachas hablan la común? —preguntó Geralt en voz baja,
mirándolas por el rabillo del ojo.
—Mal. Y no son muy habladoras. Lo que es de agradecer. ¿Qué te parece la
sopa, Geralt?
—Mmmm.
—Bebamos.
—Mmmm.
—Geralt —Tres Grajos dejó la cuchara y dio un hipido con distinción—,
volvamos un momento a lo que hablábamos antes. Por lo que he entendido, tú,
brujo, vagabundeas de un confín del mundo al otro, y si por el camino te
encuentras con algún monstruo, te lo cargas. Y así te ganas los garbanzos. ¿De
esto trata la profesión de brujo?
—Más o menos.
—¿Y qué sucede si te llaman de algún lugar concreto? Para, por así decirlo,
un trabajito especial. Entonces, ¿qué? ¿Vas y lo resuelves?
—Eso depende de quién llama y por qué.
—¿Y de por cuánto?
—También. —El brujo encogió los hombros—. Todo sube de precio y hay
que vivir, como acostumbra decir una amiga mía, una hechicera.
—Una actitud bastante selectiva, muy práctica, me atrevería a decir. Y sin
embargo en el fondo yace alguna idea básica, Geralt. El conflicto entre los
Poderes del Orden y los del Caos, como acostumbra decir cierto amigo mío, un
hechicero. Me imagino que cumples tu misión, defiendes a la gente ante el Mal,
siempre y en todo lugar. Sin discriminar. Te sitúas a un lado claramente
señalizado de la empalizada.
—Los Poderes del Orden, los Poderes del Caos. Unas palabras terriblemente
grandilocuentes, Borch. Por supuesto, quieres colocarme a un lado de la
empalizada en un conflicto que, por lo que se mantiene a menudo, es eterno,
comenzó largo tiempo antes de nosotros y continuará cuando haga mucho tiempo
que no estemos. ¿De qué lado está el herrero que pone la herradura a un caballo?
¿Y nuestro ventero, que precisamente ahora viene con una olla de carnero? ¿Qué
es, según tú, lo que marca la frontera entre el Caos y el Orden?
—Algo muy sencillo. —Tres Grajos le miró directamente a los ojos—. Lo
que representa el Caos es una amenaza, es el lado de la agresión. El Orden, en
cambio, es el lado amenazado, que necesita de defensa. Que necesita de
defensores. Ah, vamos a beber. Y ataquemos el corderillo.
—De acuerdo.
Las zerrikanas guardianas de su línea hicieron una pausa en la comida que
llenaron bebiendo cerveza a una velocidad acelerada. Vea, apoyada en el
hombro de su compañera, susurró algo de nuevo, al tiempo que barría la mesa
con su trenza. Tea, la más baja, se rió en voz alta, meneando alegremente las
mejillas tatuadas.
—Sí —dijo Borch, mordiendo un hueso—. Continuemos la conversación, si lo
permites. He entendido que no tienes especial interés en situarte del lado de
ninguno de los Poderes. Haces tu trabajo.
—Lo hago.
—Pero ante el conflicto entre el Caos y el Orden no puedes huir. Aunque has
usado esa comparación, no eres un herrero. He visto cómo trabajas. Entras a un
sótano en unas ruinas y sales de allí con un basilisco muerto. Hay, querido, una
diferencia entre herrar a un caballo y matar a un basilisco. Has dicho que si la
paga es adecuada, corres al otro lado del mundo y despachas al ser que te digan.
Pongamos por caso que un dragón rabioso destruy e...
—Mal ejemplo —le interrumpió Geralt—. ¿Ves?, enseguida se te ha ido todo
al garete. Porque no mato dragones, por mucho que sin duda representen el Caos.
—¿Y cómo es eso? —Tres Grajos se chupó los dedos—. ¡Y nada menos que
dragones! Pues si entre todos los monstruos es el dragón el más terrible, el más
cruel y el más goloso. El reptil que da más asco. Ataca a la gente, vomita fuego
y rapta, según se dice, vírgenes. ¿Has oído pocas historias sobre esto? No puede
ser que tú, brujo, no tengas un par de dragones en tu cuenta.
—No cazo dragones —dijo Geralt con aspereza—. Doble-colas, por supuesto.
Culebras de aire. Cometas. Pero no verdaderos dragones, verdes, negros o rojos.
Acéptalo, simplemente.
—Me has dejado de una pieza —dijo Tres Grajos—. Bueno, vale, lo acepto.
Basta en cualquier caso de hablar de dragones porque veo en el horizonte algo
rojo, que sin duda son nuestros cangrejos. ¡Bebamos!
Con un crujido, los dientes comenzaron a quebrar los rojos caparazones, a
extraer la blanca carne. El agua salada los salpicaba y les corría hasta las
muñecas. Borch sirvió más cerveza, sacándola ya con un cucharón del fondo del
barrilete. Las zerrikanas se tornaron aún más alegres; ambas miraban de acá
para allá por la taberna, con una sonrisa perversa; el brujo estaba seguro de que
buscaban una ocasión para la pelea. Tres Grajos también debió de advertirlo
porque las amenazó con un cangrejo al que sujetaba por la cola. Las muchachas
se rieron y Tea, poniendo los labios como para besar, cerró los ojos; con su rostro
tatuado el gesto produjo una impresión bastante macabra.
—Son salvajes como gatos monteses —murmuró Tres Grajos a Geralt—.
Hay que tener cuidado con ellas. Si no, querido, tris-trás y sin saber cómo, ya
está todo el suelo lleno de tripas. Pero valen todo el oro del mundo. Si supieras lo
que son capaces de hacer...
—Lo sé —afirmó Geralt con un ademán—. Mejor escolta no se puede
encontrar. Las zerrikanas son guerreras natas, adiestradas para la lucha desde
pequeñas.
—No me refiero a eso. —Borch escupió sobre la mesa una pata de cangrejo
—. Me refería a cómo son en la cama.
Geralt echó un vistazo nervioso a las muchachas. Las dos sonrieron. Vea, con
un rapidísimo, casi imperceptible movimiento, se lanzó sobre la cazuela. Miró al
brujo con los ojos entrecerrados, mordió un caparazón con un crujido. Sus labios
brillaban con el agua salada. Tres Grajos eructó con fuerza.
—Así que —dijo— tú no cazas dragones, Geralt, verdes ni de otros colores.
Lo entiendo. ¿Y por qué, si se puede preguntar, sólo de esos tres colores?
—Cuatro, para ser exactos.
—Has dicho tres.
—Te interesan los dragones, Borch. ¿Por algún motivo especial?
—No. Simple curiosidad.
—Ajá. Y en lo que respecta a esos colores, así se describe normalmente a los
verdaderos dragones. Aunque no son descripciones muy precisas. Los dragones
verdes, los más populares, son más bien grisáceos, como culebras de aire
normales y corrientes. Los rojos de verdad son rojizos o de color ladrillo. A los
grandes dragones de color marrón oscuro se los ha dado en llamar negros. El
más raro es el dragón blanco; nunca he visto uno de éstos. Viven en el lejano
Norte. Se dice.
—Interesante. ¿Y sabes de qué otros dragones he oído hablar?
—Lo sé. —Geralt dio un sorbo de cerveza—. De los mismos que y o. De los
dorados. No existen.
—¿En qué te basas para afirmarlo? ¿Porque no los has visto nunca? Parece
que tampoco has visto nunca un dragón blanco.
—No se trata de eso. En ultramar, en Ofir y Zangwebar hay caballos blancos
con ray as negras. Tampoco los he visto nunca, pero sé que existen. Y los
dragones dorados son seres míticos. Legendarios. Como el ave fénix, por dar otro
ejemplo. El ave fénix y los dragones dorados no existen.
Vea, apoy ada en los codos, le miraba interesada.
—Seguro que sabes lo que dices; tú eres el brujo. —Borch extrajo un poco de
cerveza del barril—. Y sin embargo pienso que cada ley enda debe de tener una
raíz. Y en esa raíz hay algo de verdad.
—Lo hay —confirmó Geralt—. Por lo general, sueños, deseos, nostalgias. La
fe, que no conoce límites de lo posible. Y a veces el azar.
—Precisamente, el azar. ¿No puede ser que haya habido alguna vez un
dragón dorado, una mutación única, irrepetible?
—Si fue así, padeció la suerte de todo mutante. —El brujo volvió la cabeza—.
Ser demasiado diferente como para perdurar.
—Já —dijo Tres Grajos—. Estás rechazando las ley es de la naturaleza. Mi
amigo el hechicero solía decir que en la naturaleza todo ser tiene su continuación
y que perdura de una u otra forma. El fin de uno es el principio de otro, no hay
límites de lo posible, al menos la naturaleza no los conoce.
—Un gran optimista, ese amigo tuy o el hechicero. No tuvo en cuenta, sin
embargo, una cosa: los errores cometidos por la naturaleza. O por aquellos que
jugaron con ella. El dragón dorado y otros mutantes parecidos a él, si existieron,
no podían perdurar. Lo impidió un límite de lo posible bastante natural.
—¿Qué límite?
—Mutantes... —Los músculos del rostro de Geralt temblaron violentamente
—. Los mutantes son estériles, Borch. Sólo en las leyendas puede perdurar lo que
en la naturaleza perdurar no puede. Solamente la ley enda y el mito ignoran los
límites de lo posible.
Tres Grajos guardó silencio. Geralt miró a las muchachas, a sus rostros que
se habían quedado serios de pronto. Vea, inesperadamente, se inclinó hacia él, le
pasó un brazo fuerte y musculoso por el cuello. Sintió en las mejillas los labios de
ella, húmedos de la cerveza.
—Les gustas —dijo despacio Tres Grajos—. Que me cuelguen, les gustas a
ellas.
—¿Qué hay de extraño en ello? —sonrió el brujo con tristeza.
—Nada. Pero hay que mojarlo. ¡Jefe! ¡Otro barrilete!
—No exageres. Como mucho una jarra.
—¡Dos jarras! —gritó Tres Grajos—. Tea, tengo que salir un momento.
La zerrikana se levantó, tomó el sable del banco, pasó por la sala una aguda
mirada. Aunque algún par de ojos, como el brujo había advertido, había
relampagueado antes a la vista de la bolsa bien repleta, nadie hizo gesto de salir
detrás de Borch, que se tambaleaba ligeramente en dirección a la puerta del
corral. Tea encogió los hombros y salió detrás de su patrón.
—¿Cómo te llamas de verdad? —preguntó Geralt a la que se quedó en la
mesa.
Vea mostró sus blancos dientes. Tenía la camisa desabrochada, casi hasta los
límites de lo posible. El brujo no dudó de que se trataba de otra provocación a la
sala.
—Alveaenerle.
—Bonito.
El brujo estaba seguro de que la zerrikana pondría los labios en o y le guiñaría
un ojo. No se equivocaba.
—¿Vea?
—¿Hum?
—¿Por qué vais con Borch? ¿Vosotras, guerreras libres? ¿Puedes responder?
—Hum.
—¿Hum, qué?
—Él es... —La zerrikana, arrugando la frente, buscó palabras—. Él es... el
más... hermoso.
El brujo movió la cabeza. No por primera vez los criterios con los que las
mujeres valoraban el atractivo de los hombres le resultaban un enigma.
Tres Grajos irrumpió en el camaranchón tirándose de los pantalones, encargó
algo en voz alta al posadero. Tea se mantenía dos pasos por detrás de él,
haciéndose la aburrida; pasó la vista por la taberna y los mercaderes y los
almadieros la rehuy eron esmeradamente. Vea chupaba otro cangrejo, y de vez
en cuando echaba una significativa mirada al brujo.
—He pedido otra vez anguilas, por cabeza, esta vez al horno. —Tres Grajos
se sentó pesadamente, el cinturón desabrochado tintineó—. Me hinché de
trabajar con estos cangrejos y me he quedado como con hambre. Y ya he
arreglado que te quedes aquí, Geralt. No tiene sentido que andes por ahí de
noche. Todavía nos vamos a divertir un rato. ¡A vuestra salud, muchachas!
—Vessekheal —dijo Vea, saludándole con el vaso. Tea guiñó un ojo y se
desperezó, lo que, contra las expectativas de Geralt, no hizo que su atractivo busto
rasgara la delantera de su camisa.
—Nos vamos a divertir. —Tres Grajos se inclinó por encima de la mesa y
pellizcó a Tea en el trasero—. Nos vamos a divertir, brujo. ¡Eh, jefe! ¡Ven en
persona!
El posadero acudió presto, limpiándose las manos en el mandil.
—¿Se encontrará por aquí una tina? ¿De esas de lavar, sólida y grande?
—¿Cómo de grande, señor?
—Para cuatro personas.
—Para... cuatro... —El ventero se quedó con la boca abierta.
—Para cuatro —confirmó Tres Grajos, sacando del bolsillo la bolsa bien
llena.
—Se encontrará.
El ventero se relamió.
—Estupendo —se rió Borch—. Manda que la suban arriba, a mi estancia, y
que la llenen de agua caliente. Más ánimo, querido. Y manda subir también
cerveza hasta tres botijas.
Las zerrikanas se carcajearon y al mismo tiempo guiñaron los ojos.
—¿Cuál prefieres? —preguntó Tres Grajos—. ¿Eh? ¿Geralt?
El brujo se rascó la nuca.
—Sé que es difícil elegir —dijo Tres Grajos comprensivamente—. Yo mismo
tengo problemas a veces. Bueno, lo pensaremos en la tina. ¡Eh, muchachas!
¡Ay udadme a subir la escalera!
III
En el puente había una barrera. El camino estaba cerrado por una traviesa
larga y sólida, puesta sobre unas estacas de madera. Delante y detrás de ella
había unos alabarderos vestidos con almillas de cuero claveteadas y caperuzas de
anillas de hierro. Sobre la traviesa ondeaba soñolienta una enseña púrpura con el
emblema en plata de un grifo.
—¿Qué diablos? —se asombró Tres Grajos, y cabalgó al paso hasta
acercarse—. ¿No se puede pasar?
—¿Salvoconducto tenéis? —preguntó el alabardero más cercano, sin sacarse
de la boca el palito que mordisqueaba, no se sabía bien si por hambre o para
matar el tiempo.
—¿Qué salvoconducto? ¿Qué es esto, la peste? ¿Quizás una guerra? ¿De quién
son las órdenes de bloquear el camino?
—Del rey Niedamir, señor de Caingorn. —El guardia se pasó el palito a la
otra comisura de la boca y señaló el estandarte—. Sin salvoconducto, para la
sierra no pasa ni dios.
—Vay a una gilipollez —dijo Geralt con voz cansada—. Pues esto no es
Caingorn, sino los Dominios de Holopole. Holopole y no Caingorn es quien cobra
los peajes de los puentes del Braa. ¿Qué tiene que ver con esto Niedamir?
—A mí no me digáis. —El guarda escupió el palito—. No es mi negocio. El
salvoconducto controlar, ésa es mi tarea. Si queréis, dadle palique a nuestro
decurión.
—Y ¿dónde está?
—Allá, tras la caseta de las aduanas, se tuesta al solecillo —dijo el
alabardero, mirando no a Geralt, sino a los muslos desnudos de las zerrikanas, que
se estiraban perezosamente en sus monturas.
Detrás de la caseta de aduanas, sentado sobre un montón de leños secos, el
guardia pintaba en la arena, con la parte trasera de la alabarda, una hembra, o
más bien una parte de ella vista desde una desacostumbrada perspectiva. Junto a
él, rozando delicadamente las cuerdas de un laúd, estaba medio tumbado un
hombre muy delgado que tenía un sombrero echado sobre los ojos. Era un
sombrerillo de fantasía de color ciruela adornado con una hebilla de plata y una
larga y nerviosa pluma de faisán.
Geralt ya había visto antes aquel sombrerito y aquella pluma, famosa desde
el Buina hasta el Yaruga, conocida en palacios, castillos, ventas, tabernas y
putiferios. Especialmente en los putiferios.
—¡Jaskier!
—¡El brujo Geralt! —Por debajo del sombrerito asomaron unos alegres ojos
azules—. Pero ¡qué es esto! ¿También aquí? ¿No tendrás por casualidad un
salvoconducto?
—Pero ¿qué os pasa a todos con ese salvoconducto? —El brujo saltó de la silla
—. ¿Qué sucede aquí, Jaskier? Queríamos pasar a la otra orilla del Braa, y o y
este caballero, Borch Tres Grajos, y nuestra escolta. Y no podemos, por lo que
parece.
—Yo tampoco puedo. —Jaskier se levantó, se quitó el sombrerillo, se inclinó
ante las zerrikanas con exagerada cortesía—. A mí tampoco me dejan pasar a la
otra orilla. A mí, Jaskier, el más famoso ministril y poeta en mil millas a la
redonda, aquí este decurión no me deja pasar, aunque sea artista también, como
veis.
—A naide sin salvoconducto le dejo pasar —dijo el decurión, triste, y después
completó su dibujo con un detalle final, clavando la punta de madera de la
alabarda en la arena.
—Pues qué se le va a hacer —dijo el brujo—. Iremos por la orilla izquierda.
Este camino a Hengfors es más largo, pero si no hay otro remedio.
—¿A Hengfors? —se asombró el bardo—. ¿Entonces tú, Geralt, no vas con
Niedamir? ¿No vas detrás del dragón?
—¿Detrás de qué dragón? —se interesó Tres Grajos.
—¿No sabéis? ¿De verdad no sabéis? Bueno, entonces tengo que contároslo
todo, señores. De todos modos tengo que esperar aquí; puede que aparezca
alguien con salvoconducto que me conozca y me permita unirme a él. Sentaos.
—Ahora —dijo Tres Grajos—. El sol casi a tres cuartos del cenit y estoy
seco de la leche. No vamos a hablar con la garganta seca. Tea, Vea, al galope, de
vuelta al pueblo y comprad un barrilete.
—Me gustáis, señor...
—Borch, llamado Tres Grajos.
—Jaskier, llamado el Incomparable. Por unas cuantas mozas.
—Cuenta, Jaskier —se impacientó el brujo—. No vamos a estar aquí hasta la
noche.
El bardo rodeó con los dedos el mástil del laúd, golpeó con fuerza en las
cuerdas.
—¿Cómo lo queréis, en discurso alargado o normal?
—Normal.
—Así sea. —Jaskier no soltó el laúd—. Escuchad entonces, nobles señores, lo
que ocurrió hace una semana en una no muy lejana ciudad franca llamada
Holopole. A la hora del pálido amanecer, cuando apenas el sol naciente había
enrojecido los jirones de niebla que colgaban sobre los prados...
—Has dicho que iba a ser normal —le recordó Geralt.
—¿Y no lo es? Vale, bueno, bueno. Entiendo. Corto, sin metáforas. Sobre los
pastos de Holopole voló un dragón.
—Eeeh —dijo el brujo—. De algún modo me parece todo esto algo
improbable. Hace años que nadie ha visto un dragón en estos alrededores. ¿No
sería una simple culebra de aire? A veces hay culebras casi tan grandes...
—No me insultes, brujo. Sé de lo que hablo. Lo vi. Coincidió que
precisamente entonces y o estaba en Holopole, en la feria, y vi todo con mis
propios ojos. El romance y a está preparado, pero no quisisteis...
—Cuenta. ¿Era grande?
—Unos tres caballos de largo. De grupa, no más alto que un caballo, pero
mucho más gordo. Gris como la arena.
—O sea, verde.
—Sí. Revoloteó inesperadamente, se tiró derecho al establo de las ovejas,
asustó a los pastores, mató como a una docena de bestias, devoró tres y se fue.
—Se fue... —Geralt movió la cabeza—. Y ¿punto final?
—Quiá. Porque a la mañana siguiente volvió, esta vez más cerca de la
ciudad. Hizo un picado sobre un grupo de mujeres que estaban lavando sábanas a
la orilla del Braa. ¡No veas cómo gritaban, compadre! En la vida me he reído
tanto. El dragón voló luego dos veces en círculo sobre Holopole y se fue a los
pastos; allí se lió otra vez con las ovejas. Sólo entonces comenzó el guirigay y la
turbamulta, porque la vez anterior pocos habían creído a los pastores. El
burgomaestre movilizó a la milicia municipal y a la de los gremios, pero
mientras se formaban, la plebe tomó el asunto en sus manos y lo solucionó.
—¿Cómo?
—Con un interesante método popular. El maestro zapatero de la villa, un tal
Comecabras, inventó un método contra el reptil. Mataron una oveja, la llenaron
de eléboro, belladona, beleño, azufre y pez de zapatero. Para estar seguros, el
boticario local metió dentro dos cuartos de su mezcla para los forúnculos, y el
sacerdote del santuario de Kreve echó unos rezos sobre el cadáver. Luego
colocaron la oveja preparada en el centro del establo, apoyada en un estaca.
Nadie creía de verdad que el dragonzuelo se iba a dejar engañar por una mierda
que apestaba a una legua, pero la realidad superó nuestras expectativas. Pasando
por alto a las ovejas vivas y balantes, el reptil se tragó el anzuelo junto con la
estaca.
—¿Y qué? Habla ya, Jaskier.
—¿Y es que hago y o otra cosa? ¡Si estoy hablando! Escuchad lo que sucedió
después. No había pasado ni el tiempo que a un hombre bien entrenado le lleva
desatarle el corsé a una dama, cuando el dragón comenzó a bramar y a soltar
humo, por delante y por detrás. Dio una voltereta, intentó echar a volar, luego se
quedó roque y dejó de moverse. Dos voluntarios se acercaron para comprobar si
el bicho envenenado todavía respiraba. Eran el sepulturero local y el tonto del
pueblo, que había sido engendrado por la hija retrasada de un leñador y una
subcompañía de piqueros mercenarios que habían pasado por Holopole todavía
en tiempos de la revuelta del voievoda Ahoganutrias.
—Anda que no mientes, Jaskier.
—No miento, sólo coloreo, y esto es una diferencia.
—Bien pequeña. Cuenta, no pierdas el tiempo.
—Y bueno, como he dicho, allá se fueron el sepulturero y el valiente idiota
con carácter de patrulla de reconocimiento. Después levantamos en su honor un
túmulo, pequeño pero alegre a la vista.
—Ajá —dijo Borch—. Eso quiere decir que el dragón aún vivía.
—Y cómo —dijo Jaskier con alegría—. Vivía. Pero estaba tan débil que no se
comió ni al sepulturero ni al cretino, sólo les lamió la sangre. Y luego, para
preocupación general, echó a volar, despegando con bastantes trabajos. Cada
legua y media se caía, se alzaba de nuevo. A veces caminaba, arrastrando las
patas traseras. Aquellos más atrevidos le siguieron, manteniendo contacto visual.
Y ¿sabéis qué?
—Habla, Jaskier.
—El dragón se metió en una garganta de las montañas de los Milanos, cerca
de donde mana el río Braa, y se escondió en una cueva.
—Ahora está todo claro —dijo Geralt—. El dragón seguramente estaba en
esas cuevas desde hacía siglos, aletargado. He oído hablar de tales casos. Y allí
debe de encontrarse su tesoro. Ahora sé por qué bloquean el puente. Alguien
quiere poner la zarpa sobre ese tesoro. Y ese alguien es Niedamir de Caingorn.
—Precisamente —confirmó el trovador—. Toda Holopole está que echa
chispas por ello, porque allí piensan que el dragón y el tesoro les pertenecen.
Pero ellos vacilan en vérselas con Niedamir. Niedamir es un crío que todavía no
ha comenzado a afeitarse, pero ya ha conseguido probar que no trae a cuenta el
meterse con él. Y él necesita a este dragón como al diablo, por eso ha
reaccionado tan pronto.
—Necesita el tesoro, quieres decir.
—De hecho necesita más el dragón que el tesoro. Porque, ¿sabéis?, a
Niedamir se le hace la boca agua a causa del principado vecino de Malleore.
Allí, después de la muerte súbita y bastante extraña del príncipe, ha quedado una
princesa en edad, por así decirlo, de merecer. Los nobles de Malleore miran con
pocas ganas a Niedamir y a otros competidores porque saben que un nuevo
gobernante les va a sujetar las riendas bien cortas, no como una princesa
mocosa. Así que desenterraron una vieja y polvorienta pragmática que dice que
la mitra y la mano de la muchacha serán de aquel que venza a un dragón. Como
hace siglos que nadie ve un dragón por aquí, pensaron que iban a estar tranquilos.
Niedamir, por supuesto, se hubiera reído de la ley enda, se hubiera hecho con
Malleore a mano armada y santas pascuas, pero cuando corrió la noticia del
dragón de Holopole, se dio cuenta de que podría vencer a la nobleza malleorina
con sus propias armas. Si apareciera por allí llevando la cabeza del dragón, el
pueblo le recibiría como a un monarca enviado por los dioses, y los magnates no
se atreverían ni a abrir el pico. ¿Os asombráis entonces de que corra tras el
dragón como el lobo tras la liebre? ¿Y encima de uno que apenas menea las
patas? Esto es para él una verdadera ganga, la sonrisa de la fortuna, voto al
diablo.
—Y mandó cerrar los caminos a la concurrencia.
—Pues claro. Y a los holopolacos. Aunque también envió por todos los
alrededores caballos con salvoconductos. Para los que vayan a matar al dragón,
porque Niedamir no está precisamente ansioso por entrar él mismo en la cueva
con la espada. En un pispas se han reunido los más famosos matadragones. A la
may oría seguro que los conoces, Geralt.
—Es posible. ¿Quién ha venido?
—Ey ck de Denesle, en primer lugar.
—Que me... —El brujo silbó bajito—. Ey ck, el temeroso de dios, el virtuoso,
el caballero sin miedo ni mácula en persona.
—¿Lo conoces, Geralt? —preguntó Borch—. ¿De verdad se le dan tan bien los
dragones?
—Y no sólo los dragones. Ey ck se las arregla con cualquier monstruo. Ha
matado incluso mantícoras y grifos. También se ha cargado algunos dragones, he
oído decir. Es bueno. Pero me echa a perder el negocio, el cabrón, porque no
cobra por ello. ¿Quién más, Jaskier?
—Los Sableros de Crinfrid.
—Puaf, entonces el dragón ya está muerto. Incluso si se hubiera curado.
Estos tres son una banda estupenda, luchan poco limpiamente pero son eficaces.
Acabaron con todos los doblecolas y las culebras de aire de Redania, y de paso
cayeron tres dragones rojos y uno negro, y esto ya es algo. ¿Son ésos todos?
—No. Se les sumaron además seis enanos. Cinco barbudos comandados por
Yarpen Zigrin.
—No lo conozco.
—Pero del dragón Posupuesto del monte Quesoblanc habrás oído hablar.
—Por supuesto. Y vi las piedras que procedían de su tesoro. Había zafiros de
colores nunca vistos y diamantes grandes como cerezas.
—Bueno, pues precisamente Yarpen Zigrin y sus enanos acabaron con
Posupuesto. Hay un romance sobre esto, pero aburrido, porque no es mío. Si no
lo has oído no te has perdido nada.
—¿Ésos son todos?
—Sí. Sin contar contigo. Has dicho que no sabías lo del dragón; quién sabe,
puede que fuera verdad. Pero ahora ya lo sabes. ¿Y qué?
—Y nada. No me interesa ese dragón.
—¡Ja! Muy listo, Geralt. Como no tienes salvoconducto...
—No me interesa ese dragón, repito. ¿Y qué pasa contigo, Jaskier? ¿Qué es lo
que tanto te arrastra en esa dirección?
—Lo normal. —El trovador se encogió de hombros—. Hay que estar cerca
de los acontecimientos y las atracciones. De la lucha con este dragón se oirá
hablar mucho. Claro que podría componer un romance de oídas, pero sonará
completamente distinto si lo canta alguien que vio la lucha con sus propios ojos.
—¿Lucha? —sonrió Tres Grajos—. Más bien algo así como una matanza del
cerdo o el descuartizamiento de una carroña. Os escucho, y de mi asombro no
puedo salir. Famosos guerreros que corren hacia aquí todo lo aprisa que pueden
sus caballos para rematar a un dragón medio muerto al que antes había
envenenado un cabronazo. Dan ganas de reír y de vomitar.
—Te equivocas —dijo Geralt—. Si el dragón no cay ó envenenado en el sitio,
seguro que su organismo y a ha combatido la ponzoña y la bestia estará en plena
posesión de sus fuerzas. Esto, al fin y al cabo, no importa demasiado. Los
Sableros de Crinfrid lo matarán igual, sólo que, sin lucha, si quieres saberlo, no
podrá ser.
—¿Apuestas entonces por los Sableros, Geralt?
—Claro.
—De eso ná —habló el guardia artista, que había mantenido silencio hasta
entonces—. Los dragonzuelos son bestias mágicas y no se los mata si no es a
hechizo limpio. Si alguien se las puede apañar, pues entonces sólo es la hechicera
esa que pasó por acá ay er.
—¿Quién? —Geralt torció la cabeza.
—Una hechicera —dijo el guardia—. Como dije.
—¿Dio su nombre?
—Diolo, pero lo olvidé. Tenía salvoconducto. Mozuela era, guapetona, a su
manera, pero los ojos... Vos sabéis, señores. Se te mete un frío por el cuerpo
cuando una de ésas te mira.
—¿Sabes algo de esto, Jaskier? ¿Quién puede ser?
—No. —El bardo frunció el ceño—. Moza, guapa y esos ojos. Vay a unas
señas. Todas son así. Ni una de las que conozco, y conozco muchas, parece
may or de veinticinco o treinta, y algunas, por lo que he oído, hasta recuerdan los
tiempos en los que el bosque estaba donde ahora está Novigrado. Pues si no,
¿para qué están los elixires de mandrágora? Y los ojos se los enjuagan también
con mandrágora para que les brillen. Mujeres, al fin y al cabo.
—¿No era pelirroja? —preguntó el brujo.
—No, señor —dijo el decurión—. Moreneta.
—¿Y qué caballo llevaba? ¿Uno castaño con estrella blanca?
—No. Negro, como ella. Pues eso, señores, os digo, ella al dragón lo mata.
Un dragón es faena para un hechicero. Los hombres no tienen poder para ello.
—Interesante lo que diría a esto el zapatero Comecabras —se rió Jaskier—. Si
hubiera tenido a mano algo más fuerte que eléboro y belladona, el pellejo del
dragón estaría secándose ahora en las empalizadas de Holopole, el romance
estaría listo y yo no me estaría asando aquí al sol...
—¿Y qué pasó para que Niedamir no te llevara con él? —preguntó Geralt
mientras miraba torvamente al poeta—. Pues estabas en Holopole cuando partió.
¿Acaso al rey no le gustan los artistas? ¿Cuál fue la causa de que estés aquí
asándote en vez de tocar tus romances junto al estribo del rey?
—La causa fue una joven viuda —dijo Jaskier de mal humor—. Así se la
lleve el diablo. Remoloneé un poco y al día siguiente Niedamir y el resto y a
estaban al otro lado del río. Se llevaron consigo hasta a ese Comecabras y a los
batidores de la milicia holopolaca; sólo de mí se olvidaron. Se lo estoy explicando
aquí al decurión y él a lo suy o...
—Hay salvoconducto, se pasa —dijo impasible el alabardero al tiempo que
se apoyaba en la pared de la caseta de guardia—. No lo hay, no se pasa.
Órdenes...
—Oh —le interrumpió Tres Grajos—. Las muchachas vuelven con la
cerveza.
—Y no solas —añadió Jaskier, levantándose—. Mirad qué caballo. Como un
dragón.
Desde un bosquecillo de abedules venían cabalgando a paso vivo las
zerrikanas, flanqueando a un jinete que iba sobre un semental enorme, rebelde,
nervioso.
El brujo también se levantó.
El jinete llevaba un caftán violeta de terciopelo con cordoncillos de seda y un
corto abrigo con forro de marta. Erguido en su silla, los miraba orgulloso. Geralt
conocía tal mirada. Y no era especialmente de su agrado.
—Os saludo, señores. Me llamo Dorregaray —se presentó el jinete mientras
descabalgaba despacio y orgullosamente—. Maestro Dorregaray. Nigromante.
—Maestro Geralt. Brujo.
—Maestro Jaskier. Poeta.
—Borch, llamado Tres Grajos. Y a mis muchachas, las que están quitando el
bitoque del barrilete, y a las conocéis, don Dorregaray.
—Cierto, de hecho —dijo el hechicero sin sonreír—, intercambiamos saludos,
yo y las hermosas guerreras de Zerrikania.
—Bueno, entonces, ¡salud! —Jaskier repartió los vasillos de cuero que había
traído Vea—. Bebed con nosotros, señor hechicero. Don Borch, ¿le damos
también al decurión?
—Claro. Ven acá con nosotros, soldadillo.
—Juzgo —dijo el nigromante, después de haber bebido un pequeño y
distinguido trago— que a los señores les ha traído a la barrera del puente el
mismo objetivo que a mí.
—Si os referís al dragón, don Dorregaray —dijo Jaskier—, así es. Quiero
pasar allá y componer una balada. Por desgracia, aquí el decurión, persona por
lo visto sin modales, no me deja pasar. Exige un salvoconducto.
—Mil perdones pido. —El alabardero bebió su cerveza y chasqueó la lengua
—. Me mandaron no dejar a ninguno pasar sin salvoconducto, so pena de mi
pescuezo. Y por lo visto Holopole toda entera ha juntado carros y quiere subir al
monte a por el dragón. Prohibido tengo...
—Tus órdenes, soldado —Dorregaray frunció el ceño—, se refieren a esa
chusma, que podría mercadear, a las putas, que podrían sembrar el desenfreno y
la repugnante flojera, a los ladrones, alborotadores y tunantes. Pero no a mí.
—No pasa nadie sin salvoconducto —se enfureció el decurión—. Maldita
sea...
—No maldigas —le interrumpió Tres Grajos—. Mejor échate otro trago. Tea,
sirve a este valiente soldado. Y sentémonos, señores. Beber de pie, a toda prisa y
sin la solemnidad correspondiente no es propio de nobles caballeros.
Se sentaron en las vigas alrededor del barrilete. El alabardero, recién
ordenado caballero, enrojeció de satisfacción.
—Bebe, valiente centurión —le animó Tres Grajos.
—Decurión soy, que no centurión.
El alabardero enrojeció aún más.
—Pero llegarás a centurión, seguro. —Borch sonrió—. Eres hombre de luces;
ascenderás en un suspiro.
Dorregaray, rechazando otra ronda, se volvió hacia Geralt.
—En la ciudad aún se habla del basilisco, noble brujo, y tú y a vas detrás del
dragón, por lo que veo —dijo en voz baja—. Interesante, ¿tan necesitado estás de
dinero o es por simple gusto que matas a seres amenazados de extinción?
—Extraña curiosidad —respondió Geralt— por parte de alguien que se las
pela para llegar a tiempo a la matanza del dragón y poder sacarle los dientes,
valioso componente de pomadas y elixires hechiceriles. ¿Es acaso verdad, noble
hechicero, que los que se arrancan a un dragón vivo son los mejores?
—¿Estás seguro de que por eso voy allí?
—Lo estoy. Pero ya se te ha adelantado alguien, Dorregaray. Una
compañera tuya ha tenido ya tiempo de acudir con un salvoconducto que tú no
tienes. Morena, si te interesa.
—¿En un caballo negro?
—Al parecer.
—Yennefer —dijo Dorregaray, abatido.
Al brujo le recorrió un escalofrío que nadie percibió.
Cayó un silencio que fue interrumpido por un eructo del futuro centurión.
—Nadie... sin salvoconducto...
—¿Bastarían veinte Untares? —Geralt sacó con serenidad la bolsa que había
recibido del gordo alcalde.
—Geralt —sonrió enigmáticamente Tres Grajos—, sin embargo...
—Perdóname, Borch. Lo siento; no voy con vosotros a Hengfors. Quizás otro
día. Quizá volvamos a encontrarnos.
—Nada me obliga a ir a Hengfors —dijo despacio Tres Grajos—. Nada de
nada, Geralt.
—Guardad ese saquete, señor —habló con voz amenazadora el futuro
centurión—. Esto, corrupción normal y corriente es. Ni por trescientos os dejaría
pasar.
—¿Y por quinientos? —Borch sacó su bolsa—. Guarda tu saquete, Geralt. Yo
pago el peaje. Ha empezado a divertirme esto. Quinientos, señor soldado. Cien
por cabeza, contando a mis muchachas como una sola hermosa cabeza. ¿Qué?
—Ay, ay, ay —se lamentó el futuro centurión, guardando bajo el gabán la
bolsa de Borch—. ¿Qué le diré al rey ?
—Dile —habló Dorregaray, incorporándose y sacando del cinturón una varita
de marfil muy adornada— que el miedo te paralizó cuando viste.
—¿Qué vi, señor?
El hechicero agitó la varita, gritó un encantamiento. Un pino que crecía en el
talud de la orilla del río estalló en fuego, en un instante se cubrió de furiosas
llamas, completamente, desde el suelo hasta la copa.
—¡A los caballos! —Jaskier, levantándose, se colgó el laúd a la espalda—. ¡A
los caballos, señores! ¡Y señoras!
—¡Fuera la barrera! —aulló a los alabarderos el rico decurión que tenía
muchas posibilidades de convertirse en centurión.
En el puente, más allá de la barrera, Vea tiró de las riendas; el caballo
bailoteó, golpeó con los cascos sobre las tablas. La muchacha agitó las trenzas y
lanzó un agudo grito.
—¡Bravo, Vea! —repuso Tres Grajos—. ¡Adelante, nobles señores, al
galope! ¡Cabalgaremos a la zerrikana, con lelilíes y estruendos!
IV
—Va, mirad —dijo el mayor de los Sableros, Boholt, enorme e imponente
como un tronco de roble viejo—. Niedamir no os mandó a tomar los vientos,
señores míos, aunque yo seguro estaba de que iba a hacerlo. En fin, no somos
quién, las gentes del común, para cuestionar decisiones de reyes. Os invitamos a
la lumbre. Haceos campamento, paisanos. Y así, entre nosotros, brujo, ¿de qué
hablaste con el rey ?
—De nada —dijo Geralt, mientras apoy aba la espalda cómodamente en una
montura que estaba puesta junto a la hoguera—. Ni siquiera salió de la tienda a
vernos. Nos envió sólo a su totumfactum, como se llame...
—Gyllenstiern —dijo Yarpen Zigrin, un enano rechoncho y barbado,
mientras dejaba caer un enorme y resinoso tocón que había traído del bosque—.
Un currutaco arrogante. Un guarro bien gordo. Cuando nos unimos a ellos, va y
viene a mí, la nariz hasta las nubes: eh, eh, recordad las cosas, enanos, quién
manda aquí, a quién hay que obedecer, aquí, el rey Niedamir manda, y su
palabra es ley y dale. Me levanté y le oí, y pensaba que iba a decirles a mis
mozos que le tiraran al suelo y que me le iba a mear en la capa. Pero me retuvo,
¿sabéis?, el pensar que otra vez iban a decir por ahí que si los enanos son malos,
que si agresivos, que si hijos de puta y que si no es posible la... cómo se dice,
joder... la coensistencia, o como coño se diga. Y que otra vez iba a haber algún
pogromo en algún pueblo. Le escuché, muy fino y o; movía la cabeza.
—Parece entonces que don Gy llenstiern no sabe decir otra cosa —dijo Geralt
—. Porque a nosotros lo mismo nos dijo y también acabamos moviendo la
cabeza.
—A mi entender —habló el segundo de los Sableros, colocando una pelliza
sobre un montón de ramas—, malo ha sido que Niedamir no sus hay a echado.
Tanta copia de gentes va a por ese dragón que hasta da miedo. Un hormiguero.
Esto no es y a una partida de caza, sino un velatorio. Pelear entre tantas apreturas
no me gusta.
—Calla, calla, Devastadón —dijo Boholt—. En compañía mejor se viaja.
¿Qué te pasa?, como si no hubieras cazado ya dragones. Tras los dragones
siempre una tupa de gentes va, una feria casi, un lupanar con ruedas. Pero
cuando el bicho aparezca, ¿sabes quién quedará en el campo? Nosotros y no más.
Boholt calló por un instante, pegó un buen trago de una damajuana rodeada
de mimbre, se sopló los mocos sonoramente, tosió.
—Otra cosa —siguió— es que la práctica nos enseña que más de una vez,
después de apiolar al dragón, empieza la fiesta y la matanza, y ruedan cabezas
como si fueran garbanzos. Sólo cuando se parte el tesoro se tiran los cazadores al
cuello unos a otros. ¿Qué, Geralt? ¿Eh? ¿Tengo razón? Brujo, a ti te digo.
—Conozco tales casos —confirmó Geralt muy seco.
—Conoces, dices. Seguro que de oídas, porque hasta mis orejas no llegó que
hubieras matado a dragón alguno. En toda mi vida no oí que un brujo cazara
dragones. Por eso, más raro que nada es el que hay as aparecido por aquí.
—Cierto —ceceó Kennet, llamado el Cortapajas, el más joven de los
Sableros—. Raro es. Y nosotros...
—Espera, espera, Cortapajas. Estoy y o hablando —le cortó Boholt—. Y de
todos modos, no pienso hablar largo. Si el brujo ya sabe de lo que trato... Yo lo
conozco y él me conoce; hasta ahora en el camino no nos estorbamos y creo que
así seguiremos. Porque, mirad, muchachos, si y o, es un suponer, le quisiera
estorbar al brujo en su trabajo o arramplarle el botín ante sus narices, pues
entonces el brujo me partiría en dos con su garrancha y con razón. ¿Me
equivoco?
Nadie afirmó ni negó. No parecía que Boholt necesitara ni una cosa ni otra.
—Así pues —siguió—, en compañía mejor se viaja, como dije. Y en una
campaña un brujo puede ser de provecho. Los alrededores son selvas y
despoblados; si se nos aparece un espanto o un girador, o una estrige, nos puede
liar una buena. Y si Geralt está cerca, no habrá problema ninguno, porque ésta es
su especialidad. Pero el dragón no es su especialidad. ¿Verdad?
De nuevo nadie afirmó ni negó.
—El señor Tres Grajos —siguió Boholt, pasando la damajuana al enano—
está con Geralt y esto me basta y me sobra como garantía. Entonces, ¿quién os
estorba: Devastadón, Cortapajas? ¿No será Jaskier?
—Jaskier —dijo Yarpen Zigrin, mientras le daba la garrafa al bardo—
siempre aparece allá donde algo pasa, y todos saben que no estorba, no ayuda y
que la marcha no retrasa. Como una pulga en el rabo de un perro. ¿No,
muchachos?
Los « muchachos» , unos enanos cuadrados y barbudos, se rieron mesándose
las barbas. Jaskier se echó su sombrerillo hacia atrás y pegó un trago de la
damajuana.
—Oooooh, la puta. —Jadeó, tomó aire—. Hasta se le come a uno la voz. ¿De
qué esta hecho, de escorpiones?
—Una cosa no me gusta, Geralt —dijo Cortapajas, y aceptó la botija del
ministril—. Que nos hayas traído aquí al hechicero ése. Se nos salen los
hechiceros hasta por las orejas.
—Cierto —le tomó la palabra el enano—. Cortapajas con razón habla. Ese
Dorregaray nos es aquí tan necesario como una montura a un puerco. Desde
hace no mucho tenemos ya nuestra propia bruja, la noble Yennefer, lagarto,
lagarto.
—Sííí —dijo Boholt mientras se rascaba su nuca de toro, de la que hacía un
instante había descolgado un collarín de cuero armado con tachuelas de acero—.
Hechiceros aquí hay demasiados, señores míos. En concreto dos de más. Y
demasiado se han pegado ellos a nuestro Niedamir. Mirad sólo cómo nosotros
estamos aquí, bajo las estrellas, a la lumbre, y ellos, señores míos, bien calentitos,
en la tienda del rey, maquinan algo, las zorras astutas. Niedamir, la bruja, el
hechicero y Gy llenstiern. Pero Yennefer es la peor. Y ¿os digo lo que traman?
Cómo darnos por culo, eso es.
—Y corzo que comen, los tíos —añadió, triste, Cortapajas—. Y ¿qué hemos
comido nosotros? ¡Marmota! Y la marmota, os pregunto, ¿qué es? Una rata, no
otra cosa. Entonces, ¿qué es lo que hemos comido? ¡Una rata!
—Déjalo —habló Devastadón—. A poco probaremos cola de dragón. No hay
nada como la cola de dragón asada a la parrilla.
—Yennefer —siguió Boholt— es una hembra malvada, perversa y
deslenguada. No como vuestras muchachas, don Borch. Ellas calladitas son, y
amables, oh, mirad, están sentadas al lado de los caballos, afilan el sable, y pasé
al lado, les conté un chiste y se rieron, me mostraron sus dientecillos. Sí, me
agradan, no como esa Yennefer que sólo trama y trama. Os digo, hay que
andarse con cuidado, que si no, a la mierda nuestro acuerdo se irá.
—¿Qué acuerdo, Boholt?
—¿Qué, Yarpen, se lo decimos al brujo?
—No veo por qué no —dijo el enano.
—No queda orujo —se entrometió Cortapajas, poniendo la damajuana boca
abajo.
—Pues trae más. Tú eres el más mozo, señor mío. Y el acuerdo, Geralt,
nosotros nos lo pensamos, porque mercenarios o esbirros de pago no somos, y no
nos va a mandar Niedamir a por el dragón echándonos un par de piezas de oro a
los pies. La verdad es que nosotros nos las apañamos con el dragón sin Niedamir,
pero Niedamir sin nosotros no se las apaña. Y así está claro quién vale más y a
quién la parte más sustanciosa le corresponde. Y pusimos el asunto
honradamente: aquellos que a una lucha mano a mano vayan y al dragón cacen,
se llevan la mitad del tesoro. Niedamir, a causa de su nacimiento y sus títulos, se
lleva un cuarto, lo quiera o no. Y el resto, si acaso ayudaran, se parten entre ellos
el cuarto que sobra, a partes iguales. ¿Qué piensas de esto?
—Y ¿qué es lo que piensa Niedamir?
—No dijo ni que sí ni que no. Pero más le vale no ponerse en medio, al
criajo. Os digo: él sólo contra el dragón no se va a echar, tiene que dejárselo a los
profesionales, es decir, a nosotros, Sableros, y Yarpen y sus muchachos.
Nosotros, y no otros, nos echamos al dragón a distancia de espada. El resto,
incluidos los hechiceros, si prestan ay uda honradamente, se partirán entre sí un
cuarto del tesoro.
—Además de los hechiceros, ¿a quién contáis entre ese resto? —se interesó
Jaskier.
—Por supuesto que no a musicantes ni juntaversos —se rió Yarpen Zigrin—.
Incluimos a aquellos que trabajan con hachas y no con laúdes.
—Ajá —dijo Tres Grajos, mirando al cielo estrellado—. Y ¿con qué trabajan
el zapatero Comecabras y su patulea?
Yarpen Zigrin escupió al fuego, murmurando algo en enanés.
—La milicia de Holopole conoce estas putas sierras y hace de guía —dijo en
voz baja Boholt—, así que de justicia es dejarlos tomar parte en el botín. El
zapatero, sin embargo, es cosa aparte. ¿Sabéis?, no estaría bien que la bellaquería
entera tornara a creer que si aparece un dragón en el vecindario, en vez de
mandar buscar a los profesionales, se le puede echar un venenillo como el que no
quiere la cosa y seguir guarreando con las mozas en el pajar. Si tal proceder se
generalizase, íbamos a acabar teniendo que ir a mendigar. ¿No?
—Cierto —añadió Yarpen—. Por eso os digo que a ese zapatero le tiene que
pasar algo malo por pura casualidad, antes de que el cabronazo entre en la
ley enda.
—Le tiene que pasar y le pasará —dijo Devastadón con énfasis—.
Dejádmelo a mí.
—Y Jaskier —se le ocurrió al enano— le va a sajar el culo en un romance; en
ridículo lo va a poner. Para que le alcancen la vergüenza y la ignominia por los
siglos de los siglos.
—Os habéis olvidado de alguien —dijo Geralt—. Hay aquí uno que os puede
aguar la fiesta. Uno que no hará partición alguna ni acuerdos. Hablo de Eyck de
Denesle. ¿Habéis hablado con él?
—¿De qué? —inquirió Boholt, mientras reavivaba el fuego con un palo—. Con
Eyck, Geralt, no se puede hablar. Él no entiende de negocios.
—Según nos acercamos a vuestro campamento —dijo Tres Grajos— nos lo
encontramos. Estaba de rodillas sobre una piedra, con toda la armadura, y
miraba como un bobo al cielo.
—Siempre hace lo mismo —habló Cortapajas—. Medita o hace rezos. Dice
que tiene que hacerlo, porque los dioses le mandaron proteger a la gente del Mal.
—Allá en mi tierra, en Crinfrid —murmuró Boholt—, a los tales se los guarda
en los establos, atados a una cadena, y se les da un cacho de carbón, y entonces
ellos pintan cosas raras en las paredes. Pero basta y a de murmurar del prójimo;
de negocios estábamos hablando.
En el círculo de luz entró sin hacer ruido una joven no muy alta de cabellos
negros sujetos con una red de oro y envuelta en una capa de lana.
—¿Qué es lo que apesta tanto aquí? —preguntó Yarpen Zigrin, fingiendo
como que no la veía—. ¿No será azufre?
—No. —Boholt, mirando a un lado, aspiró aire por la nariz, desafiante—. Es
almizcle o puede que otro perfumillo.
—No, creo que es... —El enano frunció el ceño—. ¡Ah! ¡Es la noble doña
Yennefer! ¡Bienvenida, bienvenida!
La hechicera recorrió con la mirada lentamente a los allí reunidos, detuvo por
un momento sus ojos relampagueantes sobre el brujo. Geralt sonrió suavemente.
—¿Permitís que me siente?
—Pero por supuesto, benefactora nuestra —dijo Boholt y soltó un hipido—.
Sentaos aquí, en la montura. Menea el culo, Kennet, y dale la silla a la hermosa
hechicera.
—Los señores hablan aquí de negocios, por lo que oigo. —Yennefer se sentó,
echando hacia delante unas agraciadas piernas embutidas en medias negras—.
¿Sin mí?
—No nos atrevimos —dijo Yarpen Zigrin— a importunar a persona de tanta
importancia.
—Tú, Yarpen —Yennefer entrecerró los ojos, volvió la cabeza hacia el enano
—, mejor cállate. Desde el primer día me desafías tratándome como si fuera
aire, así que sigue haciendo lo mismo en adelante, no te molestes. Porque a mí
tampoco me molesta.
—Pero qué decís, señora. —Yarpen mostró sus dientes irregulares en una
sonrisa—. Que se me coman las pulgas si no os trato mejor que al aire. Al aire,
por ejemplo, lo jodo a veces, lo que con vos no me atrevería a hacer en ningún
caso.
Los barbados « muchachos» risotearon a grandes voces, pero se callaron a la
vista del aura azulada que súbitamente rodeó a la hechicera.
—Una sola palabra más y de ti no quedará más que un poco de aire jodido,
Yarpen —dijo Yennefer con una voz en la que resonaba el metal—. Y una
mancha negra en la hierba.
—Pues eso. —Boholt carraspeó, descargando el silencio que había caído—.
Calla, Zigrin. Escuchemos qué tiene que decirnos doña Yennefer. Se quejó ahora
mismo de que sin ella de negocios hablamos. De lo que deduzco que tiene para
nosotros alguna propuesta. Escuchemos, señores míos, qué propuesta es. Salvo
que nos propusiera que ella sola, con hechizos, se cargara al dragón.
—¿Y qué? —Yennefer alzó la cabeza—. ¿Piensas que es imposible, Boholt?
—Y puede que posible. Pero a nosotros no nos traería cuenta, porque seguro
que entonces pediríais la mitad del tesoro dragonero.
—Cómo mínimo —dijo con frialdad la hechicera.
—Bueno, entonces vos misma veis que esto para nosotros no es negocio.
Nosotros, señora, pobres guerreros somos, si el botín se nos escapa, nos veremos
en los brazos del hambre. Nosotros, de acederas y armuelles nos alimentamos...
—Y fiesta es cuando alguna vez una marmota cazamos —dijo Yarpen Zigrin
con voz triste.
—... y agua de la fuente bebemos. —Boholt echó un trago de la damajuana
y se estremeció ligeramente—. Para nosotros, doña Yennefer, no hay salida. O
el botín o helarse en invierno junto a una cerca. Y las posadas son caras.
—Y la cerveza —añadió Devastadón.
—Y las hembras de mal vivir —dijo, soñador, Cortapajas.
—Por eso —Boholt miró al cielo—, nosotros, sin encantamientos y sin vuestra
ay uda, mataremos al dragón.
—¿Estás seguro? Recuerda que hay límites de lo posible, Boholt.
—Puede ser, pero yo nunca los encontré. No, señora. Lo digo otra vez: solos
mataremos al dragón, sin encantamiento alguno.
—Sobre todo —añadió Yarpen Zigrin—, porque los encantamientos seguro
que tienen también sus límites de lo posible, los cuales, a diferencia de los
nuestros, no conocemos.
—¿Tú sólito has pensado eso —preguntó despacio Yennefer—, o alguien te lo
ha dicho? ¿No es la presencia del brujo en este noble círculo lo que os permite
estar tan confiados?
—No —dijo Boholt, mientras miraba a Geralt, que fingía echar una
cabezada, tumbado sobre la manta y con la cabeza apoy ada en la montura—. El
brujo no tiene nada que ver con esto. Escuchad, noble Yennefer. Propusimos algo
al rey ; no nos honró con una respuesta. Esperaremos pacientemente hasta el
alba. Si el rey el trato acepta, seguiremos juntos hacia delante. Si no, nos
volvemos.
—Nosotros también —bramó el enano.
—Regateo no habrá —continuó Boholt—. O todo o nada. Repetidle nuestras
palabras a Niedamir, doña Yennefer. Y os diré: el trato es bueno para vos
también, y para Dorregaray, si os ponéis con él de acuerdo. A nosotros, sea
dicho, el cadáver del dragón no nos es necesario; sólo la cola nos llevaremos. Y
el resto será vuestro; tomad y coged lo que queráis. No os escatimaremos ni los
dientes ni el cerebro, nada de lo que os sea necesario para vuestras hechicerías.
—Por supuesto —añadió Yarpen, riéndose—. La carroña será para vos,
hechiceros, nadie os la quitará. A no ser que sean algunos otros buitres.
Yennefer se levantó, echándose la capa sobre los hombros.
—Niedamir no va a esperar hasta el amanecer —dijo enfadada—. Acepta
vuestras condiciones desde ahora mismo. En contra, sabedlo, de mi consejo y del
de Dorregaray.
—Niedamir —fue diciendo poco a poco Boholt— muestra un buen juicio que
asombra en tan joven rey. Porque para mí, doña Yennefer, el buen juicio
significa, entre otras cosas, la capacidad de dejar que entren por un oído y salgan
por el otro los consejos idiotas o falsarios.
Yarpen Zigrin se mesó la barba.
—Ya diréis otra cosa —dijo la hechicera poniendo los brazos en jarras—
cuando mañana el dragón os aplaste, os agujeree y os rompa la crisma. Me
vendréis a besar las botas y a suplicar ayuda. Como siempre. Que bien os
conozco, que bien conozco a los que son como vosotros. Hasta la náusea os
conozco.
Se dio la vuelta, se introdujo en las tinieblas, sin despedirse.
—En mis tiempos —dijo Yarpen Zigrin—, los hechiceros vivían en torres,
leían libros de ciencia y removían los crisoles con la badila. No se les metían
entre las patas a los guerreros, no se mezclaban en nuestros asuntos. Y no
meneaban el culo delante de los muchachos.
—Culo que, para ser sincero, no es gran cosa —dijo Jaskier, templando el
laúd—. ¿Qué, Geralt? ¿Geralt? Eh, ¿dónde se ha metido el brujo?
—¿Y qué nos importa a nosotros? —murmuró Boholt, echando más leña al
fuego—. Se fue. Quizás a cambiar el agua a las aceitunas, señores míos. Asunto
suyo.
—Seguro —aceptó el bardo y pasó el laúd por las cuerdas—. ¿Os canto algo?
—Canta, joder —dijo Yarpen Zigrin y escupió—. Pero no pienses que te voy
a dar ni un céntimo por tus berridos. Esto, chaval, no es un palacio real.
—Eso se ve —movió la cabeza afirmativamente el trovador.
V
—Yennefer.
Se dio la vuelta, como sorprendida, aunque el brujo no dudaba de que ya de
lejos había escuchado sus pasos. Puso sobre la tierra el cubo de madera, se
irguió, retiró de su frente los cabellos que se escapaban bajo la redecilla de oro,
los rizos retorcidos que caían sobre los hombros.
—Geralt.
Como de costumbre, sólo llevaba dos colores, negro y blanco. Negros
cabellos, negras y largas pestañas que obligaban a adivinar el color de los ojos
escondidos por ellas. Una falda negra, un corto caftán negro con cuello de piel
blanca. Una camisa del más fino lino. En el cuello una cinta negra de terciopelo
adornada con una estrella de obsidiana cuajada de diamantes.
—No has cambiado nada.
—Tú tampoco. —Yennefer frunció los labios—. Y en ambos casos es lo
normal. O, si prefieres, lo anormalmente normal. De cualquier modo, decir esto,
aunque pueda ser una buena forma para comenzar una conversación, es absurdo.
¿No es cierto?
—Cierto —afirmó él con un ademán de la cabeza, miró a un lado, en
dirección a la tienda y las hogueras de los arqueros reales, medio escondidas
detrás de las negras siluetas de los carromatos. Desde el fuego más alejado les
alcanzaba la sonora voz de Jaskier cantando « Estrellas en el camino» , uno de sus
romances de amor más conseguidos.
—En fin, ya hemos dejado atrás la introducción —dijo la hechicera—.
Escuchemos lo que sigue.
—¿Ves, Yennefer...?
—Veo —le cortó con fuerza—. Pero no comprendo. ¿Por qué has venido
aquí, Geralt? ¿Seguro que no es por el dragón? Supongo que en este aspecto no
habrás cambiado.
—No. No he cambiado.
—Entonces, pregunto, ¿por qué te has unido a nosotros?
—Si dijera que a causa tuya, ¿lo creerías?
Lo miró en silencio, y en sus ojos relampagueantes brillaba algo que no le
gustaba.
—Te creo, por qué no —dijo por fin—. A los hombres les gusta encontrarse
con sus antiguas amantes, les gusta revivir los recuerdos. Les gusta imaginarse
que los antiguos arrebatos amorosos les dan algo así como un derecho perpetuo
de propiedad sobre la mujer. Tal cosa influye positivamente sobre su estado de
ánimo. No eres una excepción. Pese a todo.
—Pese a todo —sonrió—. Tienes razón, Yennefer. Verte influye
maravillosamente sobre mi estado de ánimo. En otras palabras, me alegro de
verte.
—¿Y eso es todo? Bueno, digamos que yo también me alegro. Alegrados ya,
te deseo buenas noches. Me voy, como ves, a dormir. Antes de ello tengo
intenciones de lavarme, y para esta actividad tengo la costumbre de desnudarme.
Así que vete, para concederme al menos la cortesía de un mínimo de discreción.
—Yen.
Desplazó una mano hacia ella.
—¡No me llames así! —gritó ella con rabia, saltando, y de los dedos que
apuntó en dirección a él salieron chispas rojas y azules—. Si me tocas te
quemaré los ojos, canalla.
El brujo retrocedió. La hechicera, algo más tranquila, se retiró de nuevo los
cabellos de la frente, se puso frente a él con los puños apoyados en las caderas.
—¿Qué pensabas, Geralt? ¿Que íbamos a charlotear alegremente, que íbamos
a recordar viejos tiempos? ¿Que quizá después de terminar con la charla nos
íbamos a ir juntos al carro e íbamos a hacer el amor, así, para reavivar los
recuerdos? ¿Qué?
Geralt, sin estar seguro de si la hechicera le leía el pensamiento por medio de
la magia o si sólo lo había adivinado, calló, adoptó una sonrisa torcida.
—Estos cuatro años han hecho lo suyo, Geralt. Ya se me ha pasado y única y
exclusivamente por ello no te escupí a los ojos cuando te vi hoy. Pero no te dejes
engañar por mi cortesía.
—Yennefer...
—¡Calla! Te di a ti más que a cualquier otro hombre, maldito seas. Y tú... Oh,
no, querido mío. No soy una puta ni una elfa encontrada en el bosque, a la que se
pueda abandonar por la mañana, irse sin despertarla, dejando sobre la mesa un
ramito de violetas. A la que se puede dejar al hazmerreír. ¡Ten cuidado! ¡Si dices
ahora siquiera una palabra lo vas a lamentar!
Geralt no dijo ni palabra, percibió sin error posible cómo le volvía el enfado a
Yennefer. La hechicera se retiró de nuevo de la frente los cabellos desobedientes,
lo miró a los ojos desde cerca.
—Nos hemos encontrado, qué se le va a hacer —dijo en voz baja—. No
vamos a dar un espectáculo ante todos éstos. Vamos a mantener el tipo.
Fingiremos ser buenos conocidos. Pero no cometas un error, Geralt. Entre tú y
y o no hay ya nada. Nada, ¿entiendes? Y alégrate porque esto significa que he
rechazado ciertos proyectos que todavía no hace mucho tenía con respecto a ti.
Pero no significa que te haya perdonado. No te perdonaré, brujo. Nunca.
Se dio la vuelta con brusquedad, agarró el cubo, derramando agua, se fue
hacia el carro.
Geralt espantó un mosquito que le zumbaba junto al oído, caminó con lentitud
hacia el fuego ante el que unas escasas palmas recompensaban la actuación de
Jaskier. Miró al cielo granate por encima de la dentada y negra cadena de
cumbres. Tenía ganas de reír. No sabía por qué.
VI
—¡Cuidado allí! ¡Atentos estad! —gritaba Boholt mientras se daba la vuelta
sobre el pescante, en dirección a la columna—. ¡Más cerca de las peñas! ¡Estad
atentos!
Los carros se seguían unos a otros tropezando sobre las piedras. Los
carreteros maldecían, azotaban a los caballos con las riendas, se inclinaban,
atisbaban para ver si las ruedas estaban a suficiente distancia de los límites del
talud junto al que corría un camino estrecho y desigual. Abajo, en el fondo del
precipicio, se amontonaba la espuma blanca entre las rocas del río Braa.
Geralt sujetó el caballo, acercándose a la pared de piedra cubierta de un ralo
musgo de color del bronce y unas florescencias blancas que tenían el aspecto de
herpes. Dejó que le adelantara el furgón de los Sableros. Desde la cabeza de la
columna acudió galopando Cortapajas, que estaba dirigiendo la caravana junto
con los batidores de Holopole.
—¡Está bien! —gritó—. ¡Moved el culo! ¡Por delante hay más sitio!
El rey Niedamir y Gy llenstiern, ambos montados en potrancos y rodeados de
algunos arqueros también a caballo, llegaron a la altura de Geralt. Detrás de ellos
traqueteaba el carro de la impedimenta real. Aún más lejos los seguía el carro de
los enanos conducido por Yarpen Zigrin, quien gritaba sin descanso.
Niedamir, un escuchimizado y esbelto mozo con un abriguillo de piel de color
blanco, pasó al brujo, lanzándole una mirada paciente pero visiblemente
aburrida. Gy llenstiern se irguió, sujetó el caballo.
—Perdonad, señor brujo —le dijo, imperioso.
—Decid. —Geralt dio a la yegua con los tacones, se dirigió con lentitud hacia
el canciller, detrás del carro. Se asombró de que, teniendo una tripa tan
impresionante, Gyllenstiern prefiriera la silla a un cómodo viaje en el carro.
—Ayer —Gyllenstiern tiró ligeramente de las riendas que estaban cubiertas
de botones dorados, se echó sobre los hombros el capote turquesa—, ay er
dijisteis que no os interesaba el dragón. ¿Qué os interesa entonces, señor brujo?
¿Por qué vais con nosotros?
—Éste es un país libre, señor canciller.
—De momento. Pero en este cortejo, don Geralt, todos deben saber dónde
está su lugar. Y el papel que han de cumplir de acuerdo con la voluntad del rey
Niedamir. ¿Lo comprendéis?
—¿Qué es lo que queréis, don Gy llenstiern?
—Os lo diré. He oído decir que últimamente es difícil ponerse de acuerdo con
vosotros, brujos. La cosa es que si se le muestra al brujo un monstruo que matar,
el brujo, en vez de tomar la espada y darle un tajo, comienza a meditar si esto se
debe hacer, si no sobrepasa los límites de lo posible, si no está en contra del
código y si el monstruo es de verdad un monstruo, como si esto no se pudiera ver
al primer golpe de vista. Me da la sensación de que se os ha empezado a dar
demasiado bien. En mis tiempos los brujos no apestaban a dinero sino a peal. No
le daban vueltas, se cargaban a lo que se les señalara, les daba igual que fuera un
lobizón, un dragón o un cobrador de impuestos. Lo único que contaba era si los
cachitos eran suficientemente pequeños. ¿Qué, Geralt?
—¿Tenéis alguna tarea para mí, Gyllenstiern? —preguntó seco el brujo—.
Decid entonces lo que queréis. Entonces nos lo pensaremos. Y si no tenéis, para
qué cansarnos abriendo el pico, ¿no es cierto?
—¿Tarea? —suspiró el canciller—. No, no tengo. Aquí se trata de un dragón y
esto sobrepasa claramente tus límites de lo posible, brujo. Prefiero a los Sableros.
Quería simplemente aconsejarte. Advertirte. El rey Niedamir y yo podemos
tolerar los antojos de los brujos, que residen en dividir a los monstruos en buenos
y malos, pero no deseamos escucharlos, ni mucho menos ver cómo son
realizados. No te mezcles en los asuntos del rey. Y no hagas migas con
Dorregaray.
—No tengo por costumbre hacer migas con hechiceros. ¿De dónde sacáis
esas suposiciones?
—Dorregaray —dijo Gyllenstiern— sobrepasa en antojos hasta a los brujos.
No le basta con dividir a los monstruos en buenos y malos. Afirma que todos son
buenos.
—Exagera un poco.
—Indudablemente. Pero defiende sus ideas con asombrosa vehemencia. De
verdad, no me asombraría si le pasara algo. Y como se unió a nosotros en
extraña compañía...
—No soy compañía para Dorregaray. Ni él para mí.
—No me interrumpas. La compañía es extraña. Un brujo que está tan lleno
de escrúpulos como una piel de lince de piojos. Un hechicero que repite las
tonterías de los druidas sobre el equilibrio de la naturaleza. Un callado caballero,
Borch Tres Grajos, y su escolta de zerrikanas, país, como es sabido, donde se
realizan ofrendas delante de una imagen de dragón. Y todos ellos se unen de
pronto a la caza. Extraño, ¿no es cierto?
—Si así lo decís, será verdad.
—Sabe, pues —dijo el canciller—, que los problemas más enigmáticos
encuentran, como confirma la práctica, las soluciones más sencillas. No me
obligues, brujo, a que eche mano de ellas.
—No entiendo.
—Entiendes, entiendes. Gracias por la conversación, Geralt.
Geralt se detuvo. Gy llenstiern azuzó al caballo, se unió al rey junto al carro
de la impedimenta. Junto a ellos pasó Eyck de Denesle con un caftán picudo de
piel blanca con marcas de la armadura, tirando de un caballo de carga sobre el
que iban la armadura, un escudo de plata de un solo color y una lanza enorme.
Geralt le saludó alzando una mano, pero el caballero andante miró para otro lado,
apretó sus anchos labios, golpeó al caballo con las espuelas.
—No le gustas demasiado —dijo Dorregaray, acercándose—. ¿No, Geralt?
—Por lo visto.
—Competencia, ¿verdad? Ambos lleváis a cabo una actividad parecida. Sólo
que Ey ck es un idealista y tú un profesional. Escasa diferencia, sobre todo para
aquellos a los que matáis.
—No me compares con Eyck, Dorregaray. Los diablos sabrán a quién
insultas con esa comparación, a él o a mí, pero no nos compares.
—Como quieras. Para mí, hablando con sinceridad, ambos sois igualmente
repugnantes.
—Gracias.
—No hay de qué. —El hechicero acarició el cuello de su caballo, que estaba
nervioso a causa de los gritos de Yarpen y sus enanos—. Para mí, brujo, llamar
caza al asesinato es repugnante, malvado e idiota. Nuestro mundo está en
equilibrio. El exterminio, el asesinato de cualquier ser que habita este mundo,
altera ese equilibrio. Y la falta de equilibrio hace dar un paso más hacia el
holocausto, el holocausto y el fin del mundo tal y como lo conocemos.
—La teoría de los druidas —afirmó Geralt—. La conozco. Me la explicó una
vez un viejo hierofante, aún en Rivia. Dos días después de nuestra conversación
le hicieron pedazos unos ratizones. No pareció haber una alteración del equilibrio.
—El mundo, te repito —Dorregaray le miró indiferente—, está en equilibrio.
Un equilibrio natural. Cada género tiene sus enemigos naturales, cada uno es
enemigo natural de otros géneros. Esto comprende también a los seres humanos.
El exterminio de los enemigos naturales del ser humano, al que te dedicas, y que
y a comienza a observarse, amenaza con llevar a la degeneración de la raza.
—¿Sabes qué, hechicero? —se enfureció Geralt—, echa un vistazo alguna vez
a una madre cuy o hijo fue devorado por un basilisco y dile que debiera alegrarse
porque gracias a eso la raza humana se salvó de la degeneración. Verás lo que te
contesta.
—Un buen argumento, brujo —dijo Yennefer cabalgando por detrás hacia
ellos sobre su enorme caballo negro—. Y tú, Dorregaray, ten cuidado con lo que
dices.
—No tengo por costumbre ocultar mis ideas.
Yennefer cabalgaba entre ellos. El brujo se dio cuenta de que la redecilla
dorada de sus cabellos había sido sustituida por una cinta hecha con un pañuelo
blanco enrollado.
—Pues comienza a ocultarlas cuanto antes, Dorregaray —dijo ella—. Sobre
todo delante de Niedamir y los Sableros, que ya sospechan que tienes intenciones
de impedir que maten al dragón. Mientras te limites a charlotear, te tratan como
a un maníaco inofensivo. Pero si intentas hacer algo, te retorcerán el pescuezo
antes de que alcances a respirar.
El hechicero sonrió despectivamente.
—Y aparte de eso —siguió Yennefer—, cuando expresas esas ideas hundes la
reputación de nuestra profesión y vocación.
—Y ¿cómo es eso?
—Tus teorías pueden referirse a toda clase de seres y monstruosidades. Pero
no a los dragones. Porque los dragones son los peores enemigos naturales del ser
humano. Y no se trata de la degeneración de la raza, sino de su pervivencia. Para
pervivir hay que librarse de los enemigos, de aquellos que pueden impedir tu
pervivencia.
—Los dragones no son enemigos del ser humano —introdujo Geralt.
La hechicera lo miró y sonrió. Sólo con los labios.
—En esta cuestión —dijo—, déjanos valorar a nosotros, los humanos. Tú,
brujo, no estás hecho para valorar. Tú estás para el trabajo a pie de obra.
—¿Como un golem programado y sin voluntad?
—La comparación es tuy a, no mía —le repuso con frialdad Yennefer—.
Pero, en fin, acertada.
—Yennefer —dijo Dorregaray—. Para una mujer de tu educación y de tu
edad hablas de un modo extraordinariamente necio. ¿Por qué precisamente los
dragones se han convertido para ti en los principales enemigos de la humanidad?
¿Por qué no otros seres cien veces más peligrosos, esos que tienen en su
conciencia cien veces más víctimas que los dragones? ¿Por qué no las hirikas,
doblecolas, mantícoras, amfisbenos o grifos? ¿Por qué no los ladrones?
—Te diré por qué. La supremacía del ser humano sobre otras razas y
géneros, su lucha por encontrar un lugar en la naturaleza, un espacio vital, será
realizada sólo cuando se elimine definitivamente el nomadismo, los
desplazamientos de un sitio a otro en busca de alimento, como ordena el
calendario de la naturaleza. En caso contrario no se alcanzará el crecimiento de
población necesario: el niño humano depende de otros durante demasiado
tiempo. Sólo la seguridad detrás de los muros de una ciudad o fortaleza permite a
la mujer dar a luz al ritmo adecuado, es decir, cada año. La fertilidad,
Dorregaray, es el progreso, es la condición para sobrevivir y dominar. Y aquí
llegamos a los dragones. Sólo un dragón, ningún otro monstruo, puede llegar a ser
una amenaza para una ciudad o una fortaleza. Si no se extermina a los dragones,
los humanos se dispersarán buscando seguridad, en lugar de unirse, porque el
fuego de dragón en un asentamiento densamente edificado es una pesadilla,
significa cientos de víctimas, significa un terrible holocausto. Por eso los dragones
han de ser destruidos hasta el último espécimen, Dorregaray.
Dorregaray la miró con una extraña sonrisa en sus labios.
—¿Sabes, Yennefer?, no quisiera llegar a vivir el momento en que se realizara
tu idea de la dominación del ser humano, cuando los tuy os ocupen el lugar que
les corresponda en la naturaleza. Por suerte, nunca se llegará a eso. Antes os
cortaréis el cuello los unos a los otros, os envenenaréis, os pudriréis con el
tabardillo y el tifus, porque son la suciedad y las pulgas los que amenazan
vuestras maravillosas ciudades, en las que las mujeres dan a luz cada año pero
donde sólo un niño de cada diez vive más de diez días. Sí, Yennefer, fertilidad,
fertilidad y otra vez fertilidad. Dedícate, querida mía, a dar a luz niños, porque
ésa es una tarea más natural para ti. Esto te ocupará el tiempo que ahora pierdes
estérilmente en imaginarte tonterías. Adiós.
El hechicero azuzó al caballo, galopó en dirección a la cabeza de la columna.
Geralt miró de reojo al rostro blanco y torcido en una rabiosa mueca de
Yennefer y comenzó a compadecer a Dorregaray por adelantado. Sabía de qué
se trataba. Yennefer, como la mayoría de las hechiceras, era estéril. Pero como
pocas hechiceras, se mortificaba por este hecho y a la mínima mención del
asunto reaccionaba con verdadera locura. Dorregaray seguramente lo sabía. Lo
que con toda probabilidad no sabía era lo vengativa que era ella.
—Va a tener problemas —siseó Yennefer—. Oh, los va a tener. Cuidado,
Geralt. No pienses que si algo pasa y tú no te muestras razonable, yo te voy a
defender.
—No tengas miedo —sonrió—. Nosotros, es decir, los brujos y golems sin
voluntad propia, actuamos siempre de modo razonable. Al fin y al cabo los
límites de lo posible entre los que nosotros nos podemos mover están clara e
inequívocamente marcados.
—Vay a, vay a, miradle. —Yennefer dirigió sus ojos hacia él; estaba pálida
aún—. Te has enfadado como una muchachita a la que se le acusa de falta de
virtud. Eres un brujo, no puedes cambiar ese hecho. Tu vocación...
—Déjate y a de esa vocación, Yen, porque me están entrando ganas de
vomitar.
—No me llames así, te he dicho. Y tus vómitos poco me interesan. Como
todas las otras reacciones del limitado repertorio de reacciones de los brujos.
—Sin embargo, verás alguna de ellas si no dejas de agasajarme con tus
historias de enviados de los cielos y lucha por el bien de la humanidad. Y sobre
los dragones, esos terribles enemigos de la tribu humana. Yo sé más que tú.
—¿Sí? —entrecerró los ojos la hechicera—. ¿Y qué es lo que sabes, brujo?
—Por ejemplo —Geralt pasó por alto los violentos temblores de aviso del
medallón del cuello—, que si los dragones no tuvieran tesoros, no se interesaría
por ellos ni la madre que los parió, y desde luego no los hechiceros. Interesante
que en cada cacería de dragones siempre anda revolviendo algún hechicero muy
ligado con el Gremio de los Joy eros. Como tú. Y aunque luego debiera salir al
mercado un verdadero torrente de piedras, resulta que no llegan, y los precios no
bajan. Así que no me cuentes historias de vocaciones ni de lucha por preservar la
raza. Hace demasiado tiempo y demasiado bien te conozco y a.
—Demasiado tiempo —repitió ella, deformando los labios de la rabia—. Por
desgracia. Pero no pienses que bien, hijo de perra. Su puta madre, mira que fui
idiota... ¡Ah, al diablo! ¡No puedo ni verte!
Gritó, hizo encabritarse al caballo, galopó a toda velocidad hacia delante. El
brujo sujetó a su montura, dejó pasar el carro de los enanos, que gritaban,
maldecían y silbaban con unos silbatos de hueso. Entre ellos, echado sobre unos
sacos de piel de oveja y rasgando el laúd, yacía Jaskier.
—¡Hey ! —gritó Yarpen Zigrin sentado en el pescante, señalando a Yennefer
—. ¡Hay algo negro en la trocha! ¿Qué será? ¡Parece una y egua!
—¡Sin duda! —repuso Jaskier, echándose hacia atrás el gorrillo color ciruela
—. ¡Es una yegua! ¡Una y egua sobre un castrado! ¡Increíble!
Los muchachos de Yarpen agitaron las barbas con una risa a coro. Yennefer
fingió que no los oía.
Geralt detuvo el caballo, dejó pasar a los arqueros de Niedamir. Detrás de
ellos, a cierta distancia, cabalgaba lento Borch, y detrás de él las zerrikanas, que
formaban la retaguardia de la columna. Geralt esperó hasta que se acercaron,
colocó su y egua al lado del caballo de Borch. Cabalgaron en silencio.
—Brujo —habló de pronto Tres Grajos—. Quiero hacerte una pregunta.
—Hazla.
—¿Por qué no te das la vuelta?
El brujo le miró un instante sin decir nada.
—¿De verdad quieres saberlo?
—Quiero —dijo Tres Grajos volviendo hacia él la cara.
—Voy con ellos porque soy un golem sin voluntad propia. Porque soy un
arbusto de estopa que el viento arrastra a lo largo del camino. ¿Adónde, dime,
podría ir? Aquí por lo menos se han reunido algunos con los que tengo de qué
hablar. Algunos que no cortan la conversación cuando me acerco. Algunos que,
incluso si no les gusto, me lo dicen a la cara, no tirándome piedras por la espalda.
Voy con ellos por la misma razón que fui contigo hasta la taberna de los
almadieros. Porque todo me da igual. No hay ningún lugar al que podría querer
dirigirme. No tengo meta que se halle al final del camino.
Tres Grajos carraspeó.
—Siempre hay una meta al final de cada camino. Todo el mundo la tiene.
Incluso tú, aunque te parezca que eres tan diferente.
—Ahora y o te hago una pregunta.
—Hazla.
—¿Tienes una meta esperando al final de tu camino?
—La tengo.
—Tienes suerte.
—No es cuestión de suerte, Geralt. Es una cuestión de en qué crees y a lo que
te consagras. Nadie debiera saberlo mejor que un... un brujo.
—Todo el día de hoy he estado oy endo hablar acerca de la vocación —
suspiró Geralt—. La vocación de Niedamir es arramplar con Malleore. La
vocación de Ey ckde Denesle es defender a la gente de los dragones. Dorregaray
se siente llamado a algo completamente opuesto. Yennefer, a causa de ciertos
cambios a los que se sometió su organismo, no puede cumplir su vocación y se
martiriza horriblemente por ello. Ray os, sólo los Sableros y los enanos no tienen
ninguna vocación y no quieren más que ponerse las botas. ¿Puede ser que por eso
me sienta más cercano a ellos?
—No es por su cercanía por lo que estás aquí, Geralt de Rivia. No soy ciego
ni sordo. No fue al oír su nombre que tomaste tu bolsa. Pero me parece que...
—No necesitas que te parezca nada —dijo el brujo sin ira.
—Perdón.
—No necesitas pedir perdón.
Detuvieron los caballos, apenas a tiempo de no chocarse con la columna de
arqueros de Caingorn, que se había quedado quieta de pronto.
—¿Qué ha pasado? —Geralt se puso de pie sobre los estribos—. ¿Por qué nos
hemos detenido?
—No sé.
Borch volvió la cabeza. Vea, con el rostro extrañamente tenso, dijo algunas
palabras muy rápidamente.
—Iré adelante —dijo el brujo— y veré qué pasa.
—Quédate.
—¿Por qué?
Tres Grajos calló por un segundo, la vista dirigida hacia el suelo.
—¿Por qué? —repitió Geralt.
—Ve —dijo Borch—. Puede que sea mejor.
—¿El qué será mejor?
—Ve.
El puente, que unía las dos vertientes del precipicio, parecía sólido, estaba
construido de gruesas traviesas de pino, apoyadas en un pilar cuadrangular contra
el que se abría la corriente, haciendo ruido, formando largas hileras de espuma.
—¡Hey, Cortapajas! —gritó Boholt, acercándose con el carro—. ¿Por qué te
has parado?
—¿Y cómo sé y o cómo este puente es?
—¿Por qué tomamos ese camino? —preguntó Gy llenstiern, y cabalgó más
cerca—. No me gusta nada tener que pasar sobre esos palos con los carros. ¡Eh,
zapatero! ¿Por qué vas por ahí y no por el sendero? El sendero sigue adelante,
hacia el oeste.
El heroico envenenador de Holopole se acercó, se quitó su gorrilla de badana.
Tenía un aspecto muy cómico, vistiendo sobre su abrigo de sayal una coraza
pasada de moda, forjada seguramente todavía en tiempos del rey Sambuk.
—Este camino es más corto, piadoso señor —dijo, no al canciller, sino
directamente a Niedamir, cuy o rostro aún mostraba una expresión de terrible
aburrimiento.
—¿Lo qué? —preguntó Gyllenstiern con el ceño fruncido.
Niedamir no se dignó dirigir al zapatero ni una mirada más atenta.
—Éstas —dijo Comecabras, y señaló tres melladas cumbres que dominaban
los alrededores— son Chiava, Pústula y el Diente Saltarín. El camino pasa junto a
las ruinas de la vieja fortaleza, rodea Chiava por el norte, por detrás de las
fuentes del río. Y el puente nos puede acortar camino. Por la garganta pasaremos
a la raña entre los montes. Y si allá huellas del dragón no halláramos, pues
adelante al este nos iremos; veremos qué hay en los barrancos. Y aún más hacia
al este hay unos pastos bien llanos, de allí a Caingorn, vuestros, señor, dominios,
es todo recto.
—¿Y de dónde coño tú, Comecabras, tal conocimiento de estos montes
sacaste? —preguntó Boholt—. ¿En las hormas?
—No, señor. Las ovejas de joven cuidaba por aquí.
—¿Y este puente aguantará? —Boholt se puso de pie en el pescante, miró
hacia abajo, a la espumeante corriente—. El barranco tiene unas cuarenta brazas
de hondo.
—Aguantará, señor.
—¿Y qué es lo que hace un puente así en este despoblado?
—Este puente —dijo Comecabras— lo construyeron los trolles antiguamente,
el que lo pasaba tenía que pagarles el oro y el moro. Pero como raramente lo
pasaba nadie, los trolles con sus hatos al hombro se fueron. Y el puente quedó.
—Repito —dijo Gyllenstiern con rabia—, los carros llevan herramienta y
heno, nos podemos quedar atrancados en los malos trechos. ¿No sería mejor ir
por el camino?
—Se puede también —el zapatero se encogió de hombros—, pero es un
camino más largo. Y el rey decía que para el dragón le corría más prisa que a un
muerto un encierro.
—Un entierro.
—Cómo queráis, pues un entierro —se mostró de acuerdo Comecabras—.
Pero igualmente por el puente será más corto.
—Bueno, entonces, adelante, Comecabras —se decidió Boholt—. Tira por
delante, tú y tu gente. Es la costumbre en nuestra tierra dejar pasar delante a los
más bravíos.
—No más que un carro por vez —advirtió Gy llenstiern.
—Vale. —Boholt azuzó el caballo, el carro empezó a traquetear sobre las
vigas del puente—. ¡Detrás de nosotros, Cortapajas! ¡Atento a ver si las ruedas
van por igual!
Geralt detuvo el caballo, los arqueros de Niedamir vestidos con sus caftanes
púrpura y amarillo estaban apelotonados sobre la cabecera de piedra del puente
y le cerraban el camino.
La yegua del brujo relinchó.
La tierra comenzó a moverse. Las montañas temblaron, el borde dentado de
la pared de piedra desapareció de pronto ante el fondo del cielo y la propia pared
dejó escapar un retumbar sordo y perceptible.
—¡Cuidado! —gritó Boholt, ya al otro lado del puente—. ¡Cuidado allá!
Las primeras piedras, al principio pequeñas, comenzaron a rodar y a rebotar
por el talud mientras éste se retorcía espasmódicamente. Ante los ojos de Geralt,
una parte del camino se abrió en una negra grieta que crecía a una velocidad
terrible, se hundió, cayó con un estruendo ensordecedor en el abismo.
—¡Azuzad a los caballos! —gritó Gy llenstiern—. ¡Piadoso señor! ¡Al otro
lado!
Niedamir, con la cabeza apoy ada en la crin del caballo, se dirigió hacia el
puente, detrás de él saltó Gy llenstiern y algunos arqueros. Los siguió,
traqueteando sobre las temblorosas tablas, el carro real con la enseña del grifo
que ondeaba al aire.
—¡Es una avalancha! ¡Fuera del camino! —aulló desde atrás Yarpen Zigrin
mientras golpeaba con la tralla las posaderas de sus caballos, adelantaba al
segundo carro de Niedamir y obligaba a quitarse de en medio a los arqueros—.
¡Fuera del camino, brujo! ¡Fuera del camino!
Junto al carro de los enanos galopaba Eyck de Denesle, estirado y tieso. Si no
hubiera sido por su rostro mortalmente pálido y por sus labios apretados en una
mueca temblorosa, podría haberse pensado que el caballero andante no advertía
las piedras y peñas que caían sobre el camino. Por detrás, desde el grupo de
arqueros, alguien gritó salvajemente, relincharon los caballos.
Geralt tiró de las riendas, picó al caballo con las espuelas, justo frente a él la
tierra hervía de rocas que caían. El carro de los enanos traqueteaba por sobre las
piedras, delante del puente saltó, cay ó con estrépito sobre un lado, con un eje
roto. La rueda atravesó la balaustrada y voló hacia abajo, hacia el remolino de
las aguas.
La yegua del brujo, herida por agudas astillas de piedra, se encabritó. Geralt
quiso saltar, pero se le enganchó la hebilla de la bota en el estribo, cay ó de lado,
al camino. La y egua relinchó y se lanzó hacia delante, directamente hacia el
puente que se balanceaba sobre el abismo. Por el puente corrían los enanos,
gritando y blasfemando.
—¡Más deprisa, Geralt! —gritó Jaskier al verlo, corriendo detrás de él.
—¡Salta, brujo! —gritó Dorregaray, revolviéndose en la silla y sujetando con
esfuerzo a su enloquecida montura.
Por detrás de ellos, todo el camino se sumergió en una nube de polvo
provocada por las rocas que caían, el carro de Niedamir estalló en pedazos. El
brujo agarró con sus dedos las cinchas de las albardas del hechicero. Escuchó un
grito.
Yennefer cayó junto con su caballo, rodó hacia un lado, lejos de los cascos
que golpeteaban a ciegas, se apretó contra el suelo, protegiéndose la cabeza con
las manos. El brujo soltó la silla, corrió hacia ella, se sumergió en el diluvio de
piedras, saltó las grietas que se abrían a sus pies. Yennefer, que estaba herida en
los hombros, se puso de rodillas. Tenía los ojos completamente abiertos, de una
ceja abierta fluía un hilillo de sangre que y a le alcanzaba el borde de la oreja.
—¡Levanta, Yen!
—¡Geralt! ¡Cuidado!
Un enorme y plano bloque del risco, que resbalaba con estruendo y ruido a lo
largo de la pared de piedra, se deslizó, voló directamente hacia ellos. Geralt se
dejó caer, cubrió con su cuerpo a la hechicera. En el mismo momento el bloque
estalló, se desgajó en millones de pedazos que cay eron sobre ellos, pinchándoles
como si fueran avispas.
—¡Más rápido! —les gritó Dorregaray. Agitando su varita, montado sobre el
caballo que no cesaba de balancearse, convertía en polvo los peñascos que
seguían desgajándose de la montaña—. ¡Al puente, brujo!
Yennefer movió una mano, doblando los dedos, gritó algo incomprensible.
Las piedras golpearon contra una semiesfera azulada que había surgido de pronto
sobre sus cabezas y comenzaron a desaparecer como gotas de lluvia sobre un
tejado de cinc caliente.
—¡Al puente, Geralt! —gritó la bruja—. ¡Cerca de mí!
Corrieron, alcanzaron a Dorregaray y a algunos arqueros que le seguían. El
puente se balanceó y tembló, las traviesas se arqueaban en todas direcciones,
golpeando de balaustrada a balaustrada.
—¡Más deprisa!
De pronto el puente se vino abajo con un penetrante crujido, la mitad que y a
habían dejado atrás se desprendió, se hundió tronante en el abismo, y junto con
ella el carro de los enanos, que se destrozó contra los dientes de piedra entre los
relinchos del caballo enloquecido. La parte en la que ellos se encontraban resistía,
pero Geralt se dio cuenta de pronto de que corrían y a bajo la superficie, por una
pendiente cada vez más aguda. Yennefer lanzó una maldición jadeante.
—¡Tírate, Yen! ¡Agárrate!
El resto del puente rechinó, crujió y cayó como una rampa. Cayeron,
aferrando los dedos a las rendijas entre las traviesas. Yennefer no se sostuvo.
Chilló agudamente y resbaló. Geralt, sujeto con una mano, sacó el estilete, metió
la hoja entre dos tablas, agarró con las dos manos la empuñadura. Las
articulaciones de sus codos temblaron cuando Yennefer tiró de él hacia abajo, al
colgarse del talabarte y la vaina de la espada que llevaba a la espalda. El puente
crujió de nuevo y se inclinó aún más, casi perpendicularmente.
—Yen —gimió el brujo—. Haz algo... ¡Maldita sea, haz un hechizo!
—¿Cómo? —Escuchó su jadeo furioso y apagado—. ¿No ves que estoy
colgada?
—¡Suelta una mano!
—No puedo...
—¡Eh! —gritó desde arriba Jaskier—. ¿Estáis sujetos? ¡Eh!
Geralt no creyó necesario confirmarlo.
—¡Echad la cuerda! —pidió Jaskier—. ¡Deprisa, joder!
Junto al trovador aparecieron los Sableros, los enanos y Gyllenstiern. Geralt
escuchó las quedas palabras de Boholt.
—Espera, músico. Ahora caerá ella. Entonces subiremos al brujo.
Yennefer siseó como una serpiente, retorciéndose sobre la espalda de Geralt.
El cinturón le cortó dolorosamente en el pecho.
—¿Yen? ¿Puedes tomar apoyo? ¿Con los pies? ¿Puedes hacer algo con los
pies?
—Sí —gimió—. Patalear.
Geralt miró hacia abajo, hacia el río, que bramaba entre las afiladas peñas,
sobre las que daban vueltas, giraban, unos cuantos fragmentos del puente, algunos
caballos y cadáveres con los chillones colores de Caingorn. Más allá de las rocas
descubrió, en unas profundas y claras aguas de color verde esmeralda, los
cuerpecillos ahusados de unas enormes truchas, moviéndose perezosamente
entre la corriente.
—¿Aguantas, Yen?
—Todavía... sí...
—Sube. Tienes que encontrar un punto de apoyo...
—No... puedo...
—¡Dadme la cuerda! —gritó Jaskier—. ¿Qué es lo que hacéis, os habéis
vuelto idiotas? ¡Van a caer los dos!
—¿Y no será mejor así? —reflexionó un invisible Gy llenstiern.
El puente tembló y se hundió aún más. Geralt comenzó a perder tacto en los
dedos que apretaban la empuñadura del estilete.
—Yen...
—Cállate... y deja de moverte...
—¿Yen?
—No me llames así.
—¿Aguantas?
—No —dijo con frialdad.
No luchaba y a, colgaba de sus hombros como un peso muerto y sin fuerza.
—¿Yen?
—Cállate.
—Yen. Perdóname.
—No. Nunca.
Algo reptó hacia abajo por las tablas. Rápido. Como una serpiente.
Una cuerda que emanaba una fría luz azul, retorciéndose y doblándose como
si estuviera viva, tocó con su punta movediza la nuca de Geralt, se deslizó por sus
axilas, se unió en un nudo holgado. La hechicera, por debajo de él, gimió, tomó
aire. Él estaba seguro de que iba a estallar en sollozos. Se equivocaba.
—¡Atención! —gritó desde arriba Jaskier—. ¡Vamos a subiros! ¡Devastadón!
¡Kennet! ¡Arriba con ellos! ¡Tirad!
Una sacudida, el doloroso y asfixiante abrazo de la tensa cuerda. Subieron
rápidamente, rozando con sus barrigas en las toscas tablas.
Arriba, Yennefer fue la primera en levantarse.
VII
—De toda la comitiva —dijo Gyllenstiern—, hemos salvado solamente un
furgón, mi rey, sin contar el de los Sableros. Del destacamento sólo han quedado
siete arqueros. Al otro lado del precipicio no hay camino y a, sólo rocas y la
pared lisa, tan largo como nos permite ver la revuelta de la garganta. No
sabemos si se salvó alguien de los que se quedaron cuando el puente se hundió.
Niedamir no contestó. Ey ck de Denesle, erguido, estaba de pie ante el rey,
hincando en él unos brillantes y febriles ojos.
—Nos persigue la ira de los dioses —dijo levantando la mano—. Hemos
pecado, rey Niedamir. Ésta era una empresa sagrada, una empresa contra el
Mal. Porque el dragón es el Mal, sí, todo dragón es el Mal encarnado. Yo al Mal
no lo dejo pasar con indiferencia, yo lo aplasto bajo mis pies... Lo destruyo. Del
modo que mandan los dioses y el Libro Sagrado.
—¿Qué murmura? —se enfureció Boholt.
—No sé —dijo Geralt, mientras arreglaba los jaeces de la yegua—. No he
entendido ni palabra.
—Estaos calladitos —dijo Jaskier—. Intento recordarlo; quizá se pueda
utilizar, si se le encuentra rima.
—¡Dice el Libro Sagrado —Eyck se dejó llevar— que surgirá de una sima
una sierpe, dragón terrible, de siete cabezas y diez cuernos! ¡Y sobre sus lomos
una mujer sentada, vestida de púrpura y de escarlata, y dorada con oro, y
adornada de piedras preciosas y de perlas, un cáliz de oro habrá en su mano lleno
de abominaciones y de la suciedad de su fornicación, y en su frente una señal
escrita, señal de toda abominación última!
—¡La conozco! —se alegró Jaskier—. ¡Es Cilia, la mujer del alcalde
Sommerhalder!
—Alegraos, señor poeta —dijo Gyllenstiern—. ¡Y vos, caballero Denesle,
hablad más claro, si no os importa!
—¡Contra el Mal, mi rey —dijo en voz alta Eyck— hay que enfrentarse con
el corazón y la conciencia limpias, con la cabeza alta! Y ¿a quién vemos aquí?
¡Enanos, que son paganos, los paren en las tinieblas y se arrodillan ante oscuros
poderes! ¡Hechiceros herejes, que usurpan los derechos divinos, sus fuerzas y
privilegios! Un brujo, que es una repugnante rareza, una criatura antinatural y
maldita. ¿Os asombráis entonces de que recayera sobre nosotros el castigo? ¡Rey
Niedamir! ¡Alcanzamos los límites de lo posible! No pongamos a prueba la
piedad divina. Os conmino, rey, a que limpiéis de inmundicia nuestras filas, antes
de...
—Y sobre mí ni palabra —dijo Jaskier, apesadumbrado—. Ni una palabra
sobre los poetas. Y yo que lo he intentado tanto...
Geralt sonrió en dirección a Yarpen Zigrin, quien estaba acariciando con
lentos movimientos la hoja del hacha que portaba al cinto. El enano, divertido,
enseñó los dientes. Yennefer se dio la vuelta demostrativamente, fingiendo que su
falda rasgada hasta la cadera le molestaba más que las palabras de Ey ck.
—Exageramos un poquito, ¿no?, don Ey ck—habló con enfado Dorregaray—.
Aunque sin duda con nobles intenciones. Considero innecesario que nos hayáis
puesto en conocimiento de vuestra opinión acerca de hechiceros, enanos y
brujos. Aunque, a mi juicio, estamos ya todos acostumbrados a tales opiniones,
no es cortés ni caballeresco declararlas, don Eyck. Y completamente
incomprensible nos resulta después de ver cómo vos, y no otro, corréis y echáis
una cuerda mágica de los elfos a un brujo y una hechicera al borde de la muerte.
Por lo que decís, antes debierais haber rezado para que cay eran.
—¡Maldita sea! —susurró Geralt a Jaskier—. ¿Él nos echó la cuerda? ¿Ey ck?
¿No Dorregaray ?
—No —murmuró el bardo—. Fue Eyck; de verdad fue él.
Geralt movió la cabeza con incredulidad. Yennefer maldijo para sí, se irguió.
—Caballero Ey ck —dijo con una sonrisa que cualquiera, excepto Geralt,
podía haber tomado por amable y amigable—. ¿Cómo es esto? ¿Soy una
inmundicia y vos me salváis la vida?
—Sois una dama, doña Yennefer —el caballero se inclinó rígidamente—, y
vuestro hermoso y sincero rostro permite confiar en que renunciaréis algún día a
la maldita nigromancia.
Boholt resopló.
—Os lo agradezco, caballero —dijo, seca, Yennefer—. Y el brujo Geralt
también os lo agradece. Agradéceselo, Geralt.
—Antes me partirá un ray o —declaró el brujo con una sinceridad
desarmante—. ¿Agradecer el qué? Soy una rareza inmunda y mi feo rostro no
predice esperanza alguna de mejora. El caballero Ey ck me sacó del precipicio
sin quererlo, sólo porque me aferraba con todas mis fuerzas a una hermosa
dama. Si hubiera estado solo, Eyck no habría movido ni un dedo. No me
equivoco, ¿verdad, caballero?
—Os equivocáis, don Geralt —dijo el caballero andante con mucha
tranquilidad—. Nunca niego el socorro a nadie que lo precise. Ni siquiera a un
brujo.
—Agradéceselo, Geralt. Y pide perdón —habló Yennefer con dureza—. En
caso contrario nos confirmas a todos que al menos en lo que se refiere a ti, Eyck
tenía razón por completo. No eres capaz de convivir con los seres humanos.
Porque eres distinto. Tu participación en esta empresa es un error. Te ha traído
aquí una meta sin sentido. Lo juicioso ahora sería partir. Pienso que tú mismo ya
lo has entendido. Y si no, y a va siendo hora.
—¿De qué meta habláis, señora? —metió baza Gy llenstiern.
La hechicera lo miró, no respondió. Jaskier y Yarpen Zigrin se sonrieron el
uno al otro significativamente, pero de tal modo que la hechicera no pudiera
verlo.
El brujo miró a los ojos de Yennefer. Eran fríos.
—Pido perdón y doy las gracias, caballero de Denesle. —Inclinó la cabeza
—. A todos los presentes también doy las gracias. Por el rápido socorro prestado
sin vacilar. Escuché mientras colgaba cómo los unos y los otros os apresurabais a
ayudar. A todos los presentes pido perdón. Exceptuando a la noble Yennefer, a
quien doy las gracias sin pedirle nada. Me despido. La inmundicia deja la partida
por propia voluntad. Porque la inmundicia está ya harta de vosotros. Adiós,
Jaskier.
—Hey, hey, Geralt —gritó Boholt—. No te portes como un crío, ni hagas de
un grano de arena una montaña. Al diablo con...
—¡Paisanooos!
Desde la boca de la garganta venían corriendo Comecabras y algunos
milicianos holopolacos que habían sido enviados como avanzada.
—¿Qué pasa? ¿Por qué tiembla éste así? —Devastadón alzó la cabeza.
—Paisanos... Nobles... señores... —jadeó el zapatero.
—Suelta la boca, hombre —dijo Gy llenstiern, metiendo los pulgares en su
cinturón dorado.
—¡El dragón! ¡Allá, el dragón!
—¿Dónde?
—Al otro lado de la garganta... En la raña... Señor, él...
—¡A los caballos! —ordenó Gyllenstiern.
—¡Devastadón! —aulló Boholt—. ¡Al carro! ¡Cortapajas, al caballo y detrás
de mí!
—¡A los zapatos! —tronó Yarpen Zigrin—. ¡A los zapatos, su perra madre!
—¡Eh, esperadme! —Jaskier se echó el laúd al hombro—. ¡Geralt! ¡Llévame
en tu caballo!
—¡Sube!
La garganta se terminaba en una aglomeración de claros riscos, que iban
poco a poco raleando, y formaban un círculo irregular. Detrás de ellos el terreno
caía ligeramente hacia una montuosa pradera cubierta de hierba, rodeada por
todas partes por una pared caliza en la que se abrían miles de orificios. Tres
angostos cañones, las bocas de tres arroyuelos secos, cortaban la pradera.
Boholt, que había llegado el primero galopando hasta la barrera de peñascos,
detuvo de súbito el caballo, se puso de pie sobre los estribos.
—Oh, diablos —dijo—. Oh, diablos del infierno. ¡No... no puede ser!
—¿Qué? —preguntó Dorregaray acercándose.
Junto a él, Yennefer saltó del carro de los Sableros, apoyó el pecho en un
bloque de roca, miró, retrocedió, se frotó los ojos.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —gritó Jaskier, inclinándose desde detrás de Geralt—.
¿Qué pasa, Boholt?
—Ese dragón... es dorado.
A no más de diez pasos de la boca de la garganta de la que habían salido, en el
camino hacia el cañón que conducía en dirección al norte, sobre una pequeña
colina de forma graciosamente ovalada, estaba sentada la criatura. Estaba allí, el
largo y esbelto cuello doblado en un arco regular, la aplastada cabeza apoyada
sobre el pecho abombado, la cola sobre las patas delanteras, que tenía estiradas.
Había en aquella criatura, en la posición en la que estaba sentada, una especie
de gracia indescriptible, algo felino, algo que contradecía su evidente
procedencia reptiliana. Innegablemente reptiliana. Pues aquella criatura estaba
cubierta de escamas, claramente dibujadas, que brillaban hasta herir los ojos con
los tonos de un claro y dorado oro. Porque la criatura que estaba sentada en la
colina era dorada, dorada desde la punta de las garras clavadas en la tierra hasta
el final de la larga cola, que se agitaba ligera entre los cardos. Al tiempo que los
miraba a ellos con grandes ojos amarillos, la criatura desplegó unas anchas y
amarillentas alas de murciélago y se quedó inmóvil, ordenándoles que le
admiraran.
—Un dragón dorado —susurró Dorregaray—. Es imposible... ¡Una leyenda
viviente!
—No existen, su puta madre, dragones dorados —advirtió Devastadón y
escupió—. Sé lo que me digo.
—Entonces, ¿qué es lo que está sentado en la colina? —preguntó Jaskier con
aire razonable.
—Alguna estafa.
—Una ilusión.
—Esto no es una ilusión —dijo Yennefer.
—Es un dragón dorado —habló Gyllenstiern—. Un verdadero dragón dorado.
—¡Los dragones dorados existen sólo en las leyendas!
—Dejadlo y a —se entremetió de pronto Boholt—. No hay por qué alterarse.
Hasta un gilipollas ve que es un dragón dorado. ¿Y qué diferencia hay, señores
míos, si es dorado, azul, de color mierda o a cuadros? Grande no es, nos lo
cargaremos en un decir amén. Cortapajas, Devastadón, descargad el carro,
sacad la herramienta. Qué me importará a mí la diferencia entre dorado o no.
—Hay diferencia, Boholt —dijo Cortapajas—. Y muy principal. Éste no es el
dragón al que damos caza. No es ese al que envenenaron en Holopole, sentadito
en su madriguera sobre oros y joy as. Este de aquí, sobre el culo sólo se sienta.
Entonces, ¿para qué coño lo queremos?
—Este dragón es dorado, Kennet —aulló Yarpen Zigrin—. ¿Has visto alguna
vez algo así? ¿No entiendes? Por su piel nos darán más de lo que nos sacaríamos
con un tesoro normal.
—Y esto sin reventar el mercado de piedras preciosas —añadió Yennefer,
sonriendo feamente—. Yarpen tiene razón. El trato sigue existiendo. ¿Hay botín
que repartirse o no?
—¡Eh, Boholt! —gritó Devastadón desde el carro, donde andaba revolviendo
ruidosamente en el equipo—. ¿Qué nos colocamos nosotros y los caballos? ¿Qué
puede escupir el bicho dorado ése? ¿Fuego? ¿Ácido? ¿Vapor?
—El diablo sabrá, señores míos. —Boholt se mostró preocupado—. ¡Eh,
hechiceros! ¿Acaso las leyendas sobre dragones dorados dicen cómo matarlos?
—¿Cómo matarlos? ¡Pues normal! —gritó de pronto Comecabras—. No hay
qué meditar; traed presto algún animal. Lo atestamos de algo venenoso y se lo
echamos al bicho, que reviente.
Dorregaray miró al zapatero de reojo, Boholt escupió, Jaskier volvió la
cabeza con un gesto de asco. Yarpen Zigrin se rió a grandes carcajadas,
echándose hacia un lado.
—¿Qué miráis? —preguntó Comecabras—. Vamos al tajo; hay que decidir
con qué rellenamos el cebo, para que el bicho la palme cuando antes. Ha de ser
algo que sea muy venenoso, tóxico o corrompido.
—Ajá —habló el enano, todavía sonriéndose—. Algo que sea venenoso,
asqueroso y apestoso. ¿Sabes qué, Comecabras? Resulta que eso eres tú.
—¿Lo qué?
—Mierda. Lárgate de aquí, jodealbarcas; que mis ojos no te vean.
—Don Dorregaray —dijo Boholt, acercándose al hechicero—. Mostrad que
sois de utilidad. Recordad ley endas y tradiciones. ¿Qué sabéis acerca de los
dragones dorados?
El hechicero sonrió, se irguió orgulloso.
—¿Preguntas qué sé sobre los dragones dorados? Poco, pero suficiente.
—Entonces escuchamos.
—Pues escuchad, y escuchad con atención. Allá, delante de nosotros, está
sentado un dragón dorado. Una leyenda viviente, puede que el último y el único
de su género que se ha salvado de vuestra locura asesina. No se mata a una
ley enda. Yo, Dorregaray, no os permitiré tocar a ese dragón. ¿Entendido? Podéis
hacer el equipaje, recoger los bártulos y volver a casa.
Geralt estaba convencido de que iba a estallar una pelea. Se equivocaba.
—Poderoso hechicero —le interrumpió la voz queda de Gyllenstiern—.
Cuidad bien de qué y a quién habláis. El rey Niedamir os puede ordenar a vos,
Dorregaray, que recojáis las tiendas y os vayáis al diablo. Pero no al contrario.
¿Está claro?
—No —dijo el hechicero con orgullo—. No lo está. Porque y o soy el maestro
Dorregaray y no voy a obedecer a alguien cuyo reino abarca un territorio que se
ve desde la altura de la empalizada de una asquerosa, sucia y apestosa fortaleza.
¿Acaso sabéis, don Gyllenstiern, que si pronuncio un encantamiento y realizo un
movimiento de mi mano os convertiréis en un pastel de ternera y ese rey vuestro
menor de edad en algo infinitamente peor? ¿Está claro?
Gyllenstiern no alcanzó a responder, pues Boholt, que se había ido acercando
a Dorregaray, lo agarró por los brazos y lo volvió hacia sí. Devastadón y
Cortapajas, callados y sombríos, salieron de detrás de las espaldas de Boholt.
—Escuchad, señor mago —dijo el gigantesco Sablero—. Antes de que
comencéis a realizar esos movimientos vuestros de mano, escuchad. Podría
explicaros largo y tendido, señor mío, lo que hago y o con tus prohibiciones, tus
leyendas y tu hablar de mierda. Pero no me apetece. Así que esto habrá de
bastarte como respuesta.
Boholt carraspeó, se metió un dedo en la nariz y, desde corta distancia, lanzó
un moco a la punta de las botas del hechicero.
Dorregaray palideció, pero no se movió. Veía —como todos— la maza de
armas, ligada con una cadena a un palo de un codo de largo que sujetaba
Devastadón en su mano tendida hacia abajo. Sabía —como todos— que
necesitaba más tiempo para lanzar un hechizo del que necesitaba Devastadón
para romperle la cabeza en pedacitos.
—Bueno —dijo Boholt—. Y ahora poneos a un lado como buen muchacho,
señor mío. Y si te vuelve a venir gana de abrir el pico, te metes en la boca bien
presto un puñado de yerba. Porque si vuelvo a escuchar tus gimoteos, te juro que
te vas a acordar de mí.
Boholt se dio la vuelta, se frotó las manos.
—Va, Devastadón, Cortapajas, al tajo, que todavía se nos va a escapar el
bicho.
—No parece como que tenga intenciones de huir —dijo Jaskier, que estaba
contemplando el suceso—. Miradlo si no.
El dragón dorado, sentado en la colina, abrió la boca, removió la cabeza, agitó
las alas, barrió el suelo con la cola.
—¡Rey Niedamir y vos, caballeros! —gritó con una voz que sonaba como
una trompa de latón—. ¡Soy el dragón Villentretenmerth! Por lo que veo, no os
retuvo a todos la avalancha que y o, valga la inmodestia, hice caer sobre vuestras
cabezas. Llegasteis hasta aquí. Como sabéis, de este valle hay sólo tres salidas. Al
oriente, hacia Holopole, y a poniente, hacia Caingorn. De estos caminos podéis
hacer uso. El camino del norte, señores, no lo recorreréis, porque y o,
Villentretenmerth, os lo prohíbo. Si alguien hay que mi prohibición no quiera
respetar, lo reto a combate, a un honorable duelo de caballeros. Con armas
convencionales, sin hechizos, sin escupir fuego. Una lucha hasta la completa
capitulación de una de las partes. ¡Espero la respuesta a través de vuestro
heraldo, como manda la costumbre!
Todos se quedaron con la boca abierta.
—¡Habla! —resopló Boholt—. ¡Increíble!
—¡Y además con mucha ciencia! —dijo Yarpen Zigrin—. ¿Alguien sabe lo
que es un arma convencional?
—Normal, que no es mágica —habló Yennefer arrugando las cejas—. A mí,
sin embargo, me interesa otra cosa. No se puede hablar articuladamente con la
lengua bífida. El bellaco usa telepatía. Tened cuidado, esto funciona en ambas
direcciones. Puede leer vuestros pensamientos.
—¿Y qué, está grillado o qué? —se puso nervioso Kennet Cortapajas—. ¿Un
duelo honorable? ¿Con un bicho estúpido? ¡Estaría bueno! ¡Vamos a por él, todos
a una! ¡En la unión está la fuerza!
—No.
Miraron a su alrededor.
Eyck de Denesle, y a a caballo, con la armadura al completo, con la lanza
apoy ada en el estribo, aparecía mucho mejor que a pie. Desde detrás de la
visera de su yelmo, que tenía levantada, ardían dos ojos febriles y destellaba su
pálida faz.
—No, señor Kennet —repitió el caballero—. A no ser por encima de mi
cadáver. No permitiré que se ofenda en mi presencia el honor de la caballería.
Quien se atreva a quebrar las ley es del duelo honorable...
Eyck hablaba cada vez más alto; su voz exaltada se rompía y temblaba a
causa del entusiasmo.
—... quien atenta contra el honor atenta contra mí, y su sangre o la mía
regarán esta cansada tierra. ¿Quiere la bestia un duelo? ¡Bien, entonces! ¡Que el
heraldo anuncie mi nombre! ¡Que decida el juicio de los dioses! De parte del
dragón están la fuerza de sus garras y dientes, y la maldad del infierno, y de mi
parte...
—Vay a un cretino —murmuró Yarpen Zigrin.
—... de mi parte la justicia, la fe, las lágrimas de las doncellas que este
reptil...
—¡Termina, Ey ck, o vomito! —gritó Boholt—. ¡Adelante, al campo! ¡Líate
con el dragón, en vez de parlotear!
—Eh, Boholt, espera —dijo de pronto el enano, mesándose la barba—. ¿Te
has olvidado del acuerdo? Si Eycktumba al bicho, se lleva la mitad...
—Eyck no se llevará nada —sonrió Boholt—. Le conozco. Le basta con que
Jaskier apañe una canción sobre él.
—¡Silencio! —anunció Gyllenstiern—. Que así sea. Contra el dragón va a
salir a luchar el bravo caballero Eyck de Denesle, que lo hará con los colores de
Caingorn como lanza y espada del rey Niedamir. ¡Ésta es la decisión real!
—Ahí tienes. —Yarpen Zigrin echaba espuma por la boca—. Lanza y espada
de Niedamir. Nos la ha jugado el rey ecito caingorniano. Y ahora ¿qué?
—Nada. —Boholt escupió—. No creo que quieras porfiar con Ey ck ¿verdad,
Yarpen? Hablará como un tonto, pero si se monta a caballo y se pone en marcha,
lo mejor es quitarse de en medio. Que vaya, joder, y se cargue al dragón. Luego
ya veremos.
—¿Quién va a ser el heraldo? —preguntó Jaskier—. El dragón quería un
heraldo. ¿Puede que yo?
—No. No se trata de cantar cancioncillas, Jaskier. —Boholt frunció el ceño—.
Que sea Yarpen Zigrin el heraldo. Tiene una voz como un toro.
—Vale, qué más da —dijo Yarpen—. Dadme un pendón con la Señal, para
que todo sea como ha de ser.
—Pero hablad bien, señor enano. Y cortésmente —le recordó Gyllenstiern.
—No me enseñéis cómo tengo que hablar. —El enano metió orgulloso la tripa
—. Yo ya era mensajero cuando vosotros todavía le decíais al pan « tan» y a las
moscas « toscas» .
El dragón seguía tranquilamente sentado sobre la colina, agitaba la cola con
alegría. El enano trepó a la peña más grande, carraspeó y escupió.
—¡Eh, tú, allá! —gritó, con los brazos en jarras—. ¡Dragón de mierda!
¡Escucha lo que te dice el heraldo! ¡Es decir, y o! ¡Como primer honorable se va
a enfrentar contigo el caballero mangante Ey ck de Denesle! ¡Y te va meter la
lanza en la tripa, según usos sagrados, para jodienda tuya y para alegría de
pobres doncellas y del rey Niedamir! ¡La lucha ha de ser honorable y según las
reglas, escupir fuego no vale, y sólo confesionalmente se puede atizar el uno al
otro, en tanto este otro no suelta el espíritu o no la espicha! ¡Cosa que te deseamos
desde lo más hondo de nuestros corazones! ¿Lo has captado, dragón?
El dragón abrió la boca, agitó las alas y luego bajó al suelo; rápidamente
descendió desde la colina a terreno llano.
—¡Te he entendido, honorable heraldo! —repuso—. ¡Que salga entonces al
campo el noble Eyck de Denesle! ¡Yo estoy listo!
—Vay a un belén. —Boholt escupió, dirigió una funesta mirada a Eyck, que
cabalgaba al paso a través de la barrera de rocas—. Vaya una comedia de
mierda...
—Cierra la boca, Boholt —gritó Jaskier, frotándose las manos—. Mira. ¡Ey ck
va a la carga! ¡Ah, su perra madre, será un bonito romance!
—¡Hurra! ¡Viva Ey ck! —gritó uno del grupo de arqueros de Niedamir.
—Pues yo —saltó sombrío Comecabras—, yo, no obstante, para estar
seguros, le hubiera inflado de azufre.
Eyck, ya en el campo, saludó al dragón bajando la lanza, se cerró la visera
del y elmo y pinchó al caballo con las espuelas.
—Vay a, vaya —dijo el enano—. Puede que sea tonto, pero en cuestión de
cargas sabe lo que hace. ¡Miradlo!
Eyck, inclinado, apoyado en la silla, bajó la lanza a pleno galope. El dragón,
en contra de lo que Geralt esperaba, no saltó, no se movió en círculo, sino que,
aplastado contra la tierra, corrió directamente hacia el caballero que le atacaba.
—¡Mátalo! ¡Mátalo, Eyck! —aulló Yarpen.
Eyck, aunque empujado hacia delante por el galope, no le golpeó
directamente, a ciegas. En el último segundo cambió hábilmente la dirección y
tiró con la lanza por encima de la cabeza del caballo. Mientras pasaba al lado del
dragón, embistió con todas sus fuerzas, de pie sobre los estribos. Todos gritaron
con una sola voz. Geralt no se unió al coro.
El dragón evitó la embestida con una finta delicada, hábil, llena de gracia y,
revolviéndose como una banda de oro viva, introdujo la pata, rápida pero
suavemente, casi como un gato, debajo de la barriga del caballo. El caballo
relinchó, alzó las patas delanteras; el caballero se balanceó sobre la silla pero no
soltó la lanza. En el momento en el que el animal casi había dado con los ollares
en el suelo, el dragón tiró a Eyck de la silla con un violento empujón de la pata.
Todos vieron el resplandor de la armadura que volaba hacia arriba girando, todos
escucharon el tintineo y el estrépito con el que el caballero cayó en la tierra.
El dragón, tomando asiento, derrumbó al caballo con una pata, bajó la
mandíbula llena de dientes. El caballo relinchó penetrantemente, se sacudió y se
quedó callado.
En el silencio que cayó sobre el campo, se escuchó la profunda voz del
dragón Villentretenmerth.
—Se puede retirar del campo al bravo Eyck de Denesle; está incapacitado
para continuar la lucha. El siguiente, por favor.
—Oh, mierda —dijo Yarpen Zigrin en el silencio subsiguiente.
VIII
—Las dos —dijo Yennefer secándose las manos con una toallita de lino—. Y
creo que algo en la columna. La armadura estaba clavada en la espalda como si
le hubieran dado con un martinete. Y los pies, por la propia lanza. Va a tardar
mucho en subirse a un caballo. Si acaso llegara a poder.
—Gajes del oficio —dijo Geralt.
La hechicera frunció el ceño.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—¿Y qué más querrías escuchar, Yennefer?
—Este dragón es increíblemente rápido. Demasiado rápido para que pueda
lu
char con él un ser humano.
—Entiendo. No, Yen. Yo no.
—¿Por principios? —sonrió ella venenosamente—. ¿O el miedo normal,
común y corriente? ¿Es el único sentimiento humano que no te arrancaron?
—Lo uno y lo otro —aceptó con indiferencia el brujo—. ¿Qué diferencia
hay?
—Precisamente. —Yennefer se acercó—. Ninguna. Los principios se pueden
romper, el miedo se puede vencer. Mata ese dragón, Geralt. Para mí.
—¿Para ti?
—Para mí. Quiero ese dragón. Entero. Quiero tenerlo sólo para mí.
—Utiliza tus hechizos y mátalo.
—No. Mátalo tú. Y con mis hechizos detendré a los Sableros y a los otros,
para que no molesten.
—Habrá muertos.
—¿Desde cuándo te molesta eso? Tú ocúpate del dragón y yo de los
humanos.
—Yennefer —dijo con voz fría el brujo—. No puedo entenderlo. ¿Para qué
necesitas ese dragón? ¿Hasta ese punto te ciega el color dorado de sus escamas?
Pues si tú no eres pobre, tienes incontables fuentes de ingreso, eres famosa.
Entonces, ¿de qué se trata? Y no me digas que de la vocación, por favor.
Yennefer guardó silencio, por fin, con el ceño fruncido; dio una patada con
mucha fuerza a una piedra que y acía sobre la hierba.
—Hay alguien que me puede ayudar. Al parecer eso... sabes de lo que
hablo... Al parecer eso no es incurable. Hay una posibilidad. Podré por fin
tener... ¿Entiendes?
—Entiendo.
—Es una operación complicada, costosa. Pero a cambio de un dragón
dorado... ¿Geralt?
El brujo callaba.
—Cuando estábamos colgados del puente —dijo la hechicera—, me pediste
algo. Cumpliré tu deseo. Pese a todo.
El brujo sonrió triste, rozó con el índice la estrella de obsidiana en el cuello de
Yennefer.
—Demasiado tarde, Yen. Ya no estamos colgados. Ya he dejado de
necesitarlo. Pese a todo.
Se esperaba lo peor, una cascada de fuego, una bofetada repentina en el
rostro, insultos, maldiciones. Se asombró cuando vio solamente un contenido
temblor de los labios. Yennefer se volvió lentamente. Geralt lamentó sus
palabras. Lamentó el sentimiento que ella le producía. El límite de lo posible,
traspasado, estalló como la cuerda de un laúd. Miró a Jaskier, vio cómo el
trovador volvía la cabeza con rapidez, cómo evitaba sus ojos.
—Bueno, pues ya nos hemos quitao de la cabeza el asunto del honor
caballeresco, señores míos —gritó Boholt, y a armado, delante de Niedamir,
quien seguía sentado en la piedra con una invariable expresión de aburrimiento
en el rostro—. El honor caballeresco está allá tendido y gime despacito. Mala era
esta estrategia, noble Gyllenstiern, la de dejar salir a Ey ck como vuestro
caballero y vasallo. No pienso señalar con el dedo, eh, pero sabemos a quién
debe Ey ck las patas rotas. Sí, así de un golpe se han resuelto dos problemas. El de
un loco que en su locura quería revivir las ley endas del atrevido caballero que
vence en combate mano a mano a un dragón. Y el de un cretino que quería
ganar dinero a su costa. Sabéis de quién hablo, Gyllenstiern, ¿no? Estupendo. Y
ahora, nosotros movemos ficha. Ahora el dragón es nuestro. Ahora nosotros, los
Sableros, vamos a dar cuenta del dragón. Pero a nuestro beneficio.
—¿Y el acuerdo, Boholt? —dijo el canciller entre dientes—. ¿Qué pasa con el
acuerdo?
—El culo me limpio con el acuerdo este.
—¡Esto es inédito! ¡Esto es un insulto a su majestad! —pataleó Gy llenstiern
—. El rey Niedamir...
—El rey ¿qué? —gritó Boholt apoy ándose en un enorme mandoble—.
¿Quizás el rey tiene ganas de ir a por el dragón él solo? ¿Y puede que vos, su fiel
canciller, os arremetáis en la armadura vuestra tripula y salgáis al campo? Por
qué no, vamos, nosotros esperamos aquí, señores míos. Vuestra oportunidad
tuvisteis, Gy llenstiern; si Ey ck se hubiere cargado al dragón, vos lo hubierais
tenido para vos solo, no nos hubiera tocado nada, ni una escama de oro de sus
lomos. Pero ya es demasiado tarde. Echad un vistazo. No hay nadie ya para
lu
char por los colores de Caingorn. No encontraréis otro tan tonto como Eyck.
—¡No es verdad! —El zapatero se echó a los pies del rey, todavía absorto en
la observación de un punto en el horizonte sólo conocido de él—. ¡Señor rey!
¡Esperar sólo un poquino, que los nuestros de Holopole nos agarren, y ya verán
éstos! ¡Escupir a los listillos de la nobleza, echarlos de acá! ¡Veréis quién es bravo
de veras, quién en el puño es fuerte y no en la lengua!
—Cierra el pico —dijo Boholt con tranquilidad mientras limpiaba una
mancha de óxido de la coraza—. Cierra el pico, cabronazo, porque si no te lo voy
a cerrar y o de tal modo que te vas a tragar los dientes.
Comecabras, viendo cómo se acercaban Kennet y Devastadón, retrocedió
deprisa y se escondió detrás de los rastreadores de Holopole.
—¡Rey ! —gritó Gy llenstiern—. Rey, ¿qué ordenas?
La expresión de hastío desapareció de pronto del rostro de Niedamir. El niño
monarca arrugó una nariz orgullosa y se levantó.
—¿Que qué ordeno? —dijo con voz aguda—. Por fin preguntas por ello,
Gy llenstiern, en vez de decidir por mí y hablar por mí y en mi nombre. Me
alegro mucho. Y que así continúe, Gyllenstiern. Desde este momento vas a callar
y obedecer órdenes. Ésta es la primera de ellas. Reúne a la gente, manda colocar
en el carro a Ey ck de Denesle. Volvemos a Caingorn.
—Señor...
—Ni una palabra, Gy llenstiern. Doña Yennefer, nobles señores, me despido.
He perdido algo de tiempo en este asunto pero he ganado muchas cosas. Mucho
he aprendido. Os agradezco vuestras palabras, doña Yennefer, don Dorregaray,
don Boholt. Y gracias por vuestro silencio, don Geralt.
—Rey —habló Gy llenstiern—. ¿Cómo es eso? El dragón está aquí, aquí
mismo. Sólo hay que alargar la mano. Rey, vuestro sueño...
—Mi sueño —repitió, ensimismado, Niedamir—. Todavía no lo tengo. Y si
me quedo aquí... Puede que entonces no lo vaya a tener nunca.
—¿Y Malleore? ¿Y la mano de la princesa? —El canciller no se resignó,
agitaba las manos—. ¿Y el trono? Rey, aquel pueblo os reconocerá...
—Me limpio el culo con aquel pueblo, como dice don Boholt —sonrió
Niedamir—. El trono de Malleore es mío en cualquier caso, porque tengo en
Caingorn trescientos coraceros y mil quinientos soldados de infantería contra mil
de sus despreciables escuderos. Y reconocerme me van a reconocer en
cualquier caso. Voy a mandar colgar, descabezar y descuartizar durante tanto
tiempo como sea necesario hasta que me reconozcan. Y su princesilla es un
ternerillo gordo y me cago en su mano; sólo necesito su chocho, que me dé un
heredero y luego ya la envenenaré. Con el método del maestro Comecabras.
Basta de hablar, Gyllenstiern. Procede a ejecutar las órdenes recibidas.
—Ciertamente —susurró Jaskier a Geralt—. El rey mucho ha aprendido.
—Mucho —confirmó Geralt mirando a la colina, en la que el dragón dorado,
con la cabeza triangular bien baja, lamía con su lengua bífida y escarlata algo
que se encontraba en la hierba, junto a él—. Pero no quisiera ser su súbdito,
Jaskier.
—Y ¿qué pasará ahora, qué piensas?
El brujo miró sereno al pequeño ser verdegrís, que agitaba unas alitas de
murciélago junto a las garras doradas del dragón.
—¿Y qué dices tú de todo esto, Jaskier? ¿Qué piensas de todo esto?
—¿Y qué importa lo que yo piense? Soy un poeta, Geralt. ¿Acaso tiene alguna
importancia mi opinión?
—La tiene.
—Pues entonces te la diré. Yo, Geralt, cuando veo un reptil, una culebra,
pongamos por caso, o una salamanquesa, entonces las tripas se me revuelven,
tanto asco me dan y tanto miedo estas asquerosidades. Pero este dragón...
—¿Sí?
—Él... él es hermoso, Geralt.
—Gracias, Jaskier.
—¿Por qué?
Geralt volvió la cabeza, con un lento movimiento se echó mano a la hebilla
del talabarte que le cruzaba el pecho al bies, lo apretó dos agujeros más. Alzó la
mano derecha, comprobando si el puño de la espada estaba en la posición
correcta. El poeta le miró con los ojos muy abiertos.
—¡Geralt! Tú tienes intenciones de...
—Sí —dijo tranquilo el brujo—. Hay una frontera de lo posible. Estoy harto
de todo esto. ¿Te vas con Niedamir o te quedas, Jaskier?
El trovador se agachó, colocó cuidadosa y cariñosamente el laúd bajo una
piedra, se irguió.
—Me quedo. ¿Cómo has dicho? ¿La frontera de lo posible? Me reservo ese
título para un romance.
—Puede que sea tu último romance.
—¿Geralt?
—¿Ajá?
—No mates... ¿Podrás?
—Una espada es una espada, Jaskier. Si se la desenvaina...
—Inténtalo.
—Lo intentaré.
Dorregaray rió, se dio la vuelta en dirección a Yennefer y los Sableros,
señaló al cortejo real que se alejaba.
—Allá —dijo— parte el rey Niedamir. No da ya más órdenes por boca de
Gy llenstiern. Parte mostrando buen juicio. Me alegro de que estés aquí, Jaskier.
Te propongo que comiences a componer un romance.
—¿Sobre qué?
—Sobre cómo —el hechicero sacó de bajo la capa su varita— el maestro
Dorregaray, nigromante, mandó a casa a los bellacos que querían matar al modo
de los bellacos al último dragón dorado que quedaba en el mundo. ¡No te
muevas, Boholt! ¡Yarpen, las manos lejos del hacha! ¡Ni pestañees, Yennefer!
Adelante, bellacos, tras el rey, como el perro tras el amo. Vamos, a los caballos,
a los carros. Os aviso, quien haga un movimiento incorrecto, de él no quedará
más que un tufo y una mancha en la arena. No estoy bromeando.
—¡Dorregaray ! —susurró Yennefer.
—¡Noble hechicero! —dijo Boholt, conciliador—. Entonces se debe...
—Calla, Boholt. Dije que no tocaréis a ese dragón; no se mata a una leyenda.
Daos la vuelta y a tomar por saco.
La mano de Yennefer se disparó de pronto hacia delante, y la tierra alrededor
de Dorregaray explotó en un fuego celeste, borbotó en una tormenta de arena y
hierbas. El hechicero se sacudió, rodeado de llamas. Devastadón, de un salto, le
golpeó en el rostro con el canto del puño. Dorregaray cay ó, de su varita surgió un
ray o rojo que se apagó sin causar daño sobre las rocas. Cortapajas, acercándose
a toda prisa desde el otro lado, dio una patada al hechicero que seguía en el suelo,
tomó impulso para repetir el golpe. Geralt se lanzó entre ellos, empujó a
Cortapajas hacia atrás, tomó la espada, dio un golpe plano, apuntando al lugar
que dividía la coraza y la espaldera. Se lo impidió Boholt, quien paró el golpe con
la ancha hoja de su mandoble. Jaskier le echó la zancadilla a Devastadón, pero
sin efecto. Devastadón se agarró al jubón coloreado del bardo y le golpeó con el
puño entre los ojos. Yarpen Zigrin, apareciendo por detrás, levantó los pies a
Jaskier dándole con el mango del hacha en el hueco de la rodilla.
Geralt giró haciendo unas piruetas, para escapar de la espada de Boholt, dio
un corto golpe a Cortapajas que saltaba hacia él, destrozándole el guantelete de
acero. Cortapajas retrocedió, dio un traspié, cay ó. Boholt jadeó mientras
balanceaba la espada como si fuera una guadaña. Geralt avanzó hacia la silbante
hoja, le atizó un golpetazo a Boholt en la coraza con la empuñadura de la espada,
lo empujó, lanzó un tajo, apuntando a la mejilla. Boholt, como veía que no iba a
ser capaz de parar tan pesada hoja, se tiró hacia atrás, cayó de espaldas. El brujo
se acercó a él y en ese momento sintió cómo la tierra desaparecía bajo sus
piernas paralizadas. Vio cómo el horizonte se convertía de transversal en
perpendicular. En vano intentó colocar los dedos en una Señal de protección, se
golpeó pesadamente de lado contra la tierra, dejando escapar la espada de sus
manos inmovilizadas. Los oídos le retumbaban y le silbaban.
—Atadlos mientras actúa el hechizo —dijo Yennefer desde algún lugar alto y
lejano—. A los tres.
Dorregaray y Geralt, anestesiados e inmóviles, se dejaron maniatar y sujetar
al carro sin resistencia y sin decir palabra. Jaskier se revolvió y maldijo, así que
todavía mientras lo maniataban le dieron unas buenas tortas.
—Para qué atarlos, traidores, hijos de perra —habló Comecabras al
acercarse a ellos—. Apiolarlos y listos.
—Tú mismo eres hijo y no de perra —dijo Yarpen Zigrin—. No insultes aquí
a los perros. Vete a la mierda, ponesuelas.
—Muy bravos sois —ladró Comecabras—. Veremos si tanta bravura tenéis
cuando los míos lleguen de Holopole, en cuantito los veáis. Vere...
Yarpen, doblándose con una habilidad inesperada para su apostura, le atizó
con el mango del hacha en la testa. Devastadón, que estaba al lado, le hizo unas
correcciones a puntapiés. Comecabras voló unas cuantas brazas y hundió las
narices en la hierba.
—¡Os acordaréis! —gritó a cuatro patas—. Todos vosotros...
—¡Muchachos! —aulló Yarpen Zigrin—. ¡A por el puto zapatero; metedle el
cabo por el culo! ¡Píllalo, Devastadón!
Comecabras no esperó. Se levantó y se encaminó al trote en dirección al
cañón oriental. Detrás de él, a hurtadillas, salieron corriendo los rastreadores
holopolacos. Los enanos, riéndose, les tiraron piedras.
—De pronto parece como si el aire se hubiera puesto más fresquito —sonrió
Yarpen—. Va, Boholt, pongámonos con el dragón.
—Despacio. —Yennefer alzó la mano—. Poner podéis, pero los pies. En
polvorosa. Todos tal y como estáis aquí.
—¿Lo qué? —Boholt se incorporó y los ojos le relampagueaban con un brillo
de rabia—. ¿Qué decís, noble y piadosa señora bruja?
—Largaos de aquí siguiendo las huellas del zapatero —repitió Yennefer—.
Todos. Yo misma me las apañaré con el dragón. Con armas no convencionales. Y
según os vayáis podéis darme las gracias. Si no hubiera sido por mí, habríais
probado la espada del brujo. Venga y a, deprisa, Boholt, antes de que me ponga
nerviosa. Os advierto, conozco un encantamiento con el cual puedo convertiros
en sementales. Basta con que mueva una mano.
—Oh, no —rezongó Boholt—. Mi paciencia alcanzó los límites de lo posible.
No me voy a dejar tomar por tonto. Cortapajas, arráncale el timón al carro. Que
y o también voy a necesitar de armas no convencionales, me parece. Ahora aquí
alguien se va a cargar con la cruz, señores míos. No quiero señalar con el dedo,
pero ahora mismo cierta asquerosa hechicera se va a cargar con la cruz.
—Ni lo intentes, Boholt. Alégrame el día.
—Yennefer —dijo lleno de reproches el enano—. ¿Por qué?
—¿Y no puede ser que simplemente no me guste compartir, Yarpen?
—En fin —sonrió Yarpen Zigrin—. Profundamente humano. Tan humano,
que casi es de enanos. Es agradable ver tus propios rasgos de carácter en una
hechicera. Porque a mí tampoco me gusta compartir, Yennefer.
Se dobló en un relampagueante y corto disparo. Una bola de acero, no se
sabe de dónde ni cuándo la había sacado, aulló en el aire y golpeó a Yennefer en
el centro de la frente. Antes de que la hechicera se diera cuenta, colgaba ya en el
aire, sus manos sujetas por Cortapajas y Devastadón mientras Yarpen le ataba
los dedos con una soga. Yennefer gritó con rabia pero uno de los muchachos de
Yarpen, que estaba de pie a su lado, le echó unas riendas en la cabeza, apretó con
fuerza, colocando la correa sobre la boca abierta, apagó el grito.
—Bueno, y qué, Yennefer —dijo Boholt, acercándose—. ¿Cómo quieres
hacer de mí un semental? ¿Si no puedes ni menear una mano?
Boholt le rasgó el cuello de su jubón, rompió la camisa y se la arrancó. El
chillido de Yennefer fue ahogado por las correas.
—Tiempo no tengo ahora —dijo Boholt, mientras la toqueteaba
impúdicamente entre las carcajadas de los enanos—, pero espera un poco,
hechicera. En cuanto nos carguemos al dragón, nos vamos a montar una fiesta.
Atádmela bien a las ruedas, muchachos. Las dos patas a los aros, de modo que ni
un dedo menear pueda. Y ahora, su puta madre, que no la toque nadie, señores
míos. El orden lo estableceremos según cada uno se porte en el combate contra
el dragón.
—Boholt —habló Geralt, en voz baja, sereno y enojado—. Ten cuidado. Te
encontraré hasta en el fin del mundo.
—Me asombras —respondió el Sablero, también sereno—. Yo en tu lugar me
estaría calladito. Te conozco y he de tratar en serio tu amenaza. No tendré salida.
Puede que no sobrevivas, brujo. Volveremos aún a este negocio. Devastadón,
Cortapajas, a los caballos.
—Y ya la tenemos liada —gimió Jaskier—. ¿Por qué diablos me habré
mezclado en esto?
Dorregaray, con la cabeza agachada, contemplaba las densas gotas de sangre
que le fluían lentamente desde la nariz hasta la barriga.
—¡Podrías dejar de mirarme! —le gritó a Geralt la hechicera, retorciéndose
como una serpiente en sus ligaduras, intentando en vano cubrir sus desnudas
bellezas.
El brujo volvió obediente la cabeza. Jaskier no.
—Para esto que estoy viendo —se rió el bardo— habrás usado por lo menos
un barril entero de elixir de mandrágora, Yennefer. Una piel como una
quinceañera, que me ahorquen.
—¡Cierra el pico, hideputa! —gritó la hechicera.
—¿Cuántos años tienes de verdad? —Jaskier persistía—. ¿Unos doscientos?
Bueno, pongamos ciento cincuenta. Y te comportaste como...
Yennefer estiró el cuello y le escupió, aunque sin acertarle.
—Yen —habló lleno de reproche el brujo, mientras se limpiaba la oreja sucia
contra el hombro.
—¡Que deje de mirarme!
—De eso nada —dijo Jaskier sin quitar ojo de la alegre vista que representaba
la despechugada hechicera—. Es por su culpa que nos vemos así. Y nos pueden
rebanar la garganta. Y a ella como mucho la van a violar, lo que a su edad...
—Cállate, Jaskier —le interrumpió el brujo.
—De eso nada. Justo ahora tengo intenciones de componer un romance sobre
dos tetas. Por favor, no me molestéis.
—Jaskier. —Dorregaray sorbió la sangre de la nariz—. Compórtate con
seriedad.
—Me estoy comportando con seriedad, joder.
Boholt, al que sujetaban los enanos, se encaramó con esfuerzo sobre la silla,
pesado y rígido a causa de la armadura y de los cueros protectores colocados
sobre ella. Devastadón y Cortapajas estaban ya montados en los caballos, con un
enorme mandoble colocado de través sobre la silla.
—Vale —gruñó Boholt—. Vamos a por él.
—No —dijo una voz profunda que sonaba como una trompa de latón—. ¡Soy
yo el que viene a por vosotros!
Desde detrás del anillo de rocas surgió un largo morro, refulgente y dorado,
un esbelto cuello armado con una fila de placas triangulares y dentadas, unas
patas con garras. Unos ojos malvados, de reptil, con una pupila perpendicular,
miraban bajo unos párpados córneos.
—No podía aguantar más esperando en el campo —dijo el dragón
Villentretenmerth mirando a su alrededor—, así que he venido y o. Por lo que
veo, cada vez hay menos gente con ganas de pelea.
Boholt tomó las riendas con la boca y el mandoble con ambos puños.
—Bahta yah —dijo confusamente, mientras sujetaba los correajes con los
dientes—. ¡Ponhte en juahdia, bisho!
—Lo estoy —dijo el dragón doblando el lomo en arco y levantando
injuriosamente la cola.
Boholt miró a los lados. Devastadón y Cortapajas, despacio, aparentemente
tranquilos, rodearon al dragón desde ambos lados. Por detrás esperaban Yarpen
Zigrin y sus muchachos con hachas en las manos.
—¡Aaaaargh! —gritó Boholt; azuzó al caballo con los talones y alzó la espada.
El dragón se hizo un ovillo, se tiró al suelo y por arriba, por encima de su
propio lomo, como un escorpión, golpeó con la cola, apuntando no a Boholt, sino
a Devastadón, que atacaba por un lado. Devastadón se derrumbó junto con el
caballo, entre tintineos, crujidos y relinchos. Boholt, entrando en galope, lanzó un
terrible tajo, pero el dragón esquivó hábilmente la ancha hoja. El ímpetu de su
galope le llevó a Boholt al lado. El dragón se retorció, se puso sobre las patas
traseras y le metió un trompazo a Cortapajas con las garras, rasgando de una vez
la tripa del caballo y el muslo del jinete. Boholt, muy inclinado sobre la silla,
acertó a sujetar al caballo tirando fuertemente de las riendas con los dientes,
atacó de nuevo.
El dragón barrió con la cola a los enanos que se arrastraban hacia él, los
derrumbó a todos, después de lo cual se lanzó sobre Boholt, aplastando por el
camino como de paso a Cortapajas, que estaba intentando levantarse. Boholt
agitó la cabeza de acá para allá, intentando controlar a su desbocado caballo,
pero el dragón era incomparablemente más rápido y hábil. Saliéndole
astutamente a Boholt por la izquierda para dificultarle el tajo, lo golpeó con su
pata poblada de garras. El caballo se encabritó y se echó hacia un lado, Boholt
voló de la silla, perdiendo espada y y elmo, cayó hacia atrás, sobre la tierra,
golpeándose la cabeza con las rocas.
—¡Largo, muchachos! ¡Al monte! —aulló Yarpen Zigrin, tapando con sus
gritos los quejidos de Devastadón, que estaba atrapado debajo del caballo.
Con las barbas al viento, los enanos se apresuraron hacia los riscos con una
rapidez sorprendente para sus cortas piernas. El dragón no los persiguió. Se sentó
tranquilo y miró alrededor. Devastadón se retorcía y gritaba bajo el caballo.
Boholt estaba tendido, inmóvil. Cortapajas se arrastraba en dirección a los riscos,
de lado, como un gigantesco cangrejo de acero.
—Increíble —susurró Dorregaray —. Increíble...
—¡Hey ! —Jaskier se movió en sus ligaduras de tal modo que el carro entero
se estremeció—. ¿Qué es eso? ¡Allí! ¡Mirad!
Hacia la garganta más oriental se divisaba una enorme nube de humo;
rápidamente les llegaron también gritos, estrépito y trápala. El dragón estiró el
cuello, miró.
A la planicie entraron tres grandes carros llenos de gente armada.
Separándose, comenzaron a rodear al dragón.
—Son... ¡Su puta madre!, ¡son la milicia y los gremios de Holopole! —gritó
Jaskier—. ¡Subieron por las fuentes del Braa! ¡Sí, son ellos! ¡Mirad, es
Comecabras, allí, al frente!
El dragón bajó la cabeza, empujó delicadamente en dirección al carro a una
pequeña, grisácea y chillona criaturita. Luego golpeó con el rabo en el suelo,
barritó sonoramente y se lanzó como una flecha al encuentro de los holopolacos.
—¿Qué es eso? —preguntó Yennefer—. ¿Eso pequeño? ¿Eso que se retuerce
sobre la hierba? ¿Geralt?
—Eso es lo que el dragón defendió de nosotros —dijo el brujo—. Eso es lo
que salió del cascarón no hace mucho, en una cueva, allá, en el cañón del norte.
Un dragoncillo nacido del huevo de la dragona envenenada por Comecabras.
El dragoncillo, tropezando y rozando con su tripa la tierra, anduvo indeciso
hacia el carro, chilló, se alzó sobre sus patas traseras, desplegó las alas, luego, sin
pensarlo, corrió al lado de la hechicera. Yennefer, con un gesto confuso, suspiró
fuertemente.
—Le gustas —murmuró Geralt.
—Joven, pero no tonto. —Jaskier, retorciéndose en las ligaduras, mostró los
dientes—. Mirad dónde ha colocado la cabecilla, me gustaría estar en su lugar,
diablos. ¡Eh, chaval, vete! ¡Es Yennefer! ¡El terror de los dragones! Y de los
brujos. Al menos de un brujo...
—Calla, Jaskier —gritó Dorregaray —. ¡Mirad allá, en el campo! ¡Ya lo
atacan, malditos sean!
Los carros de los holopolacos, tronando como carros de guerra, se dirigían
contra el dragón que atacaba.
—¡Azurradle! —gritó Comecabras, apoyado en los hombros del carretero—.
¡Azurradle, compadres, donde caiga y con lo que caiga! ¡No os dé pena!
El dragón evitó con agilidad al primer carro atacante, donde brillaban las
hojas de las hoces, los biernos y las picas, pero se metió entre los dos siguientes,
desde los cuales le cayó encima una enorme red doble de pescadores que se
mantenía en tensión con unos correajes. El dragón, enredado en ella, se tiró al
suelo, giró, se hizo un ovillo, desplegó las patas. La red, rasgada en pedazos,
chasqueó fuertemente. Desde el primer carro, que había conseguido dar la
vuelta, le lanzaron otra red, enredándole como de libro. Los dos carros restantes
también giraron, se dirigieron hacia el dragón, traqueteando y saltando en los
baches.
—¡Caíste en la red, bacalao! —se alegró Comecabras—. ¡Ahora, con los
arquitos te vamos a acribillar!
El dragón bramó, lanzó una corriente de vapor dirigida al cielo. Los
milicianos holopolacos bajaron del carro y se echaron sobre él. El dragón gritó
de nuevo, con un desesperado, vibrante alarido.
Desde el cañón del norte llegó una respuesta, un agudo grito de guerra.
A todo galope, agitando las claras trenzas, silbando penetrantemente, rodeadas
por los brillantes reflejos de los sables, desde la garganta surgieron...
—¡Las zerrikanas! —gritó el brujo y forcejeó en vano con las ataduras.
—¡Oh, diablos! —dijo Jaskier—. ¡Geralt! ¿Entiendes?
Las zerrikanas atravesaron la tropa como un cuchillo caliente sobre
mantequilla, marcando el camino con cuerpos hendidos, saltaron de los caballos
al vuelo, se pusieron de pie junto al dragón que luchaba con la red. El primero de
los milicianos que se acercó perdió la cabeza inmediatamente. El segundo apuntó
a Vea con su bierno, pero la zerrikana sujetó el sable con las dos manos y
empezando por abajo, del revés, lo cortó desde el perineo hasta el esternón. El
resto retrocedió a toda prisa.
—¡A los carros! —aulló Comecabras—. ¡A los carros, compadres! ¡Con los
carros las atrepellaremos!
—¡Geralt! —gritó de pronto Yennefer, dobló las piernas y con un brusco
movimiento se arrastró bajo el carro, bajo las manos dobladas y atadas hacia
atrás del brujo—. ¡La Señal de Igni! ¡Quema! ¿Notas las ligaduras? ¡Quémalas,
maldita sea!
—¿A ciegas? —gimió Geralt—. ¡Te quemaré, Yen!
—¡Forma la Señal! ¡Lo aguantaré!
Obedeció, sintió el hormigueo en los dedos que formaban la Señal de Igni,
justo sobre los tobillos atados de la hechicera. Yennefer volvió la cabeza, se
mordió en el cuello del jubón, apagando un gemido. El dragoncillo, chillando, se
apretó con las alas contra su lado.
—¡Yen!
—¡Quémalo! —gritó.
Las ligaduras se soltaron en el momento en que el nauseabundo y asqueroso
olor a piel quemada se convertía en intolerable. Dorregaray dejó escapar un
extraño sonido y se desmayó, quedando colgado por las cuerdas a la rueda del
carro.
La hechicera, con un gesto de dolor, se irguió, alargando el pie que y a estaba
libre. Gritó enloquecida, la voz llena de dolor y de rabia. El medallón en el cuello
de Geralt vibraba como si estuviera vivo. Yennefer estiró el muslo y agitó el pie
en dirección a los carros dispuestos a cargar de la milicia holopolaca, gritó un
encantamiento. El aire se agitó y olió a ozono.
—Oh, dioses —gimió Jaskier, asombrado—. ¡Vay a un romance que será,
Yennefer!
El hechizo, arrojado con su grácil pierna, no le salió del todo a la hechicera.
El primer carro, junto con todos los que se encontraban en él, adoptó
simplemente un tono amarillo como mazorcas de maíz, lo que los soldados
holopolacos, en su ardor guerrero, ni siquiera percibieron. Con el otro carro salió
mejor: toda su tripulación se transformó en un abrir y cerrar de ojos en enormes
y deformes ranas, las cuales, croando ensordecedoramente, se dispersaron en
todas direcciones. El carro, falto de guía, se dio la vuelta y se destrozó en
pedazos. Los caballos, relinchando histéricamente, se perdieron en la lejanía,
arrastrando con ellos el timón quebrado.
Yennefer se mordió los labios y agitó de nuevo el pie en el aire. El carro de la
mazorca, entre las notas de una viva melodía que venía de algún lugar allá arriba,
se disolvió de pronto en humo de mazorca y toda su tripulación cay ó sobre la
hierba, entontecida, formando un montón pintoresco. Las ruedas del tercer carro
se volvieron cuadradas y las consecuencias fueron inmediatas. Los caballos se
pusieron de patas, el carro se destrozó, y los soldados holopolacos se dispersaron
sobre el suelo. Yennefer, y a de puro deseo de venganza, agitó el pie y gritó un
encantamiento, convirtiendo a los holopolacos al azar en sapos, gansos, ciempiés,
flamencos y lechones a ray as. Las zerrikanas remataron concienzuda y
metódicamente a los restantes.
El dragón, que por fin había rasgado la red, se incorporó, removió las alas,
barritó y se lanzó, tenso como una cuerda, a por el zapatero Comecabras, quien
se había salvado del pogromo y estaba intentando escaparse. Comecabras corría
como una liebre, pero el dragón era más rápido. Geralt, al ver las mandíbulas
que se abrían y el brillo de los dientes, agudos como estiletes, volvió la cabeza.
Escuchó un macabro crujido y un chasquido repugnante. Jaskier gritó con una
voz apagada. Yennefer, con el rostro blanco como la tiza, se dobló, se echó a un
lado y vomitó debajo del carro.
Cay ó el silencio, cortado sólo ocasionalmente por los graznidos, los gruñidos y
el croar de los milicianos holopolacos que habían sobrevivido.
Vea sonreía desagradablemente, estaba de pie delante de Yennefer con los
pies muy separados. La zerrikana alzó el sable. Yennefer, pálida, alzó el pie.
—No —dijo Borch, llamado Tres Grajos, sentado en una piedra. En las
rodillas tenía al dragoncillo, sereno y satisfecho.
—No vamos a matar a doña Yennefer —repitió el dragón Villentretenmerth
—. Esto y a no es actual. Aún más, ahora estamos agradecidos a doña Yennefer
por su ay uda inapreciable. Libéralos, Vea.
—¿Entiendes, Geralt? —susurró Jaskier mientras se frotaba las manos que
tenía entumecidas—. ¿Entiendes? Hay un antiquísimo romance sobre un dragón
dorado. El dragón dorado puede...
—Tomar cualquier forma —murmuró Geralt—. Incluso la forma humana.
También he oído hablar de ello. Pero no lo creía.
—¡Don Yarpen Zigrin! —gritó Villentretenmerth al enano que estaba
aferrado a los riscos a una altura de veinte codos sobre el suelo—. ¿Qué buscáis
allí? ¿Marmotas? No son de vuestro gusto, si no recuerdo mal. Bajad a tierra y
ocupaos de los Sableros. Necesitan ay uda. No se va a matar más. A nadie.
Jaskier, echando una mirada intranquila a las zerrikanas, que, muy alerta,
daban vueltas por el campo de batalla, intentó reanimar al aún inconsciente
Dorregaray. Geralt puso una crema sobre los tobillos quemados de Yennefer y
los vendó. La hechicera gritó del dolor y murmuró un encantamiento.
Al terminar su tarea, el brujo se levantó.
—Esperad aquí —dijo—. Tengo que hablar con él.
Yennefer, apretando los labios, se levantó también.
—Iré contigo, Geralt. —Lo tomó de la mano—. ¿Puedo? Por favor, Geralt.
—¿Conmigo, Yen? Pensaba...
—No pienses. —Se apretó contra su brazo.
—¿Yen?
—Todo bien, Geralt.
Miró a los ojos de ella, que eran cálidos ahora. Como antaño. Agachó la
cabeza y la besó en los labios, calientes, suaves y bien dispuestos. Como antaño.
Anduvieron. Yennefer, apoy ada en Geralt, se sujetó el vestido con la punta de
los dedos e hizo una reverencia muy grande, como ante un rey.
—Tres Gra... Villentretenmerth... —dijo el brujo.
—Mi nombre, en traducción libre, significa en vuestra lengua Tres Pájaros
Negros —le explicó el dragón.
El dragoncillo, clavadas las pequeñas garras en los antebrazos de Tres Grajos,
ofreció el cuello a las caricias de su mano.
—El Caos y el Orden. —Villentretenmerth sonrió—. ¿Recuerdas, Geralt? El
Caos es la agresión. El Orden es la defensa ante ella. Merece la pena arrastrarse
hasta el fin del mundo para enfrentarse a la agresión y al Mal, ¿no es cierto,
brujo? Sobre todo, como dije, cuando la paga es honorable. Y esta vez lo era.
Éste era el tesoro de la dragona Myrgtabrakke, a la que envenenaron en
Holopole. Ella me llamó para que la ay udara, para que detuviera al Mal que la
amenazaba. My rgtabrakke y a se fue, poco después de que se llevaran del campo
a Eyck de Denesle. Tuvo tiempo de sobra, mientras vosotros hablabais y os
peleabais. Pero me dejó su tesoro, mi paga.
El dragoncillo chilló y agitó las alitas.
—Así que tú...
—Sí —le interrumpió el dragón—. En fin, los tiempos que corren. Los seres
que vosotros soléis llamar monstruos, desde hace cierto tiempo se sienten cada
vez más amenazados por los humanos. Ya no son capaces de defenderse solos.
Necesitan de un Defensor. Una especie de... brujo.
—¿Y la meta... la meta que está al final del camino?
—Es él. —Villentretenmerth levantó sus antebrazos; el dragoncillo chilló
asustado—. Precisamente acabo de alcanzarla. Gracias a él perviviré, Geralt de
Rivia, probaré que no hay límites de lo posible. Tú también encontrarás alguna
vez tu meta, brujo. Incluso aquellos que son diferentes pueden perdurar. Adiós,
Geralt. Adiós, Yennefer.
La hechicera, agarrada con fuerza a los brazos del brujo, se inclinó de nuevo.
Villentretenmerth se levantó, la miró, y su rostro adoptó una expresión de
seriedad.
—Perdona mi sinceridad y mi franqueza, Yennefer. Está tan escrito en
vuestros rostros que no tengo ni siquiera que intentar leer vuestros pensamientos.
Estáis hechos el uno para el otro, tú y el brujo. Pero no saldrá nada de todo ello.
Nada. Lo siento.
—Lo sé. —Yennefer palideció ligeramente—. Lo sé, Villentretenmerth. Pero
yo también quisiera creer que no hay límites de lo posible. O al menos, que están
lo suficientemente lejos.
Vea se acercó, tocó el hombro de Geralt, dijo unas palabras con mucha
rapidez. El dragón sonrió.
—Geralt, Vea dice que va a recordar durante mucho tiempo la tina de El
Dragón Pensativo. Espera que nos volvamos a encontrar alguna vez.
—¿Qué? —preguntó Yennefer, los ojos entrecerrados.
—Nada —habló rápido el brujo—. Villentretenmerth.
—Dime, Geralt de Rivia.
—Puedes tomar cualquier forma. La que quieras.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué un ser humano? ¿Por qué Borch con tres pájaros negros
en el escudo?
El dragón sonrió apaciblemente.
—No sé, Geralt, en qué circunstancias se encontraron por vez primera los
lejanos antepasados de nuestras razas. Pero el hecho es que para los dragones no
hay nada más repugnante que el ser humano. El ser humano despierta en los
dragones un asco irracional, instintivo. Conmigo es distinto. Para mí... sois
simpáticos. Adiós.
No fue una transformación gradual, fluida, ni un temblor nebuloso y pulsante
como en el caso de una ilusión. Fue repentino como un abrir y cerrar de ojos. En
el lugar en el que hacía un segundo había un caballero de cabellos rizados con
una túnica adornada con tres pájaros negros, estaba ahora sentado un dragón
dorado, que estiraba un cuello largo y esbelto en un ademán de agradecimiento.
Después de inclinar la cabeza, el dragón desplegó las alas, que brillaban doradas
a los rayos del sol. Yennefer lanzó un hondo suspiro.
Vea, y a en la silla, junto a Tea, los despidió con la mano.
—Vea —dijo el brujo—, tenías razón.
—¿Hmm?
—Él es el más hermoso.
Esquirlas de hielo
I
La moribunda oveja, debilitada e hinchada, apuntando al cielo con las patas
rígidas, se removió. Geralt, pegado a la muralla, extrajo la espada con lentitud,
cuidando de que la hoja no rechinara contra las guarniciones de la vaina. De
improviso, a una distancia de diez pasos se elevó un montón de basura y comenzó
a ondular. El brujo se separó de la pared y dio un salto, antes incluso de que le
alcanzara la ola de pestilencia que emanaba de la basura removida.
De debajo de los desperdicios surgió un tentáculo terminado en un
ensanchamiento oval, fusiforme, cubierto de anillos, que se dirigió hacia él a una
velocidad increíble. El brujo aterrizó con seguridad sobre los restos de un mueble
destartalado, se apoyó en un montón de verduras podridas, se balanceó, guardó el
equilibrio y con un corto golpe de espada partió el tentáculo, separando la ventosa
en forma de porra. Inmediatamente saltó, pero esta vez resbaló en unas tablas y
cayó de costado en el fango del estercolero.
El basurero explotó, sacando a la superficie una densa y hedionda sustancia,
pedazos de cacerolas, trapos podridos y lívidas hebras de coles en vinagre; y de
debajo de todo ello irrumpió un cuerpo enorme y bulboso, deforme como una
grotesca patata, agitando el aire con tres tentáculos y el muñón del cuarto.
Geralt, atascado e incapaz de moverse, torció el muslo y acertó un tajo,
cortando horizontalmente otro de los tentáculos. Los dos restantes, gruesos como
ramas de árboles, cayeron sobre él con fuerza, enterrándolo aún más en los
desperdicios. El cuerpo se arrastró hacia él, reptando por el basurero como un
barril viviente. Vio cómo estallaba el asqueroso bulbo, abriéndose en una amplia
mandíbula llena de dientes grandes y cúbicos.
Permitió que los tentáculos le rodearan por la cintura. Con un chasquido le
sacaron de la apestosa masa y le arrastraron en dirección al cuerpo que, con
movimientos circulares, se introducía entre los desperdicios. La mandíbula
poblada de dientes chasqueó salvaje y con rabia. Cuando la espantosa boca se
acercó, el brujo la golpeó con un mandoble de la espada, la hoja traspasó lenta y
blandamente. Un hedor asqueroso y dulzón le cortó el aliento. El monstruo lanzó
un silbido y se estremeció, los tentáculos le liberaron, se removieron
convulsivamente en el aire. Geralt, hundido en la basura, golpeó otra vez en un
revés, las abiertas mandíbulas crujieron y chirriaron aguda y horriblemente. El
ser gorgoteó y perdió ímpetu, pero de inmediato se hinchó, silbando, salpicando
al brujo con una hedionda masa.
Geralt, con un brusco movimiento, hizo fuerza con los pies hundidos en la
basura, se liberó, se echó hacia delante, apartando la guarrería aquella con el
pecho como un nadador aparta el agua, golpeó con todas sus fuerzas, desde
arriba, empujando con ímpetu la hoja que penetraba en el cuerpo, entre dos ojos
de pálida fosforescencia. El monstruo lanzó un gemido gorgoteante, agitó los
miembros, derramándose sobre el montón de porquería como una ampolla
rasgada que hedía en perceptibles y cálidas ráfagas de ondulante fetidez. Los
tentáculos palpitaban y se retorcían entre la podredumbre.
El brujo salió con dificultad de la densa pasta, se puso de pie sobre una
superficie resbaladiza, movediza pero firme. Sintió cómo algo pegajoso y
repulsivo que se le había metido en la bota le corría por la pantorrilla. A la fuente,
pensó, a librarse lo más rápidamente posible de todo esto, de esta inmundicia.
Lavarse. Los tentáculos del monstruo chapoteaban otra vez en la basura,
salpicaron, se quedaron inmóviles.
Cay ó una estrella fugaz, un rayo que duró un segundo, animando el
firmamento negro y moteado de pequeños resplandores inmóviles. El brujo no
pidió deseo alguno.
Respiró pesada y roncamente, sintiendo cómo le desaparecía el efecto de los
elixires que había tomado antes de la lucha. El gigantesco montón de basura y
desperdicios pegados a las murallas de la ciudad, en abrupto desnivel en
dirección a la reluciente banda del río, aparecía hermoso y extraño a la luz de las
estrellas. El brujo escupió.
El monstruo estaba muerto. Constituía ya parte de aquel montón de basura en
el que antes habitaba.
Cay ó otra estrella fugaz.
—Un basurero —dijo el brujo con énfasis—. Porquería, estiércol y mierda.
II
—Apestas, Geralt. —Yennefer arrugó la nariz sin volverse del espejo ante el
que se limpiaba el tinte de las cejas y las pestañas—. Lávate.
—No hay agua —dijo, mirando a la tina.
—Enseguida lo arreglo. —La hechicera se levantó, abrió la ventana de par en
par—. ¿La prefieres marina o normal?
—Marina, para variar.
Yennefer alzó violentamente las manos, gritó un encantamiento al tiempo que
hacía un corto y complicado gesto con las manos. A través de la ventana abierta
sopló de pronto una áspera y húmeda frialdad; los postigos golpetearon y el
reflejo de un remolino verde entró a la alcoba y adoptó la forma de una bola
irregular. La tina se llenó de un agua que ondeaba nerviosa, chocaba contra los
bordes y se derramaba por el suelo. La hechicera se sentó y volvió a lo que
estaba haciendo antes de ser interrumpida.
—¿Lo has conseguido? —preguntó—. ¿Qué había en el vertedero?
—Un zeugel, como pensaba. —Geralt se quitó las botas, arrojó al suelo las
ropas y metió los pies en la cubeta—. Cuernos, Yen, qué fría está. ¿No puedes
calentar esta agua?
—No. —La hechicera, acercando el rostro al espejo, se dio algo en el ojo con
la ayuda de un palito de cristal—. Esos encantamientos me cansan un montón y
me producen náuseas. Y a ti, después de tus elixires, el agua fría no te hará mal.
Geralt no discutió. Discutir con Yennefer no tenía el más mínimo sentido.
—¿Te causó problemas el zeugel?
La hechicera metió el bastoncillo en un frasquito y se echó algo en el otro
ojo, apretando cómicamente los labios.
—No especialmente.
A través de la ventana abierta les llegó un estrépito, un chasquido seco de
madera rota y el farfulleo de una voz que repetía desentonada y en falsete el
estribillo de una popular cancioncilla picante.
—Un zeugel. —La hechicera tomó otro frasquito de una imponente batería de
ellos que reposaba sobre la mesa, le quitó el tapón. En la estancia comenzó a oler
a lilas y a grosellas—. Pues, ¿ves?, incluso en una ciudad no es difícil encontrar
trabajo para un brujo, no tienes por qué andar vagabundeando por despoblados.
¿Sabes?, Istredd afirma que esto se está convirtiendo en una regla. Algo viene a
ocupar el lugar de cada monstruo a punto de extinguirse de lagos y pantanos, algo
distinto, alguna nueva mutación adaptada al medio ambiente artificial, creado por
el ser humano.
Geralt, como siempre, frunció el ceño al oír la mención a Istredd.
Sinceramente, comenzaba a estar harto del entusiasmo de Yennefer por la
genialidad de Istredd. Incluso si Istredd tenía razón.
—Istredd tiene razón —continuó Yennefer, frotándose los pómulos y
párpados con el algo que olía a lilas y a grosellas—. Mira, pseudorratas en
alcantarillas y sótanos, zeugeles en los vertederos, planones en los fosos
abandonados y en los sumideros, tayezes en los embalses de los molinos. Esto es
casi una simbiosis, ¿no te parece?
Y ghules en los cementerios que devoraban a los difuntos al día siguiente del
entierro, pensó, mientras se enjuagaba el jabón. Una completa simbiosis.
—Sí. —La hechicera apartó los frasquitos y los botecillos—. También en las
ciudades se puede encontrar trabajo para un brujo. Pienso que alguna vez
sentarás la cabeza en algún sitio, Geralt.
Antes me caerá un rayo, pensó. Pero no lo dijo en voz alta. Llevarle la
contraria a Yennefer, como bien sabía, era una invitación a la pelea y una pelea
con Yennefer no era de las cosas menos peligrosas del mundo.
—¿Has terminado, Geralt?
—Sí.
—Sal de la bañera.
Sin ponerse de pie, Yennefer agitó la mano descuidadamente y pronunció el
hechizo. Con un murmullo, el agua de la cuba, junto con la que se había vertido
en el suelo y la que le resbalaba a Geralt por su cuerpo, se reunió en una bola
translúcida y con un relámpago voló a través de la ventana. Escuchó un sonoro
chapoteo.
—¡Así sus coja la peste, hijos de una puta! —se escuchó un grito enojado que
provenía desde abajo—. ¿Es que no tenéis dónde tirar la mierda? ¡Así sus coman
vivos los piojos, que sus coma la tiña, que sus muráis todos!
La hechicera cerró la ventana.
—Joder, Yen. —El brujo soltó una carcajada—. Podrías haber tirado el agua
un poco más lejos.
—Podría —murmuró—. Pero no tenía ganas.
Tomó la lamparilla de su mesa y se acercó a él. Su camisón blanco,
agitándose con el movimiento de su cuerpo, la hacía sobrenaturalmente atractiva.
Más que si estuviera desnuda, pensó.
—Quiero echarte un vistazo —dijo—. El zeugel podría haberte arañado.
—No me arañó. Lo habría sentido.
—¿Después de los elixires? No me hagas reír. Después de los elixires no
sentirías una fractura abierta hasta que el hueso no fuera rozando las paredes. Y
el zeugel podría tener de todo, hasta el tétanos o la ponzoña. Por si acaso, todavía
habría tiempo para ponerle remedio. Date la vuelta.
Sintió en la espalda el delicado calor de la llama de la lamparilla, el roce
ocasional de sus cabellos.
—Parece que todo está bien —dijo—. Échate, antes que los elixires te
tumben. Esas mezclas son terriblemente peligrosas. Te matan poco a poco.
—Tengo que tomarlos antes de la lucha.
Yennefer no respondió. Se sentó de nuevo delante del espejo, peinó
lentamente sus rizos negros, sinuosos, brillantes. Siempre se peinaba los cabellos
antes de acostarse. A Geralt esto le parecía una rareza pero le encantaba
observarla mientras lo hacía. Le daba la impresión de que Yennefer lo sabía.
De pronto sintió mucho frío y percibió que los elixires le hacían temblar, le
palpitó la nuca, le corrió por el estómago un remolino de náuseas. Maldijo para
sí, se echó en la cama sin dejar de mirar a Yennefer.
Un movimiento en un rincón de la pieza le llamó la atención, aguzó la vista.
Sobre unos cuernos de ciervo cubiertos de telarañas y que estaban torcidos, había
un pequeño pájaro, negro como el azabache.
Volviendo la cabeza hacia un lado, miró al brujo con un ojo amarillo e
inmóvil.
—¿Qué es eso, Yen? ¿De dónde ha salido?
—¿Qué? —Yennefer volvió la cabeza—. Ah, eso. Es una milana.
—¿Una milana? Las milanas son de color pardo sucio y ésta es negra.
—Es una milana mágica. La he hecho yo.
—¿Para qué?
—Me es necesaria —le cortó.
Geralt no hizo más preguntas, sabía que Yennefer no le contestaría.
—¿Irás mañana a casa de Istredd?
Yennefer retiró los frasquitos al borde de la mesa, guardó el peine en una
arqueta y cerró el espejo en forma de tríptico.
—Iré. Desde el amanecer. ¿Y qué?
—Nada.
Se echó a su lado, sin apagar la lamparilla. Nunca apagaba la luz, no podía
dormir en la oscuridad. Fuera una lamparilla o un candelabro o una vela, tenían
que quemarse hasta el final. Siempre. Otra rareza más. Yennefer tenía una
increíble cantidad de rarezas.
—¿Yen?
—¿Sí?
—¿Cuándo nos vamos de aquí?
—No seas pesado. —Tiró con fuerza del edredón—. Estamos aquí desde hace
tres días y tú y a me has preguntado lo mismo al menos treinta veces. Ya te he
dicho que tengo asuntos que resolver aquí.
—¿Con Istredd?
—Sí.
Suspiró y la abrazó, sin ocultar sus intenciones.
—Hey —susurró—. Has tomado los elixires...
—¿Y qué?
—Nada.
Se carcajeó como una cría, apretándose contra él, arqueándose y estirándose
para facilitar que le quitara la camisa. La fascinación de su desnudez le produjo
como siempre un escalofrío en la espalda, hizo que le hormiguearan los dedos
que rozaban su piel. Tocó con los labios sus pechos, redondos y delicados, de
pezones tan pálidos que sólo resaltaba su forma. Enredó los dedos en sus cabellos,
que olían a lila y a grosellas.
Ella se entregó a sus caricias, ronroneando como un gato, apoyando sus
rodillas flexionadas en el pecho de él.
Pronto se vio que —como de ordinario— había sobrestimado su resistencia a
los elixires brujeriles, había olvidado su acción perjudicial sobre el organismo. Y
puede que no sean los elixires, pensó, puede que sea el cansancio de la lucha, el
riesgo, el peligro y la muerte. ¿Un cansancio en el que por rutina ya ni me fijo?
Pero mi organismo, aunque mejorado artificialmente, no cede ante la rutina.
Reacciona con naturalidad. Sólo que allí donde no hace falta. Ray os.
Pero Yennefer —como de ordinario— no le permitió deprimirse por tan poca
cosa. Sintió cómo lo tocaba, escuchó cómo murmuraba, allí, junto a su oído.
Como de ordinario y sin quererlo pensó en la cifra cósmica de ocasiones en las
que había tenido que usar aquel hechizo tan práctico. Y luego dejó de pensar.
Como de ordinario fue extraordinario.
Miró su boca, las comisuras se torcían en una sonrisa inconsciente. Conocía
bien esa sonrisa; siempre le parecía que se trataba más de una sonrisa de triunfo
que de felicidad. Nunca le había preguntado acerca de ello. Sabía que no le
respondería.
La milana negra, sentada sobre los cuernos del ciervo, desplegó las alas,
chasqueó el curvo pico. Yennefer volvió la cabeza y suspiró. Con mucha tristeza.
—¿Yen?
—Nada, Geralt. —Le besó—. Nada.
La lamparilla ardía con vacilante llama. Un ratón se introdujo en la pared y
la carcoma en la cómoda rechinaba bajito, cadenciosa, monótona.
—¿Yen?
—¿Mmm?
—Vámonos de aquí. No me siento bien aquí. Esta ciudad ejerce una
influencia perjudicial sobre mí.
Ella se puso de costado, deslizó la mano por su mejilla, retirando los cabellos,
siguió hacia abajo, tocó las gruesas cicatrices que le atravesaban el lado del
cuello.
—¿Sabes lo que significa el nombre de esta ciudad? ¿Aedd Gy nvael?
—No. ¿Es el idioma de los elfos?
—Sí. Significa esquirlas de hielo.
—Extraño, no le pega a este agujero de mierda.
—Los elfos tienen una leyenda —susurró la hechicera, pensativa— acerca de
la Reina del Invierno, que durante las tormentas de nieve recorre el país en un
trineo tirado por un caballo blanco. Mientras viaja, la reina siembra a su
alrededor esquirlas de hielo, agudas, duras y pequeñas, y ay de aquel al que las
esquirlas le den en los ojos o en el corazón. Este aquél estará perdido. Nunca
nadie será capaz de alegrarlo, todo lo que no posea la blancura de la nieve le
parecerá feo, repugnante, asqueroso. No dormirá en paz, lo dejará todo, partirá
en busca de la reina, en busca de sus sueños y de su amor. Por supuesto, nunca la
encontrará y morirá embargado por la nostalgia. Al parecer aquí, en esta ciudad,
en tiempos remotos sucedió algo parecido. Bonita leyenda, ¿no es cierto?
—Los elfos saben arropar todo en palabras hermosas —murmuró
soñolientamente, recorriendo los brazos de ella con sus labios—. No es ninguna
ley enda, Yen. Es una hermosa descripción de un hecho horrible, la Persecución
Salvaje, la maldición de algunos lugares. Una inexplicable locura colectiva que
obliga a la gente a unirse a una comitiva espectral que se arrastra por el cielo. Lo
he visto. Ciertamente, sucede a menudo en el invierno. Me han ofrecido mucho
dinero para que acabara con esa plaga, pero no lo he aceptado. No hay remedio
para la Persecución Salvaje...
—Brujo —susurró, besándolo en la mejilla—. No tienes ni gota de
romanticismo. Y a mí... a mí me gustan las leyendas de los elfos; son muy
hermosas. Una pena que los seres humanos no tengan tales ley endas. ¿Quizá las
tendrán alguna vez? ¿Quizá las lleguen a crear? Alrededor, adonde quiera que
mires, tristeza y vulgaridad. Incluso lo que comienza con belleza, cae pronto en el
tedio y la banalidad, en ese ritual humano, en ese ritmo aburrido llamado vida.
Oh, Geralt, no es fácil ser hechicera, pero si lo comparas con la existencia
humana común y corriente... ¿Geralt?
Colocó la cabeza sobre su pecho, que se movía levemente al respirar.
—Duerme —susurró—. Duerme, brujo.
III
La ciudad ejercía una influencia perjudicial sobre él.
Desde por la mañana. Desde por la mañana todo le ponía de mal humor, todo
le producía rabia y desánimo. Todo. Le hizo enfadarse el que se quedara dormido
y la mañana se convirtiera prácticamente en mediodía. Le puso nervioso el que
no estuviera Yennefer, que había salido antes de que él se despertara.
Tenía que haber salido a toda prisa, porque los utensilios, que por lo general
colocaba en orden dentro de sus cofrecitos, yacían sobre la mesa dispersos
caóticamente como huesos arrojados por un augur en un ritual profético.
Pincelitos de delicados pelos: los grandes, que servían para maquillarse el rostro;
los pequeños, con los que se pintaba los labios, y los más pequeñitos de todos,
para la alheña con la que se teñía las pestañas.
Lápices y pinturitas para las mejillas y las cejas. Pinzas y cucharillas de
plata. Tarritos y botellitas de porcelana y cristal lechoso, que contenían como
bien sabía elixires de ingredientes tan banales como hollín, grasa de ganso y
zumo de zanahoria y tan amenazadoramente secretos como mandrágora,
antimonio, belladona, cannabis, sangre de dragón y veneno concentrado de
escorpiones gigantes. Y sobre todo ello, alrededor, en el ambiente: el olor a lilas y
grosella, que era el perfume que siempre usaba.
Estaba en esos objetos. Estaba en ese perfume.
Pero no estaba ella misma.
Fue al piso de abajo, sintiendo cómo crecía su inquietud y cómo se le
acumulaba la rabia. Contra todo.
Lo enfurecía la fría y tiesa tortilla que el posadero le sirvió como desayuno,
despegándose sólo un instante de la muchacha a la que andaba manoseando. Le
molestaba también que la muchacha tuviera como mucho doce años. Y lágrimas
en los ojos.
El ambiente, cálido y primaveral, y la algarabía alegre que palpitaba en las
calles no le puso de mejor humor. Todo seguía sin gustarle en Aedd Gynvael,
ciudad que, le daba la impresión, era como una malvada parodia de todas las
ciudades por él conocidas. Era como una caricatura, más ruidosa, más agobiante,
enervante, sucia.
Seguía percibiendo un débil hedor a basurero en sus ropas y cabellos. Decidió
ir a los baños.
En los baños le molestó el gesto del empleado, que miraba su medallón de
brujo y la espada puesta a la orilla de la cuba. Le molestó el hecho de que el
empleado no le ofreciera una puta. No tenía intenciones de usar de los servicios
de una puta, pero en los baños se las ofrecían a todos, por eso le enfureció que
hicieran una excepción con él.
Cuando salió, apestando fuertemente a jabón gris, su humor no había
mejorado, y Aedd Gynvael no era ni una migaja más hermosa que antes. Seguía
sin encontrar nada que le gustara. No le gustaban al brujo los montones de
estiércol que cubrían las callejuelas. No le gustaban los mendigos que
merodeaban junto a los muros del santuario. No le gustaba la desfigurada pintada
en el muro que decía: « ¡LOS ELFOS A LA RESERVA!» .
No le permitieron entrar en el castillo, lo enviaron a buscar al estarosta a la
bolsa de mercaderes. Esto le molestó. Le molestó también el que el maestro del
gremio, un elfo, le mandara buscar al estarosta en la plaza del mercado,
contemplándole con un desprecio y una soberbia extraños en alguien al que han
de meter en una reserva dentro de poco.
En la plaza se arremolinaban las gentes; estaba llena de puestos, carros,
caballos, bueyes y moscas. Sobre una plataforma había una picota con un
delincuente al que el populacho le arrojaba tierra y estiércol. El delincuente, con
sorprendente control de sí mismo, insultaba a sus atormentadores sin alzar de
modo especial la voz.
Para Geralt, que estaba bien familiarizado con ello, el objetivo de la visita del
estarosta a aquella batahola estaba bastante claro. Los mercaderes que venían
con sus caravanas llevaban los sobornos calculados en el precio, y tenían, por
ello, que hacer entrega de estos sobornos a alguien. El estarosta, que también
conocía la costumbre, estaba presente para que los mercaderes no se tuvieran
que fatigar.
El lugar donde ejercía su gobierno estaba marcado por un baldaquino de
sucio color azul, desplegado sobre unos varales. Había allí una mesa rodeada por
sus gesticulantes clientes. A la mesa estaba sentado el estarosta Herbolth,
demostrando a todos y a todo su desprecio y su desdén que estaban pintados en
un rostro descolorido.
—¡Eh! ¿Adónde vas?
Geralt volvió lentamente la cabeza. Y al momento apagó su furia interna,
controló su nerviosismo, se transformó en una dura y fría esquirla de hielo. Ya no
podía permitirse las emociones. El hombre que le había salido al paso tenía los
cabellos amarillentos como pluma de oropéndola y unas cejas del mismo color
sobre unos ojos pálidos y vacíos. Unas manos anchas de largos dedos se
apoy aban en un cinturón de masivas placas de latón cargado con una espada, una
maza y dos estiletes.
—Ajá —dijo el hombre—. Te reconozco. ¿El brujo, no es cierto? ¿A ver a
Herbolth?
Geralt asintió sin dejar de observar las manos del hombre. Sabía que era
peligroso levantar la vista de las manos de aquel hombre.
—He oído hablar de ti, matamonstruos —dijo el rubio, observando con
atención las manos de Geralt—. Aunque me parece que nunca nos hemos visto,
seguramente has oído hablar de mí. Me llamo Ivo Mirce. Pero todos me llaman
El Cigarra.
El brujo asintió en señal de que había oído hablar de él. Sabía también el
precio que daban por la cabeza de El Cigarra en Wyzima, Caelf y Vattweir. Si le
hubieran preguntado su opinión, habría dicho que era poco dinero. Pero no le
habían preguntado.
—Vale —dijo El Cigarra—. El estarosta, por lo que sé, te está esperando.
Puedes ir. Pero la espada, amigo, la dejas aquí. A mí, como verás, me pagan
para que vigile la ceremonia esta. Nadie que vaya armado tiene derecho a
acercarse a Herbolth. ¿Entendido?
Geralt encogió los hombros con indiferencia, se desabrochó el cinturón,
envolviendo con él la vaina, le entregó la espada a El Cigarra. El Cigarra torció la
comisura de la boca en una sonrisa.
—Mira tú —dijo—. Qué obediente, ni una palabra de protesta. Sabía que los
rumores sobre ti eran exagerados. Me gustaría que me pidieras tú alguna vez la
espada, ibas a ver entonces cuál era mi respuesta.
—¡Eh, Cigarra! —llamó de pronto el estarosta mientras se levantaba—.
¡Déjalo pasar! Venid acá presto, don Geralt, bienvenido, bienvenido. Retiraos,
señores mercaderes, dejadnos a solas por un momento. Vuestros intereses deben
ceder el paso a asuntos de may or importancia para la ciudad. ¡Presentadle
vuestras peticiones a mi secretario!
La fingida efusión de bienvenida no engañó a Geralt. Sabía que servía sólo
como ocasión para el regateo. Los mercaderes recibían algo de tiempo para
pensar si los sobornos eran lo suficientemente altos.
—Apuesto a que El Cigarra ha intentado provocarte. —Herbolth respondió
alzando descuidadamente la mano al no menos descuidado saludo del brujo—.
No te preocupes por ello. El Cigarra saca la espada sólo si se lo ordenan. Cierto es
que no le gusta mucho, pero mientras yo le pague tendrá que hacer caso, si no, a
tomar viento, de vuelta al camino. No te preocupes por él.
—¿Para qué diablos necesitáis vos a alguien como El Cigarra, estarosta? ¿Tan
poco seguro se está aquí?
—Seguro, pero porque pago a El Cigarra. —Herbolth sonrió—. Su fama llega
hasta bien lejos y de esto es de lo que se trata. ¿Sabes?, Aedd Gynvael y otras
ciudades en el valle del Toina pertenecen a los señores de Rakverelin. Y en los
últimos tiempos los señores cambian a cada rato. No está claro, en suma, por qué
cambian, y es igual porque uno de cada dos es medio elfo o cuarterón de elfo,
maldita sangre y maldita raza, todo lo que es malo viene de los elfos.
Geralt no añadió que también de los carreteros, porque el chiste, aunque
conocido, no le resultaba gracioso a todo el mundo.
—Cada nuevo señor —continuó Herbolth con la lengua más suelta— empieza
por expulsar a los corregidores y estarostas del antiguo régimen para sentar en
sus escabeles a parientes y conocidos. Pero después de lo que El Cigarra le hizo
una vez a los enviados de cierto señor, nadie se ha atrevido a echarme de mi
puesto y soy el estarosta más antiguo del más antiguo régimen, incluso no me
acuerdo y a de cuál. Va, pero nosotros aquí, charla que te charla, y la ropa por
tender, como solía decir mi primera esposa, que en gloria esté. Vayamos al
grano. ¿Qué bicho era el que se había colado en nuestro basurero?
—Un zeugel.
—En mi vida he oído hablar de algo así. Supongo que ya estará muerto.
—Ya está muerto.
—¿Cuánto le va a costar esto a la caja municipal? ¿Setenta?
—Cien.
—¡Vaya, vay a, señor brujo! ¡Me da que beleño habéis bebido! ¿Cien marcos
por matar a un gusanillo que vivía en un montón de mierda?
—Gusano o no, estarosta, devoró a ocho personas, como vos mismo
afirmasteis.
—¿Personas? ¡Válgame el cielo! El monstruillo, como me informaron, se
comió al viejo Recorchos, famoso porque nunca había estado sobrio, a una vieja
de los arrabales y a algunos hijos del almadiero Sulirad, lo que no se descubrió
enseguida porque el propio Sulirad no sabe cuántos hijos tiene, los hace
demasiado deprisa para poder contarlos. ¡Vaya unas personas! Ochenta.
—Si no hubiera matado al zeugel, dentro de poco se habría comido a alguien
más importante. Al boticario, pongamos. Y ¿de dónde ibais a sacar entonces los
ungüentos contra la gonorrea? Cien.
—Cien marcos es un montón de dinero. No sé si daría tanto por una hidra de
nueve cabezas. Ochenta y cinco.
—Cien, señor Herbolth. Fijaos en que, aunque no era una hidra de nueve
cabezas, ninguno de los aquí presentes, incluyendo al famoso Cigarra, ha sido
capaz de apañárselas con el zeugel.
—Porque ninguno de los aquí presentes tiene por costumbre retozar entre
basura y estiércol. Mi última palabra: noventa.
—Cien.
—¡Noventa y cinco, por todos los diablos y demonios!
—De acuerdo.
—Venga. —Herbolth mostró una amplia sonrisa—. Arreglado. ¿Siempre
regateas tan bien, brujo?
—No. —Geralt no sonrió—. De hecho, pocas veces. Pero quería daros un
gusto, estarosta.
—Y me lo has dado, así te lleve la peste —se carcajeó Herbolth—. ¡Eh,
Preseta! ¡Ven acá! Saca el libro y el talego y cuéntame aquí noventa marcos en
un pispás.
—Iban a ser noventa y cinco.
—¿Y los impuestos?
El brujo maldijo en voz baja. El estarosta puso en la factura una elaborada
señal, luego se hurgó en el oído con la punta limpia de la pluma.
—Espero que ahora el vertedero se quede tranquilo. ¿Eh, brujo?
—Debiera. Sólo había un zeugel. Es cierto que podría haber alcanzado a
multiplicarse. Los zeugeles son hermafroditas, como los caracoles.
—Pero ¿qué cuento me estás contando? —Herbolth le miró con los ojos
entornados—. Para multiplicarse hacen falta dos, es decir, macho y hembra.
Pero ¿qué, que los zeugeles ésos se crían como las pulgas o los ratones, de la paja
que se pudre en los jergones? Todo gandumbas sabe que no hay ratones y
ratonas, que todos son iguales y se crían de sí mismos y de las pajas podridas.
—Y los caracoles, con las hojas mojadas se juntan —terció el secretario
Preseta, todavía enfrascado en colocar las monedas en montoncitos.
—Todos lo saben —se mostró Geralt conforme, sonriendo apaciguador—. No
hay caracoles y caracolas. No hay más que hojas. Y quien diga lo contrario se
equivoca.
—Basta —cortó el estarosta, mirándolo con desconfianza—. Basta de bichos.
He preguntado si se nos puede poner a correr algo por el basurero otra vez, y ten
la bondad de responder corto y con claridad.
—En un mes más o menos habría que recorrer la escombrera, lo mejor, con
perros. Los zeugeles pequeños no son poco peligrosos.
—¿Y no podrías hacer eso tú, brujo? En cuanto al precio, podemos ponernos
de acuerdo.
—No. —Geralt tomó el dinero de las manos de Preseta—. No tengo
intenciones de andar por vuestra encantadora ciudad ni siquiera una semana,
cuanto más un mes.
—Interesante perorata. —Herbolth sonrió torcidamente, mirándolo a los ojos
—. De hecho, muy interesante. Porque y o pienso que vas a quedarte aquí más
largo.
—Mal pensáis, estarosta.
—¿De verdad? Viniste aquí con esa pitonisa morena, cómo se llama, lo he
olvidado... Ginebra, creo. Te has quedado con ella en El Esturión. Dicen que en
la misma estancia.
—¿Y qué?
—Pues que ella, siempre que visita Aedd Gy nvael, no se va tan pronto. Y hay
que ver cuántas veces ha estado ya aquí.
Preseta formó una sonrisa amplia, desdentada y significativa. Herbolth
todavía miraba a los ojos a Geralt, sin sonreír. Geralt sonrió también, de la forma
más amenazadora que pudo.
—Yo, al fin y al cabo, no sé nada. —El estarosta desvió la vista y escarbó con
el tacón en la tierra—. Y no me importa una mierda. Pero el hechicero Istredd,
para que lo sepas, es aquí una persona importante. Insustituible en esta villa, sin
precio, diría. Es respetado por toda la gente, los de aquí y los forasteros también.
Nosotros no metemos la nariz en sus hechicerías ni curioseamos en el resto de sus
asuntos.
—Quizá con razón —accedió el brujo—. ¿Y dónde vive, si se puede
preguntar?
—¿No lo sabes? Pues es justo aquí, ¿ves esa casa? Esa casa blanca, alta, que
está metida entre el almacén y el arsenal como una vela en el culo, dicho sea sin
ofender. Pero ahora no lo vas a encontrar allí. Istredd desenterró hace poco algo
que estaba junto a la muralla del sur y cava ahora a su alrededor como un topo.
Y el pueblo me obligó a ir a las excavaciones aquellas. Así que voy, le pregunto
cortésmente, por qué, maestro, hacéis agujeritos como un crío, el pueblo
empieza a reírse ya. ¿Qué hay en esta tierra? Y él me mira como a un pobre
diablo cualquiera y dice: « Historia» . Qué es esto de una historia, le digo. Y él:
« La historia de la humanidad. La respuesta a las preguntas. A la pregunta de qué
hubo y a la pregunta de qué habrá» . Una mierda es lo que había aquí, le digo,
antes de que construyeran la ciudad, baldíos, matojos y lobisomes. Y lo que
vendrá depende de a quién nombren señor en Rakverelin, a qué nuevo medioelfo
asqueroso. Y en la tierra no hay historia ninguna, allí no hay ná, a no ser
lombrices, si alguien las quiere para pescar. ¿Piensas que me hizo caso? Tú verás.
Sigue cavando. Si quieres verlo, vete a la muralla del sur.
—Eh, señor estarosta —resopló Preseta—. Ahora está en casa. De qué va
andar él entre zanjas, ahora, cuando...
Herbolth le miró amenazadoramente. Preseta se encorvó y tosió, apoy ándose
en un pie y luego en el otro. El brujo, todavía con una sonrisa siniestra, cruzó los
brazos sobre el pecho.
—Sí, ejem, ejem. —El estarosta carraspeó—. Quién sabe, puede que de
hecho Istredd esté ahora en casa. Lo que a mí, al fin y al cabo...
—Que los dioses os den salud, estarosta —dijo Geralt sin forzarse siquiera a
una parodia de inclinación—. Que tengáis un buen día.
Se fue hacia El Cigarra, quien le salía al encuentro con las armas tintineando.
Sin decir una palabra extendió la mano hacia su espada, a la que El Cigarra
sujetaba con el dorso interno del codo. El Cigarra retrocedió.
—¿Tienes prisa, brujo?
—Tengo prisa.
—Le he echado un vistazo a tu espada.
Geralt le midió con una mirada que ni con las mejores intenciones podía ser
considerada como calurosa.
—Tienes de lo que vanagloriarte —asintió—. No hay muchos que la hayan
visto. Y menos todavía han podido hablar de ello.
—Jo, jo. —El Cigarra mostró los brillantes dientes—. Eso ha sonado pero que
muy amenazador, hasta se me ha puesto la carne de gallina. Siempre he sentido
curiosidad por saber, brujo, el porqué os tiene miedo la gente. Y creo que ya sé
por qué.
—Tengo prisa, Cigarra. Dame la espada, si no te importa.
—Humo en los ojos, brujo, nada sino humo en los ojos. Asustáis a la gente
como hace el colmenero con las abejas, con humo y pestilencia, con esos
pétreos rostros vuestros, con esas habladurías y esos rumores que seguramente
ponéis vosotros mismos en circulación. Y las abejas huyen ante el humo, las
idiotas, en vez de pinchar su aguijón en el culo del brujo, que se hincha como
cualquier otro. Dicen de vosotros que no sentís como los seres humanos.
Tonterías. Si a cualquiera de vosotros os pincharan como es debido, lo sentiríais.
—¿Has terminado?
—Sí —dijo El Cigarra, dándole la espada—. ¿Sabes lo que me interesa, brujo?
—Lo sé. Las abejas.
—No. Pienso que, si vinieras por una calleja con tu espada en una dirección y
yo en la otra, ¿cuál de nosotros dos llegaría al final de la calle? Es algo, a mi
parecer, digno de una apuesta.
—¿Por qué me provocas, Cigarra? ¿Buscas pendencia? ¿Qué es lo que
quieres?
—Nada. Solamente siento curiosidad por ver cuánto hay de verdad en lo que
la gente dice. Que sois tan buenos en la lucha, vosotros, los brujos, porque no
tenéis corazón, ni alma, ni piedad ni conciencia. ¿Y eso basta? Porque, por
ejemplo, de mí dicen lo mismo. Y no sin razón. Por eso siento una curiosidad
terrible por saber quién de nosotros dos saldría del callejón, saldría vivo, digo.
¿Qué? ¿Merece la pena una apuesta? ¿Qué piensas?
—Te he dicho que tengo prisa. No voy a perder el tiempo en darle vueltas a
tonterías. Y no acostumbro apostar. Pero si alguna vez se te pasara por la cabeza
molestarme cuando paso por una calleja, te lo aconsejo por las buenas, Cigarra:
piénsalo primero.
—Humo. —El Cigarra sonrió—. Humo en los ojos, brujo. Nada más. Hasta la
vista, quién sabe, ¿puede que en alguna calleja?
—Quién sabe.
IV
—Aquí podremos hablar con libertad. Siéntate, Geralt.
Lo que más saltaba a la vista del despacho era la imponente cantidad de
libros: ocupaban el mayor espacio en aquel amplio habitáculo. Los gruesos tomos
llenaban las librerías pegadas a las paredes, hacían arquearse estanterías, se
amontonaban en los arcones y las cómodas. Según le parecía al brujo, debían de
valer una fortuna. No faltaban, por supuesto, otros elementos típicos para crear
ambiente: un cocodrilo disecado, un pez erizo seco que colgaba del techo, un
polvoriento esqueleto y una potente colección de frascos con alcohol que
contenían con seguridad cada monstruosidad imaginable: escolopendras, arañas,
ofidios, sapos y también incontables fragmentos humanos e inhumanos,
principalmente tripas. También había un homúnculo o algo que recordaba a un
homúnculo, pero que también podría haber sido un feto ahumado.
A Geralt esta colección no le causó impresión alguna. Había vivido medio año
en casa de Yennefer en Vengerberg, y Yennefer tenía una colección todavía más
curiosa, que incluía hasta un falo de proporciones nunca vistas, al parecer
procedente de un troll serrano. Poseía también un unicornio excelentemente
disecado sobre cuy a grupa gustaba de hacer el amor. Geralt era de la opinión que
si había en el mundo un lugar peor para hacer el amor, sólo podía ser la grupa de
un unicornio vivo. Al contrario que él, que consideraba la cama un lujo y
valoraba toda oportunidad de uso de tan maravilloso mueble, Yennefer podía
llegar a ser locamente extravagante. Geralt recordaba gratos momentos pasados
junto a la hechicera en un tejado muy inclinado, en el hueco de un árbol lleno de
porquería, en un balcón, y que además no era el suyo, en la balaustrada de un
puente, en una canoa balanceándose en una impetuosa corriente y mientras
levitaban a treinta brazas del suelo. Pero el unicornio era lo peor. Un afortunado
día el muñeco se rompió por debajo de ellos, se descosió y se deshizo en pedazos,
dando motivo suficiente para reírse un buen rato.
—¿Qué es lo que te divierte tanto, brujo? —le preguntó Istredd, sentándose
detrás de una larga mesa sobre la que descansaba una larga cifra de cráneos de
morsa, huesos y oxidados cacharros de hierro.
—Cada vez que veo estas cosas —el brujo se sentó enfrente, mientras
señalaba a los frascos y frasquitos—, me da por pensar si de verdad no se puede
practicar la magia sin todas esas monstruosidades a la vista de las cuales el
estómago se le revuelve a uno.
—Cuestión de gustos —dijo el hechicero—. Y de costumbre. Lo que uno le
repugna, a otro no le afecta. Y a ti, Geralt, ¿qué es lo que te repugna? Curioso,
¿qué es lo que puede repugnar a alguien que, como he oído, es capaz de meterse
entre estiércol e inmundicia por dinero? No te tomes esta pregunta como un
insulto o una provocación. De verdad siento curiosidad por ver qué es capaz de
provocar asco a un brujo.
—¿No contendrá por casualidad este frasquito sangre menstrual de una
doncella, Istredd? ¿Sabes?, me produce asco el imaginarte a ti, un digno
hechicero, con la botellita en la mano, intentando conseguir tal valioso líquido,
gota a gota, bebiendo, por así decirlo, de la misma fuente.
—Tocado. —Istredd sonrió—. Hablo, por supuesto, de tu relampagueante
chiste, porque en lo que concierne al contenido del frasquito no has acertado.
—Pero usas a veces esa sangre, ¿verdad? Para algunos de los
encantamientos, por lo que he oído, no se puede ni empezar sin sangre de
doncella, y mejor si la mató en luna llena un rayo caído de un cielo sin nubes.
Sólo por curiosidad, ¿en qué es mejor tal sangre que la de una vieja ramera que
y endo borracha se cay ó por la empalizada?
—En nada —concedió el hechicero con una sonrisa amable en los labios—.
Pero si se demostrara que ese papel en la práctica lo puede cumplir también la
sangre de una cerda, dado que es más fácil de conseguir, entonces la chusma
empezaría a experimentar con hechizos. Pero si la chusma tiene que recoger y
usar la sangre de doncella que tanto te fascina, lágrimas de dragón, veneno de
tarántulas blancas, un caldo de manos cortadas de recién nacidos o de un cadáver
exhumado a medianoche, pues más de uno se lo pensará.
Se callaron. Istredd, dando la impresión de estar profundamente sumido en
sus pensamientos, golpeteó con las uñas en un cráneo agrietado, ennegrecido,
falto de la mandíbula inferior, que yacía delante de él. Con el dedo índice
recorrió las dentadas aristas de la abertura que terminaba en el hueso temporal.
Geralt le contempló con discreción. Se preguntaba cuántos años podría tener el
hechicero. Sabía que los más hábiles eran capaces de detener el proceso de
envejecimiento permanentemente y en la edad deseada. Los hombres, para su
reputación y su prestigio, preferían la edad de una madurez avanzada, para
sugerir sabiduría y experiencia. Las mujeres —como Yennefer— se cuidaban
menos del prestigio y más de su atractivo. Istredd no parecía ser más que un
cuarentón fuerte y maduro. Tenía unos cabellos ligeramente grises, lisos, que le
llegaban a los hombros y muchas pequeñas arrugas en la frente, junto a los labios
y alrededor de los ojos. Geralt no sabía si la profundidad y sabiduría de aquellos
ojos grises y bondadosos era natural o producida por los hechizos. Al cabo de un
rato llegó a la conclusión de que le importaba un pimiento.
—Istredd —cortó el penoso silencio—. He venido aquí porque quería ver a
Yennefer. Aunque ella no estaba me has invitado a entrar. Para hablar. ¿De qué?
¿De la chusma que intenta quitaros vuestro monopolio del uso de la magia? Sé
que también me cuentas a mí entre esa chusma. Esto no es nada nuevo para mí.
Por un momento pensé que ibas a ser distinto de tus confráteres, que a menudo
traban conversación conmigo sólo para mostrarme lo mucho que no me
aprecian.
—No pienso pedir perdón por mis, como has dicho, confráteres —contestó
sereno el hechicero—. Los entiendo porque, tal como ellos, para llegar a tal
conocimiento de la nigromancia, he tenido que trabajar mucho. Cuando apenas
era un rapaz, cuando los chavales de mi misma edad corrían por los campos con
arcos y flechas, pescaban o jugaban a pídola, y o no levantaba cabeza de los
manuscritos. De los suelos de piedra de las torres se me quebraban los huesos y
se me rompían las articulaciones, por supuesto en verano, porque en invierno me
estallaba el esmalte de los dientes. El polvo de los viejos libros y pergaminos me
hacía toser hasta que se me salían las lágrimas por los ojos, y mi maestro, el
viejo Roedskilde, nunca dejaba pasar ocasión de darme en la espalda con la
fusta, juzgando por lo visto que sin eso no alcanzaría suficientes progresos en el
estudio. No usé de las peleas, ni de las muchachas ni de la cerveza en los mejores
años, cuando tales distracciones saben mejor.
—Pobrecillo. —Geralt arrugó el gesto—. Ciertamente, hasta se me saltan las
lágrimas.
—¿Por qué esa ironía? Intento explicarte las causas por las que a los
hechiceros no les gustan los curanderos de aldea, los aojadores, sanadores,
meigas y brujos. Llámalo, si quieres, incluso simple envidia, pero justo aquí está
la causa de la antipatía. Nos molesta cuando vemos que la magia, arte que se nos
enseñó a tratar como saber elitista, privilegio de los mejores y misterio
sacrosanto, cae en manos de profanos y autodidactas. Incluso si se trata de una
magia vieja, mísera, digna de burla. Por eso mis confráteres no te aprecian. Yo,
hablando claramente, tampoco.
Geralt estaba harto de discusión, harto de transigir, harto de ese desagradable
sentimiento de desasosiego que, como un caracol, le iba recorriendo la nuca y la
espalda. Miró directamente a los ojos de Istredd, apretó los dedos contra el borde
de la mesa.
—Se trata de Yennefer, ¿verdad?
El hechicero alzó la cabeza, tocando todavía levemente con la uñas el cráneo
que y acía sobre la mesa.
—Te felicito por tu perspicacia —dijo, aguantando la mirada del brujo—. Mi
enhorabuena. Sí, se trata de Yennefer.
Geralt calló. Una vez, hacía muchos, muchos años, todavía era un joven
brujo, esperó en un escondrijo a una mantícora. Y sintió cómo se acercaba la
mantícora. No la veía, no la escuchaba. Pero la sentía. Nunca podría olvidar
aquel sentimiento. Y ahora sentía exactamente lo mismo.
—Tu perspicacia —añadió el hechicero— nos ahorra mucho tiempo, todo el
que nos hubiera ocupado el seguir tirando del hilo. Y sí, el asunto está claro.
Geralt no respondió.
—Mi profunda amistad con Yennefer —siguió Istredd— data de hace mucho
tiempo, brujo. Durante mucho tiempo ha sido una amistad sin obligaciones,
basada en períodos largos o cortos, más o menos regulares, de estar juntos. Este
tipo de relación sin obligaciones es practicado a menudo entre los de nuestra
profesión. Sólo que de pronto esto ya no me basta. Me he decidido a proponerle
que se quede conmigo permanentemente.
—¿Qué respondió?
—Que lo pensará. Le he dado tiempo para pensarlo. Sé que no es para ella
una decisión fácil.
—¿Por qué me cuentas esto, Istredd? ¿Qué es lo que te mueve a hacerlo
aparte de una sinceridad, digna de elogio pero sorprendente, tan rara entre los de
tu profesión? ¿Qué objetivo tiene esta sinceridad?
—Prosaico —suspiró el hechicero—. Porque, ¿sabes?, es tu persona la que
dificulta a Yennefer el tomar una decisión. Por ello te pido que te vayas
voluntariamente. Que desaparezcas de su vida, que dejes de estorbar. En pocas
palabras: que te vayas al diablo. Lo mejor, a escondidas y sin despedirte, lo que,
como ella me ha confesado, has practicado a menudo.
—Cierto. —Geralt sonrió forzadamente—. Tu extrema sinceridad me
produce cada vez may or estupefacción. Me podía haber esperado cualquier
cosa, pero no tal petición. ¿No crees que en vez de pedir, tendrías que haberme
arrojado una bola de rayos por la espalda? No habría entonces estorbo, sólo un
poco de hollín que habría que arrancar de la pared. Un método más fácil y más
seguro. Porque, ¿sabes?, una petición se puede rechazar, pero una bola de rayos
no.
—No tengo en cuenta la posibilidad de un rechazo.
—¿Por qué? ¿No será acaso esta extraña petición otra cosa que una
advertencia que precede a un ray o u otro alegre hechizo? ¿Acaso esta petición ha
de ser apoy ada por más contantes argumentos? ¿Una suma que deje asombrado
al codicioso brujo? ¿Cuánto piensas pagarme para que me aparte del camino que
conduce a tu felicidad?
El hechicero dejó de golpetear el cráneo, puso sobre él la mano, apretó el
puño. Geralt se dio cuenta de que los nudillos se le reblanquecieron.
—No era mi intención rebajarte con semejante oferta —dijo—. Lejos de mí
algo así. Pero... sí... Geralt, soy hechicero, y no de los peores. No pienso
jactarme de ser todopoderoso, pero muchos de tus deseos, si quisieras decirlos, te
los podría conceder. Algunos, oh, con absoluta facilidad.
Agitó las manos con descuido, como si espantara un mosquito. La superficie
de la mesa se pobló de pronto de fabulosas y coloreadas mariposas de Apolo.
—Mi deseo, Istredd —gruñó el brujo, mientras se quitaba los insectos que
revolotean por delante de su rostro—, es que dejes de meterte entre Yennefer y
y o. Poco me afecta la proposición que le has hecho. Pudiste hacérsela mientras
ella estaba contigo. Antes. Pero antes era antes y ahora es ahora. Ahora está
conmigo. ¿Tengo que apartarme para facilitarte el asunto? Me niego. No sólo no
te ayudaré sino que estorbaré en la medida de mis modestas fuerzas. Como ves,
no me quedo atrás en sinceridad.
—No tienes derecho a rechazarme. Tú no.
—¿Por quién me tomas, Istredd?
El hechicero lo miró directamente a los ojos, echándose hacia delante.
—Por un enamoramiento fugaz. Por una fascinación pasajera, en el mejor
de los casos, por un capricho, por una aventura, como las que Yenna ha tenido a
centenares, porque a Yenna le gusta jugar con las emociones, es impulsiva e
imprevisible en sus caprichos. Por esto te tomo, aunque, después de haber
intercambiado estas palabras contigo, rechazo la posibilidad de que ella te trate
exclusivamente como un instrumento. Pero créeme, esto le sucede muy a
menudo.
—No has entendido mi pregunta.
—Te equivocas, la he entendido. Pero me he referido conscientemente sólo a
las emociones de Yenna. Porque tú eres un brujo y no puedes experimentar
emoción alguna. No quieres cumplir mi ruego porque te parece que la necesitas,
piensas que... Geralt, estás con ella sólo porque ella lo quiere y vas a estar con
ella tanto como ella quiera. Y lo que sientes es tan sólo la proy ección de sus
emociones, del interés que muestra en ti. Por todos los demonios del Hades,
Geralt, no eres un niño, sabes quién eres. Eres un mutante. No me entiendas mal,
no digo esto para denigrarte ni despreciarte. Afirmo un hecho. Eres un mutante,
y una de las características estables de tu mutación es una completa
insensibilidad ante las emociones. Así te hicieron, para que pudieras realizar tu
profesión. ¿Entiendes? No puedes sentir nada. Todo lo que tomas por sentimientos
no es más que la memoria de tus células, somática, si sabes lo que significa esta
palabra.
—Imagínate que lo sé.
—Pues mejor. Escucha entonces. Te pido algo que le puedo pedir a un brujo
y que no le podría pedir a un ser humano. Soy sincero con un brujo; con un ser
humano no podría permitirme la sinceridad. Geralt, quiero dar a Yenna razón y
estabilidad, sentimientos y felicidad. ¿Puedes, con el corazón en la mano, decir lo
mismo? No, no puedes. Para ti son palabras privadas de significado. Correteas
detrás de Yenna, alegre como un niño por la simpatía ocasional que te demuestra.
Ronroneas como un gato asilvestrado al que todos tiran piedras, satisfecho porque
por fin has hallado alguien que no tiene miedo de acariciarte el lomo. ¿Entiendes
lo que quiero decir? Oh, sé que entiendes, no eres tonto, eso está claro. Tú mismo
ves que no tienes derecho a rechazar mi amable propuesta.
—Tengo tanto derecho a rechazar —rezongó Geralt— como tú a pedir, y
dado que estos nuestros derechos se sostienen el uno al otro, volvamos al punto de
partida, y tal punto es éste: Yen, por lo visto sin importarle mis mutaciones y sus
consecuencias, está ahora conmigo. Tú te has declarado, es tu derecho. ¿Dijo que
lo iba a pensar? Su derecho. ¿Tienes la impresión de que yo le dificulto tomar una
decisión? ¿Que duda? ¿Que y o soy la causa de esa duda? Esto es y a mi derecho.
Si duda, entonces seguramente tenga razón para ello. Seguramente entonces le dé
y o algo, aunque falten para ello palabras en el vocabulario de los brujos.
—Escucha...
—No. Escúchame tú a mí. ¿Estuvo contigo antes, dices? Quién sabe, puede
que no fuera y o sino tú el que sirviera como enamoramiento fugaz, capricho,
emoción incontrolada, tan típicas de ella. Istredd, no puedo ni siquiera excluir que
no te tratara entonces tan sólo como a un instrumento. Esto, señor hechicero, no
se puede excluir por una única conversación. En este caso, me parece, el
instrumento suele ser más importante que la elocuencia.
Istredd no pestañeó siquiera, ni siquiera hizo un gesto. Geralt se asombró de su
autocontrol. El prolongado silencio, sin embargo, mostraba que el golpe había
sido acertado.
—Juegas con palabras —dijo, por fin, el hechicero—. Te embriagas con ellas.
Con las palabras quieres sustituir los sentimientos normales, humanos, que no
posees. Tus palabras no expresan sentimientos, son sólo sonidos, como los que
produce este cráneo cuando lo golpeas. Porque estás tan vacío como este cráneo.
No tienes derecho a...
—Basta —le cortó Geralt con acritud, quizá con demasiada acritud—. Deja
de negarme constantemente todo derecho; estoy harto de esto, ¿me oy es? Te he
dicho que nuestros derechos son los mismos. No, joder, los míos son may ores.
—¿De verdad? —El hechicero palideció ligeramente, produciéndole con ello
a Geralt un regocijo inexpresable—. ¿Y por qué ley es?
El brujo lo pensó un instante y decidió acabar con él.
—Por aquella —estalló— de que ayer por la noche hizo el amor conmigo y
no contigo.
Istredd tomó el cráneo y se lo acercó, lo acarició. La mano, para
mortificación de Geralt, ni siquiera le temblaba.
—¿Eso, según tú, te da algún derecho?
—Sólo uno. El derecho a sacar consecuencias.
—Ajá —habló el hechicero con lentitud—. Bien. Como quieras. Conmigo ha
hecho el amor hoy por la mañana. Saca tus consecuencias, tienes derecho. Yo ya
las he sacado.
El silencio duró mucho. Geralt buscó desesperado alguna respuesta. No la
encontró. Ninguna.
—Basta de parlotear —dijo al fin, levantándose, enojado consigo mismo,
porque había sonado brusco y tonto—. Me voy.
—Vete al diablo —dijo Istredd con la misma brusquedad, sin mirarle.
V
Cuando ella entró, él estaba tumbado sobre la cama completamente vestido,
con las manos por detrás de la nuca. Hizo como que miraba al techo. La miraba
a ella.
Yennefer cerró despacito la puerta tras de sí. Era hermosa.
Qué hermosa es, pensó. Todo en ella es hermoso. Y peligroso. Esos colores
suyos, ese contraste entre blanco y negro. Belleza y amenaza. Esos sus rizos de
ala de cuervo, tan naturales. Sus pómulos, pronunciados, subrayados por una
arruga que la sonrisa —si ella considera necesario sonreír— crea junto a los
labios, maravillosamente anchos y pálidos por debajo de la pintura que los cubre.
Sus cejas, maravillosamente irregulares cuando se quita el carboncillo que las
hace resaltar durante el día. Su nariz, maravillosamente larga. Sus pequeñas
manos, maravillosamente nerviosas, intranquilas y hábiles. El talle, fino y
esbelto, marcado por un cinturón excesivamente apretado. Las largas piernas,
que dan forma oval a su negra falda cuando anda. Hermosa.
Sin una palabra se sentó a la mesa, apoyó la barbilla en las manos
entrelazadas.
—Bueno, venga, comencemos —dijo—. Este silencio tan largo y lleno de
dramatismo es demasiado banal para mí. Vamos a arreglar esto. Levántate de la
cama y no mires al techo con ese gesto de ofendido. La situación y a es bastante
tonta y no hay por qué hacerla más tonta todavía. Levántate, te digo.
Se alzó, obediente, sin hacerse el remolón, se sentó a horcajadas sobre el
escabel que estaba frente a ella. No desvió su mirada de él. Podría habérselo
esperado.
—Como he dicho, vamos a arreglar esto, lo vamos a arreglar rápido. Para no
ponerte en una situación delicada, responderé de inmediato a todas las preguntas,
no tienes ni siquiera que plantearlas. Sí, es cierto, al venir contigo a Aedd
Gynvael venía a ver a Istredd y sabía que, cuando lo encontrara, iría con él a la
cama. No juzgaba que, como resultado, vendríais a fanfarronear el uno delante
del otro. Sé cómo te sientes ahora y lo lamento. Pero no, no me siento culpable.
Él se mantenía en silencio.
Yennefer agitó la cabeza; sus rizos negros, resplandecientes, se deslizaron en
cascada por sus hombros.
—Geralt, di algo.
—Él... —carraspeó—. Él te llama Yenna.
—Sí —no bajó los ojos—. Y yo a él le llamo Val. Es su nombre. Istredd es un
apodo. Lo conozco desde hace años, Geralt. Me es muy querido. No me mires
así. Tú también me eres muy querido. Y ahí radica todo el problema.
—¿Estás pensando aceptar su propuesta?
—Para que lo sepas, lo estoy pensando. Ya te he dicho, nos conocemos desde
hace años. Desde... muchos años. Me unen a él intereses, objetivos, ambiciones.
Nos entendemos sin palabras. Puede servirme de apoy o y, quién sabe, puede que
llegue el día en que necesite apoyo. Y sobre todo... Él... él me ama. Pienso.
—No voy a estorbarte, Yen.
Bajó la cabeza y sus ojos violeta brillaron con fuego lívido.
—¿Estorbarme? ¿Es que no entiendes nada, idiota? Si me estorbaras, si
simplemente me molestaras, me libraría del estorbo en un abrir y cerrar de ojos,
te teleportaría al confín del cabo Bremervoor o te llevaría con una tromba de aire
al país de Hanna. Con un poco de esfuerzo te podría meter en un pedazo de
cuarzo y te colocaría en el jardín sobre un macizo de peonías. Podría también
lavarte el cerebro hasta que olvidaras quién era o cómo me llamaba. Y todo esto
sólo si me apeteciera. Porque podría decir simplemente: « Estuvo bien, adiós» .
Podría largarme a escondidas, como tú hiciste entonces, cuando huíste de mi
casa de Vengerberg.
—No grites, Yen, no seas tan agresiva. Y no vuelvas a desenterrar esa historia
de Vengerberg, prometimos no volver a ello otra vez. No me quejo de ti, Yen, no
te acuso de nada. Sé que no se te puede medir con una medida común y
corriente. Y el que me duela... El que me mate la conciencia de que te pierdo...
Sólo se trata de la memoria de mis células. Restos atávicos de sentimientos en un
mutante al que le han eliminado las emociones...
—¡No soporto cuando hablas así! —estalló—. No aguanto cuando usas la
palabra mutante. Nunca más la uses en mi presencia. ¡Nunca!
—¿Eso cambia los hechos? Al fin y al cabo soy un mutante.
—No existe hecho alguno. No pronuncies esa palabra delante de mí.
La milana negra, apoy ada en los cuernos del ciervo, agitó las alas, removió
las garras. Geralt miró al pájaro, a sus ojos amarillos e inmóviles. Yennefer
apoy ó de nuevo su barbilla en las manos entrelazadas.
—Yen.
—Di, Geralt.
—Has prometido responder a mis preguntas. A preguntas que incluso no tengo
ni que plantear. Falta una, la más importante. La que nunca te he planteado. La
que tenía miedo de plantear. Respóndela.
—No puedo, Geralt —dijo con dureza.
—No te creo, Yen. Te conozco demasiado bien.
—No se puede conocer bien a una hechicera.
—Responde a mi pregunta, Yen.
—Te respondo: no sé. Pero ¿qué respuesta es ésa?
Callaron. El murmullo de gente hablando que llegaba de la calle se apagó, fue
desapareciendo.
El sol que se dirigía a su ocaso bañó de fuego las rendijas de los postigos,
atravesando la estancia con sesgadas estelas de luz.
—Aedd Gy nvael —murmuró el brujo—. Esquirla de hielo... Lo sentía. Sabía
que esta ciudad... era mi enemiga. Perjudicial.
—Aedd Gy nvael —repitió ella despacio—. El trineo de la reina de los elfos.
¿Por qué? ¿Por qué, Geralt?
—Voy detrás de ti, Yen, porque me he enredado, los arreos de mi trineo se
han enganchado a los patines del tuyo. Y a mi alrededor ruge la ventisca. Y la
helada. El frío.
—El calor derretiría en ti la esquirla de hielo con que te acerté —susurró—.
De ese modo desaparecería el hechizo, me verías tal y como soy en realidad.
—Azuza entonces tus caballos blancos, Yen, que vuelen hacia el norte, allá
donde nunca alcanza el deshielo. Para que nunca se deshaga la esquirla. Quiero
encontrarme lo más deprisa posible dentro de tu castillo de hielo.
—Ese castillo de hielo no existe. —Los labios de Yennefer temblaban, se
torcían—. Es un símbolo. Y nuestros trineos persiguen un sueño inalcanzable.
Porque y o, reina de los elfos, anhelo el calor. Justamente éste es mi secreto. Por
eso cada año mi trineo me lleva entre remolinos de nieve a alguna ciudad y cada
año alguien, herido por mis hechizos, enlaza los correajes de su trineo a los
patines del mío. Cada año. Cada año alguien nuevo. Sin fin. Porque el calor que
tanto anhelo destruy e a la vez el hechizo, destruye la magia y el encanto. Mi
elegido tocado por una estrella de hielo se convierte de pronto en un simple nadie.
Y y o, a sus ojos deshelados, me convierto en alguien que no es mejor que
otras... pequeñas mortales...
—Y debajo de ese blanco inmaculado aparece la primavera —dijo él—.
Aparece Aedd Gy nvael, fea ciudad de hermoso nombre. Aedd Gy nvael y su
basurero, un enorme y apestoso montón de basura en el que tengo que entrar
porque me pagan para ello, porque me hicieron para eso, para entrar en la
inmundicia que a otros colma de asco y repugnancia. Me han privado de la
capacidad de sentir para que no sea capaz de sentir cuan monstruosamente
asquerosa es esa inmundicia, para que no retroceda, no huy a ante ella, lleno de
pavor. Pero no del todo. El que lo hizo, Yen, hizo una chapuza.
Se callaron. La milana negra hizo crujir las plumas, desplegando y cerrando
las alas.
—Geralt...
—Di.
—Ahora tú responderás a mi pregunta. A esa pregunta que nunca te he
planteado. Ésa, de la que tenía miedo... Ahora tampoco te la hago, pero
contéstame. Porque... porque me gustaría mucho oír tu respuesta. Es una, la
única palabra que nunca me has dicho. Dila, Geralt. Te ruego.
—No puedo.
—¿Cuál es la causa?
—¿No lo sabes? —sonrió triste—. Mi respuesta sería tan sólo palabras.
Palabras que no expresan sentimientos, no expresan emociones, porque me las
han eliminado. Palabras que sólo serían sonidos como los que emite cuando se lo
golpea un cráneo vacío y frío.
Lo miró en silencio. Sus ojos, muy abiertos, tomaron un color violeta
profundo.
—No, Geralt —dijo—, no es verdad. O puede que sea verdad, pero no del
todo. No te han eliminado los sentimientos. Ahora lo veo. Ahora sé que...
Calló.
—Termina, Yen. Ya te has decidido. No mientas. Te conozco. Lo veo en tus
ojos.
No bajó la vista. Lo sabía.
—Yen —susurró.
—Dame la mano —dijo.
Introdujo su mano entre las suyas, al momento sintió un hormigueo y el pulso
de la sangre en las venas del antebrazo. Yennefer susurró un encantamiento, con
voz tranquila, mesurada, pero él veía las gotas de sudor con que el esfuerzo
perlaba su frente empalidecida, veía sus pupilas abiertas por el dolor.
Soltando su brazo, alzó las manos, las movió, con un gesto cuidadoso acarició
alguna forma invisible, lentamente, de arriba abajo. Entre sus dedos el aire
comenzó a hacerse denso y a enturbiarse, a inflarse y a temblar como el humo.
Miró fascinado. La magia de creación, considerada como la cumbre de las
realizaciones de los hechiceros, siempre le fascinaba, mucho más que las
ilusiones o la magia de transformación. Sí, Istredd tenía razón, pensó; en
comparación con esa magia mis Señales parecen simplemente ridículas.
Entre las manos temblorosas por el esfuerzo de Yennefer se fue
materializando despacio la forma de un pájaro negro como el carbón. Los dedos
de la hechicera acariciaron delicadamente las plumas erizadas, la cabeza plana,
el pico curvado. Un movimiento más, hipnotizadoramente fluido, cuidadoso, y la
milana negra, doblando la cabeza, graznó sonora. Su gemela, todavía sentada
inmóvil sobre los cuernos, le respondió con otro graznido.
—Dos milanas —dijo Geralt en voz baja—. Dos milanas negras, creadas con
ay uda de la magia. Como me imagino, ambas te son necesarias.
—Imaginas bien —dijo con esfuerzo—. Ambas me son necesarias. Me
equivoqué al juzgar que bastaba con una. Cuánto me he equivocado, Geralt... A
qué errores me ha conducido el orgullo de la reina del invierno, la creencia de mi
poder absoluto. Y hay cosas... que no hay forma de conseguir ni siquiera a
través de la magia. Y hay dones que no se deben tomar si no se está en situación
de dar a cambio... algo que sea del mismo valor. En caso contrario el don se
desliza por entre los dedos, se deshace como una esquirla de hielo que se aprieta
con el puño. Y sólo queda pena, un sentimiento de pérdida, una herida...
—Yen...
—Soy una hechicera, Geralt. El poder que poseo sobre la materia es un don.
Un don correspondido. Pagué por él... todo lo que poseía. No quedó nada.
Calló. La hechicera se limpió la frente con una temblorosa mano.
—Me equivoqué —repitió—. Pero remediaré mi daño. Emociones y
sentimientos...
Tocó la cabeza de la milana negra. El pájaro erizó las plumas, abrió mudo el
curvado pico.
—Emociones, caprichos y mentiras, fascinación y juego. Sentimientos y su
falta... dones que no se deben aceptar... Mentira y verdad. ¿Qué es la verdad?
¿La negación de la mentira? ¿O la afirmación de un hecho? Y si el hecho es una
mentira, ¿qué es entonces la verdad? ¿Quién está lleno de sentimientos que le
arrastran y quién es la cobertura vacía de un frío cráneo? ¿Quién? ¿Qué es la
verdad, Geralt? ¿En qué consiste la verdad?
—No lo sé, Yen. Dímelo.
—No —dijo, y bajó los ojos. Por vez primera. Nunca antes había visto que lo
hiciera. Nunca—. No —repitió—. No puedo, Geralt. No puedo decírtelo. Te lo
dirá ese pájaro, creado del roce de tus manos. ¿Pájaro? ¿Qué es la verdad?
—La verdad —dijo la milana— es una esquirla de hielo.
VI
Aunque le parecía que vagabundeaba sin objetivo ni destino a través de los
callejones, de pronto se encontró junto a la muralla del sur, en la excavación,
entre una red de zanjas que cortaban las ruinas delante de las murallas de piedra
y serpenteaban caóticamente entre los cuadrados dejados al descubierto de unos
antiguos cimientos.
Istredd estaba allí. Con la camisa arremangada y las botas altas gritaba algo a
los criados, quienes estaban cavando con almocafres la pared de una zanja
rayada con capas de diversos colores de tierra, arcilla y carbón. Al lado, sobre
unas tablas, yacían huesos ennegrecidos, pedazos de cacerolas y otros objetos,
irreconocibles, corroídos, cubiertos de herrumbre.
El hechicero lo advirtió al instante. Dio a los que cavaban unas cuantas
sonoras órdenes, saltó de la zanja, caminó hacia él mientras se limpiaba las
manos en los pantalones.
—¿Di, qué quieres? —preguntó con brusquedad.
El brujo, de pie delante de él, inmóvil, no contestó. Los criados, haciendo
como que trabajaban, los observaban con atención, susurraban entre ellos.
—Hasta te saltan chispas del odio que tienes. —Istredd arrugó el rostro—.
¿Qué quieres, pregunto? ¿Te has decidido y a? ¿Dónde está Yenna? Espero que...
—No esperes demasiado, Istredd.
—Ajá —dijo el hechicero—. ¿Qué es lo que percibo en tu voz? ¿Te estoy
entendiendo bien?
—Y ¿qué es lo que entiendes?
Istredd se apoy ó los puños en las caderas y miró al brujo como retándolo.
—No nos engañemos el uno al otro —dijo—. Me odias y yo a ti también. Me
humillaste al decir que Yennefer... sabes el qué. Yo te respondí de forma
parecida. Te estorbo y tú me estorbas. Resolvamos esto como hombres. No veo
otra solución. A eso has venido, ¿verdad?
—Sí —dijo Geralt, tocándose la frente—. Tienes razón, Istredd. A eso he
venido. Sin duda.
—Perfecto. Esto no puede seguir así. Hoy por fin me he enterado de que,
desde hace un par de años, Yenna va y viene entre nosotros como una pelota de
trapo. A veces está contigo, a veces conmigo. Huye de mi, para buscarte a ti, y al
revés. Otros, con los que está entre medias, no cuentan. Sólo contamos nosotros
dos. No podemos seguir así. Somos dos, tiene que quedar uno.
—Sí —dijo Geralt, sin separar sus manos de la frente—. Sí... Tienes razón.
—En nuestra presunción —continuó el hechicero—, creíamos que Yenna
elegiría sin vacilar al mejor. En cuanto a quién era el mejor, a ninguno de los dos
le cabía duda. Como dos rapazuelos hemos llegado hasta el punto de competir por
ella a base de argumentos y casi como inexpertos rapaces, también, hemos
comprendido cuáles eran estos argumentos y qué significaban. Pienso que, al
igual que yo, has estado dándole vueltas y sabes cuánto nos hemos equivocado
los dos. Yenna no tiene la más mínima intención de elegir entre nosotros, incluso
si aceptáramos que sabe elegir. Bien, tendremos que arreglar este asunto por ella.
Por mi parte no pienso compartir a Yenna con nadie y el hecho de que hayas
venido aquí demuestra que tú tampoco. La conocemos demasiado bien. Mientras
seamos dos, ninguno puede estar seguro de ella. Ha de quedar uno. Lo has
entendido, ¿verdad?
—Verdad —dijo el brujo, moviendo con dificultad los labios petrificados—.
La verdad es una esquirla de hielo.
—¿Qué?
—Nada.
—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo o borracho? ¿O puede que estés atiborrado de
esas hierbas de los brujos?
—No me pasa nada. Algo... se me metió en el ojo. Istredd, ha de quedar sólo
uno. Sí, por eso he venido. Sin duda.
—Lo sabía —dijo el hechicero—. Sabía que ibas a venir. De hecho, te soy
sincero. Te has adelantado a mis intenciones.
—¿Una bola de ray os? —sonrió pálidamente el brujo.
Istredd frunció el ceño.
—Puede ser —dijo—. Puede que una bola de rayos. Pero seguro que no por
la espalda. Con honor, cara a cara. Eres un brujo, eso iguala las oportunidades.
Venga, decide dónde y cuándo.
Geralt reflexionó un momento. Y se decidió.
—Esa placita... —señaló con la mano—. He pasado por ella.
—Lo sé. Hay un pozo, se llama La Llave Verde.
—Junto al pozo entonces. Sí. Junto al pozo... Mañana, dos horas después de la
salida del sol.
—Bien. Seré puntual.
Estuvieron inmóviles unos segundos, sin mirarse mutuamente. Por fin el
hechicero murmuró algo en voz baja, extrajo de un puntapié una bola de arcilla
y la aplastó con el tacón.
—¿Geralt?
—¿Qué?
—¿No te sientes como un idiota?
—Me siento como un idiota —accedió con reticencia el brujo.
—Me alivia oírlo —murmuró Istredd—. Porque yo me siento como el último
cretino. Nunca hubiera imaginado que alguna vez fuera a tener que luchar a vida
o muerte con un brujo a causa de una mujer.
—Sé cómo te sientes, Istredd.
—Bah... —El hechicero sonrió forzadamente—. El hecho de que haya
llegado a ello, de que me haya decidido a algo tan profundamente contrario a mi
naturaleza demuestra que... Que es necesario.
—Lo sé, Istredd.
—Por supuesto, sabes también que aquel de nosotros que sobreviva habrá de
huir a toda velocidad y esconderse de Yenna en el último confín del mundo.
—Lo sé.
—Por supuesto, también cuentas con que una vez que a ella se le enfríe la
rabia, podrás volver a ella.
—Por supuesto.
—Bien, pues listo. —El hechicero hizo un movimiento como si quisiera
volverse, tras un momento de vacilación le tendió la mano—. Hasta mañana,
Geralt.
—Hasta mañana. —El brujo apretó la mano que se le tendía—. Hasta
mañana, Istredd.
VII
—¡Hey, brujo!
Geralt alzó la cabeza de la mesa sobre cuy a superficie dibujaba, pensativo,
fantásticos diseños con la cerveza que se había derramado.
—No es fácil encontrarte. —El estarosta Herbolth se sentó, desplazó la jarra
y el cantarillo—. En la posada han dicho que te habías mudado a las caballerizas,
en las caballerizas he encontrado sólo tu caballo y tu hato. Y estabas aquí... Creo
que ésta es la taberna más asquerosa de toda la ciudad. Sólo la peor maraña se
reúne. ¿Qué haces aquí?
—Bebo.
—Lo veo. Quería charlar contigo. ¿Andas sobrio?
—Como un niño.
—Me alegro.
—¿Qué es lo que queréis, Herbolth? Estoy ocupado, como veis.
Geralt sonrió a la mozuela que le servía otra jarra.
—Corre el rumor —el estarosta frunció el ceño— que tú y nuestro hechicero
habéis decidido mataros.
—Es asunto nuestro. Suy o y mío. No os entrometáis.
—No, no es asunto vuestro —negó Herbolth—. Istredd nos es necesario; no
nos podemos permitir otro hechicero.
—Entonces id al templo y rezad porque él venza.
—No te burles —bramó el estarosta—. Y no te hagas el listo, vagabundo. Por
los dioses, si no supiera que el hechicero no me lo iba a perdonar, te metería en la
trena, en el mismo fondo de la mazmorra, mandaría que dos caballos te
arrastraran fuera de las murallas o le diría a El Cigarra que te rajara como a un
cerdo. Pero, por desgracia, Istredd tiene una obsesión en lo tocante al honor y no
me lo perdonaría. Sé que no me lo perdonaría.
—Entonces, estupendo. —El brujo bebió de un trago otra jarra y escupió
debajo de la mesa una pajita que había dentro—. Me cayó la breva, nada que
objetar. ¿Es todo?
—No —dijo Herbolth, sacando de debajo del abrigo una bolsa—. Aquí tienes
cien marcos, brujo; tómalos y lárgate de Aedd Gynvael. Lárgate de aquí, mejor
ahora mismo; en cualquier caso antes de la salida del sol. Ya te he dicho que no
nos podemos permitir otro hechicero, no dejaré que arriesgue su vida en un duelo
con alguien como tú, y por un motivo tan idiota como una...
Se interrumpió, no terminó, aunque el brujo no había ni siquiera temblado.
—Quita de esta mesa tu morro de mierda, Herbolth —dijo Geralt—. Y tus
cien marcos te los puedes meter en el culo. Vete, porque me pongo malo sólo de
verte, un poco más y acabaré por vomitarte desde la capellina hasta los botines.
El estarosta guardó el saquete, colocó ambas manos sobre la mesa.
—No, es que no —dijo—. Por las buenas quería, pero si no, es que no.
Pegaos, haceos picadillo, quemaos, cortaos en migajas por la puta ésa, que se
abre de piernas a quien le da la gana. Pienso que Istredd se las puede bandear
contigo, tú, asesino a sueldo, no van a quedar de ti más que las botas, y si no, y a
te cogeré yo, antes de que su cadáver se enfríe, y todos los huesos te voy a
romper en las torturas. No te va a quedar ni una pulgada sana, tú...
No le dio tiempo a retirar los brazos de la mesa, el movimiento del brujo fue
demasiado rápido, el brazo que surgió de debajo de la tabla desapareció ante los
ojos del estarosta y el estilete se clavó con un golpe entre los dedos de su mano.
—Puede ser —susurró el brujo, apretando el puño sobre la empuñadura de la
daga y mirando al rostro del estarosta que había palidecido por completo—.
Puede que Istredd me mate. Pero si no... Entonces me iré de aquí y tú, cabrón
de mierda, no intentes detenerme si no quieres que las calles de vuestra puta
ciudad se llenen de sangre. Largo de aquí.
—¡Señor estarosta! ¿Qué pasa aquí? Eh, tú...
—Tranquilo, Cigarra —dijo Herbolth, retirando lentamente la mano,
introduciéndola poco a poco debajo de la mesa, cada vez más lejos del filo del
estilete—. Nada ha pasado. Nada.
El Cigarra volvió a meter en la vaina la espada que había sacado hasta la
mitad. Geralt no lo miraba. No miraba al estarosta que salía de la taberna,
protegido por El Cigarra de los tambaleantes almadieros y arrieros. Miraba a un
hombre pequeño de rostro como el de una rata y de negros y penetrantes ojos,
que estaba sentado unas cuantas mesas más allá.
Me he puesto nervioso, advirtió con asombro. Me tiemblan las manos. De
verdad me tiemblan las manos. Esto es imposible, lo que me pasa. A menos que
esto supusiera que...
Sí, pensó, mirando al hombrecillo de cara de rata. Creo que sí.
Es necesario, pensó.
Qué frío...
Se levantó.
Miró al hombrecillo, sonrió. Después se abrió los faldones del abrigo, sacó de
una bolsa dos monedas de oro, las arrojó a la mesa. Las monedas tintinearon,
una, girando, golpeó la hoja del estilete que todavía estaba clavado en la bruñida
madera.
VIII
El golpe cay ó inesperado, la porra silbó quedamente en la oscuridad, tan
rápido que no faltó mucho para que el brujo no hubiera tenido tiempo de proteger
la cabeza con un movimiento instintivo del brazo, para que no alcanzara a
amortizar la agresión con un elástico plegamiento del cuerpo. Saltó, cayó de
rodillas, se tiró por el suelo, se puso de pie, percibió el movimiento del aire que
precedía al nuevo golpe de la porra, evitó el golpe con una repentina pirueta, giró
entre las dos siluetas que le rodeaban en la oscuridad, echó la mano a su costado
derecho. A por la espada.
No tenía espada.
Nada me puede quitar estos reflejos, pensó, saltando ligeramente. ¿Rutina?
¿Memoria de las células? Soy un mutante, reacciono como un mutante, pensó,
cayendo de nuevo de rodillas para evitar otro golpe, intentando sacar el estilete
de la caña de la bota. No tenía estilete.
Se sonrió torcidamente y la porra le acertó en la cabeza. Los ojos le hicieron
chiribitas, el dolor le alcanzó hasta la punta de los dedos. Cayó, sin dejar de
sonreír.
Alguien se echó encima de él, le empujó contra el suelo. Otro le arrancó la
bolsa que colgaba del cinturón. Sus ojos atraparon el brillo de un cuchillo. El que
le estaba tentando el pecho le rajó el jubón por debajo del cuello, echó mano a la
cadena, sacó el medallón. E inmediatamente lo dejó caer de sus manos.
—Por Baal-Zebutha —oyó cómo maldecía—. Es un brujo... Este
malandrín...
El segundo blasfemó al respirar.
—No tenía espada... Dioses... Lagarto, lagarto... revienta demonio, alerta
varón... ¡Vámonos de aquí, Radgast! ¡No lo toques, lagarto, lagarto!
Por un momento la luna atravesó una rala nube. Geralt vio sobre él un rostro
delgado, de rata, con ojillos pequeños, negros, brillantes. Escuchó los pasos del
otro, que se alejaba, desapareciendo en el callejón, del que le llegaba un olor a
gatos y a grasa quemada.
El hombrecillo de cara de rata quitó poco a poco la rodilla de su pecho.
—La próxima vez... —Geralt escuchó claramente su susurro—. La próxima
vez, cuando quieras suicidarte, brujo, no metas a otros en ello. Simplemente
cuélgate en el establo con tus bridas.
IX
Debía de haber llovido por la noche.
Geralt salió del establo restregándose los ojos, quitándose con los dedos las
pajas de los cabellos. El sol naciente relucía en los tejados mojados, brillaba
como el oro en los charcos. El brujo escupió, en los labios todavía le quedaba un
mal sabor, el chichón de su cabeza pulsaba con un dolor sordo.
En la barrera, al lado del establo, estaba sentado un gato seco y negro,
concentrado en lamerse una pata.
—Michi, michi, gatito —dijo el brujo.
El gato se quedó inmóvil mirándole con ojos enfadados, irguió las orejas y
siseó, mostrando los dientes.
—Ya sé —afirmó Geralt con la cabeza—. A mí tampoco me gustas tú. Sólo
era una broma.
Con movimientos pausados se ajustó los broches y las hebillas de su chaqueta
que se habían soltado, ordenó los faldones de la ropa, comprobó que no le
impedían en ningún lugar la libertad de movimientos. Echó la espada a la
espalda, corrigió la situación de la empuñadura sobre el hombro derecho. Se ató
la frente con una banda de cuero que le recogía los cabellos hacia atrás, detrás de
las orejas. Sacó unos largos guantes de lucha, erizados de cortos y cónicos anillos
de plata.
Miró de nuevo hacia el sol, reduciendo su retina a una rendija perpendicular.
Hermoso día, pensó. Hermoso día para luchar.
Suspiró, escupió y poco a poco fue subiendo la callejuela, a lo largo de la
muralla, que exhalaba una fuerte y penetrante fragancia a revocadura mojada y
a mortero de cal.
—¡Eh, tú, bicho raro!
Miró a su alrededor. El Cigarra, en compañía de tres armados personajes de
mala catadura, estaba sentado en unas vigas amontonadas junto al muro. Se
levantó, se desperezó, salió al centro de la calleja, intentado evitar los charcos
con mucha atención.
—¿Adónde vas?
—No es asunto tuyo.
—Para dejarlo clarito, me importan un pimiento el estarosta, el hechicero y
toda esta ciudad de mierda —dijo El Cigarra, subrayando lentamente la palabra
—. Se trata de ti, brujo. No alcanzarás el final de esta calleja. ¿Me oyes? Quiero
comprobar cuán hábil eres en la lucha. Esto me quita el sueño. Estate quieto, te
digo.
—Quítate de mi camino.
—¡Estate quieto! —aulló El Cigarra, poniendo la mano sobre el puño de la
espada—. ¿No has captado lo que he dicho? ¡Vamos a luchar! ¡Te estoy retando!
¡Ahora veremos quién es el mejor!
Geralt encogió los hombros, sin aflojar el paso.
—¡Te estoy retando! ¿Me escuchas, engendro? —gritó El Cigarra, saliéndole
al paso de nuevo—. ¿A qué esperas? ¡Saca el yerro! ¿Qué es esto, es que has
cogido miedo? ¿O es que sólo te pones para los que, como Istredd, se han jodido a
tu bruja?
Geralt siguió adelante, obligando a El Cigarra a retroceder, a mantener una
torpe marcha hacia atrás. Los individuos que acompañaban a El Cigarra se
alzaron del montón de maderos, se movieron hacia ellos, siguiéndolos por detrás,
de lejos. Geralt escuchó cómo el barro chasqueaba bajo sus botas.
—¡Te reto! —repitió El Cigarra, palideciendo y enrojeciendo
alternativamente—. ¿Me oy es, brujo de mierda? ¿Qué más te hace falta? ¿Tengo
que escupirte en los morros?
—Escupe si quieres.
El Cigarra se detuvo y, de hecho, tomó aliento, colocando los labios en
posición de escupir. Miraba a los ojos del brujo, no a sus manos. Y eso fue un
error. Geralt, aún sin aflojar el paso, le golpeó como un relámpago, sin tomar
impulso, sólo con la fuerza de la marcha, el puño en el guante anillado. Le golpeó
en la propia boca, directamente en los labios apretados. Los labios de El Cigarra
se rasgaron, estallaron como cerezas aplastadas. El brujo se enderezó y golpeó
otra vez, en el mismo lugar, esta vez tomando un corto impulso, percibiendo que
junto con la fuerza y el ímpetu del golpe salía de él también la rabia. El Cigarra,
dando vueltas con una pierna en el barro y otra hacia arriba, vomitaba sangre y
chapoteaba en los charcos, boca arriba. El brujo escuchó detrás de sí un silbido
de una hoja contra su vaina, se detuvo y se dio la vuelta con fluidez, con la mano
en la empuñadura de la espada.
—Venga —dijo, con la voz temblándole de rabia—. Venga, adelante.
El que había tomado el arma le miró a los ojos. Durante un segundo. Luego
retiró la mirada. Los otros comenzaron a retroceder. Lentamente, luego más
rápido. Al oír esto, el hombre de la espada retrocedió también, moviendo los
labios pero sin emitir sonido. El que estaba más lejos se dio la vuelta y echó a
correr, salpicando de barro. Los que quedaban se quedaron quietos en el sitio, no
intentaron acercarse.
El Cigarra se retorció en el lodo, se incorporó, apoyándose en los codos,
murmuró, carraspeó, escupió algo blanco junto con una buena cantidad de rojo.
Al pasar a su lado, Geralt le dio un puntapié con repugnancia en la mejilla,
aplastándole el maxilar, y enviándole de nuevo al charco.
Siguió adelante, sin mirar hacia atrás.
Istredd y a estaba junto al pozo, de pie, apoyado en el entibado del torno de
madera, verdoso de musgo. Ceñía la espada al cinto. Una hermosa, ligera espada
tergana con el guardamanos semiabierto, que apoyaba el redondeado extremo
de la vaina en la caña brillante de una bota de montar. En el hombro del
hechicero había un vigilante pájaro negro.
Una milana.
—Estás aquí, brujo.
Istredd tendió a la milana una mano enguantada; delicada y cuidadosamente
puso al pájaro sobre el tejadillo del pozo.
—Estoy aquí, Istredd.
—No creía que fueras a venir. Pensaba que te habías ido.
—No me he ido.
El hechicero se rió a carcajada limpia, sonoramente, echando la cabeza
hacia atrás.
—Ella quería... quería salvarnos —dijo—. A ambos. No pasa nada, Geralt.
Cruzaremos las espadas. Ha de quedar sólo uno.
—¿Piensas luchar con la espada?
—¿Te extraña? Tú también piensas luchar con la espada. Venga, vamos.
—¿Por qué, Istredd? ¿Por qué con la espada y no con magia?
El hechicero palideció, los labios le temblaron, nerviosos.
—¡Venga, te digo! —gritó—. ¡No es hora para preguntar, la hora de las
preguntas ha terminado! ¡Ésta es la hora de los hechos!
—Quiero saber —dijo con lentitud Geralt—. Quiero saber por qué la espada.
Quiero saber de dónde y por qué ha salido esa milana negra. Tengo derecho a
saber. Tengo derecho a la verdad, Istredd.
—¿A la verdad? —repitió amargamente el hechicero—. Bueno, puede que sí.
Sí, puede que sí. Nuestros derechos son parejos. ¿La milana, preguntas? Llegó
volando al amanecer, mojada por la lluvia. Traía una carta. Muy corta, la sé de
memoria. « ¡Adiós, Val! Perdóname. Son dones que no se deben aceptar, y no
hay dentro de mí nada con lo que pudiera corresponderte. Y ésta es la verdad,
Val. La verdad es una esquirla de hielo» . ¿Y qué, Geralt? ¿Te ha satisfecho? ¿Has
hecho uso de tu derecho?
El brujo afirmó con la cabeza lentamente.
—Bien —dijo Istredd—. Ahora yo haré uso del mío. Porque yo no acepto
esta carta. Yo no puedo sin ella... Prefiero... ¡Venga, diablos!
Se enderezó y sacó la espada con un rápido y hábil movimiento, que dejaba
adivinar un largo entrenamiento. La milana graznó.
El brujo se mantuvo inmóvil, con los brazos a los costados.
—¿A qué esperas? —tartamudeó el hechicero.
Geralt alzó la cabeza poco a poco, le miró por un instante, luego volvió los
talones.
—No, Istredd —dijo en voz baja—. Adiós.
—¿Qué significa esto, diablos?
Geralt se detuvo.
—Istredd —dijo por encima del hombro—. No metas a otros en esto. Si has
de hacerlo, cuélgate en el establo de tus bridas.
—¡Geralt! —gritó el hechicero, y la voz se le quebró de pronto, dio un eco
falso, una nota desafinada—. ¡Yo no me resigno! ¡Iré tras ella hasta Vengerberg,
iré tras ella hasta el fin del mundo, la encontraré! ¡No renuncio a ella! ¡Quiero
que lo sepas!
—Adiós, Istredd.
Entró en el callejón, sin volverse una sola vez. Anduvo sin prestar atención a
la gente que con rapidez se apartaba de su camino, a los chasquidos apresurados
de puertas y postigos. No percibía a nada ni a nadie.
Pensaba en la carta que le esperaba en la posada.
Apretó el paso. Sabía que en la cabecera de la cama le esperaba una milana
negra, mojada por la lluvia, que portaba una carta en el curvo pico. Quería leer
aquella carta cuanto antes.
Aunque sabía cuál era su contenido.
Fuego eterno
I
—¡Sucio gorrino! ¡Soplagaitas sin talento! ¡Embaucador!
Geralt, con curiosidad, detuvo su y egua en la esquina de la calleja. Antes
incluso de que localizara el origen de los gritos, se unió a ellos un ronco sonido de
cristales rotos. Un tarro de confitura de cerezas, pensó el brujo. Tal sonido lo
produce un tarro de confitura de cerezas cuando se lo tiran a alguien desde una
buena altura o con mucha fuerza. Lo recordaba bien: Yennefer, en su furia,
cuando vivían juntos, le había arrojado más de una vez botes de confitura. Los
que le habían dado sus clientes, claro. Yennefer no tenía ni idea de cómo se
hacen las confituras y la magia era, en este sentido, insatisfactoria.
Al otro lado de la esquina de la callejuela, bajo una estrecha casa pintada de
rosa, se había reunido un buen grupo de mirones. En un balcón pequeño y lleno
de flores, justo debajo del inclinado alero del tejado, había una joven de cabellos
claros vestida con un camisón. Doblando un brazo más bien rollizo y redondeado
que le salía por entre los volantes, la mujer lanzó con brío una maceta
desportillada.
Un delgaducho con un sombrerillo de color ciruela coronado por una pluma
blanca saltó como escaldado, la maceta chocó contra el suelo justo delante de él,
rompiéndose en pedazos.
—¡Por favor, Vespula! —gritó el hombre del sombrerillo emplumado—. ¡No
hagas caso a las malas lenguas! ¡Te he sido fiel! ¡Que me caiga muerto si no digo
la verdad!
—¡Canalla! ¡Hijo de diablo! ¡Pordiosero! —gritó la rolliza rubita y se metió
dentro de la casa, sin duda en busca de nuevos proy ectiles.
—¡Eh, Jaskier! —llamó el brujo, dirigiendo hacia el campo de batalla a su
yegua, que resoplaba y se resistía—. ¿Cómo te va? ¿Qué es lo que pasa?
—Bien —dijo el trovador, sonriendo—. Como siempre. Hola, Geralt. ¿Qué te
trae por aquí? ¡Coño, cuidado!
Una jarrita de cinc brilló en el aire y resonó con un tintineo sobre los
adoquines. Jaskier la alzó, la observó y la tiró al sumidero.
—¡Llévate estos jarapos! —gritó la rubita, haciendo ondular graciosamente
los volantes sobre sus rollizos pechos—. ¡Y fuera de mi vista! ¡No vuelvas a pisar
por aquí, musicucho!
—Esto no es mío —se sorprendió Jaskier mientras levantaba del suelo unos
pantalones de hombre con las perneras de distintos colores—. ¡En mi vida he
tenido unos pantalones así!
—¡Lárgate! ¡No quiero verte! Tú... tú... ¿Sabes cómo eres en la cama? ¡Una
nulidad! ¡Una nulidad! ¿Me oyes? ¿Me oís, vecinos?
Silbó otra maceta, el tallo seco que crecía en ella aleteó. Jaskier apenas
alcanzó a agacharse. Después de la maceta, voló hacia abajo, girando, un
caldero de cobre de una capacidad mínima de dos galones y medio. La multitud
de mirones, que se mantenía más allá del alcance de los disparos, rompió a reír.
Aquellos más humorescos dieron bravos y, con malicia, iban incitando a la rubia
a pasar a la acción.
—¿No tendrá una ballesta en casa? —se intranquilizó el brujo.
—No puede descartarse —dijo el poeta y señaló con la cabeza hacia el
balcón—. Tiene la casa llena de trastos. ¿Has visto los pantalones?
—¿Y no sería mejor que nos fuéramos de aquí? Ya volverás cuando se
tranquilice.
—Qué diablos —se enervó Jaskier—. No pienso volver a una casa desde la
que se echan sobre mí calumnias y cacharros de cobre. Declaro rota esta corta
relación. Esperaremos solamente a que tire mi... ¡Oh, madre, no! ¡Vespula! ¡Mi
laúd!
Se lanzó, extendió los brazos, tropezó, cay ó, atrapó el instrumento en el último
momento, casi en el empedrado ya. El laúd gimió lastimosa y musicalmente.
—Uff —suspiró el bardo, levantándose del suelo—. Lo tengo. Bien bueno es,
Geralt, y a podemos irnos. Tengo aún en su casa, cierto, un abrigo de cuello de
marta, pero qué se le va a hacer, que sea mi castigo. El abrigo, si no la conozco
mal, no lo tira.
—¡Paleto mentiroso! —voceó la rubia y al mismo tiempo escupió
abundantemente desde el balcón—. ¡Vagamundo! ¡Pavo real afónico!
—¿Por qué está ella así contigo? ¿Qué es lo que le has liado, Jaskier?
—Lo de siempre —se encogió de hombros el trovador—. Exige monogamia,
como todas, y va y ella misma tira a un servidor pantalones ajenos. ¿Has oído lo
que ha gritado sobre mí? Por los dioses, yo también conozco a algunas que
cierran las piernas de forma más bonita de lo que ella las abre, pero no voy
gritándolo por las calles. Vámonos de aquí.
—¿Adónde propones?
—¿Y qué piensas? ¿Al Santuario del Fuego Eterno? Ven, vamos a pasarnos por
La Punta de Lanza. Tengo que calmarme los nervios.
El brujo, sin protestar, condujo a la yegua siguiendo a Jaskier, quien, a paso
vivo, se metía por un estrechísimo callejón. Mientras marchaba, el trovador
apretó el mástil del laúd, probó a rasguear las cuerdas, tañó un profundo y
vibrante acorde.
Soplaba la brisa de otoño perfumada
y con el viento huía
el sentido de las palabras.
Así ha de ser,
no pueden cambiar nada los brillantes
en la punta de tus pestañas.
Se detuvo, saludó alegremente con la mano a dos mocosas que pasaron al
lado con cestos llenos de verduras. Las mocosas risotearon.
—¿Qué te trae a Novigrado, Geralt?
—Las compras. Atelajes, unos cuantos avíos. Y un gabán nuevo. —El brujo
se ajustó la crujiente piel que olía a nuevo—. ¿Qué te parece mi nuevo gabán,
Jaskier?
—No vas a la moda. —El bardo torció el gesto y se quitó una pluma de pollo
de la manga de su resplandeciente caftán de color azul flor de aciano, con
mangas de bullón y cuello recortado en dientes de sierra—. ¡Ah! Me alegro de
que nos hay amos encontrado. Aquí, en Novigrado, la capital del mundo, el centro
y la cuna de la cultura. ¡Aquí puede el hombre de talento respirar a pleno
pulmón!
—Vay amos a respirar a otra callejuela —propuso Geralt mirando al
andrajoso sujeto que, en cuclillas y con los ojos desencajados, exoneraba el
vientre en un callejón lateral.
—Tu eterno sarcasmo resulta en verdad irritante. —Jaskier torció el gesto de
nuevo—. Novigrado, como te digo, es la capital del mundo. Casi treinta mil
habitantes sin contar los de paso. ¿Te haces una idea? Casas de buenos muros,
calles principales empedradas, puerto de mar, alhóndigas, cuatro molinos de
agua, mataderos, serrerías, una gran manufactura de botines, y además todos los
gremios y artesanías imaginables. Una casa de cambio, ocho bancos y
diecinueve montes de piedad. Un castillo y un cuerpo de guardia que quitan el
aliento. Y entretenimientos: un cadalso, una horca con trampilla, treinta y cinco
tabernas, una casa de comedias, una casa de fieras, un bazar y doce lupanares. Y
santuarios, no recuerdo cuántos. Muchos. Va, y esas mujeres, Geralt, limpitas,
peinaditas y perfumadas, esos rasos, esos terciopelos, esas sedas, esos corsetes y
cintillas... ¡Oh, Geralt! Los versos mismos saltan a mis labios:
Allá donde vives, ya es blanco de nieve,
ciénagas y lagos se vuelven cristal.
Así ha de ser, a cambiar nada alcanza
la
que en tus ojos acecha, nostalgia sin par.
—¿Un nuevo romance?
—Ajá. Lo llamo « Invierno» . Pero no está listo todavía, no puedo terminar,
estoy totalmente alterado a causa de Vespula y las rimas no me cuajan. Ah,
Geralt, me olvidé de preguntarte. ¿Cómo te va con Yennefer?
—No va.
—Entiendo.
—Entiendes una mierda. Venga, ¿dónde está esa taberna?
—Al doblar la esquina. Oh, ya estamos. ¿Ves el letrero?
—Lo veo.
—¡Saludo y me inclino ante vos! —Jaskier sonrió a la mozuela que barría la
escalera—. ¿Nadie le ha dicho a vuesa merced que es preciosa?
La mozuela enrojeció y apretó fuertemente la escoba con las manos. Geralt
pensó por un momento que le iba a atizar con ella al trovador. Se equivocaba. La
muchacha sonrió con simpatía y pestañeó. Jaskier, como de costumbre, no le
prestó la más mínima atención.
—¡Saludos! ¡A los buenos días! —estalló, entrando a la taberna y pasó con
fuerza el pulgar por las cuerdas del laúd—. ¡El Maestro Jaskier, el más famoso
poeta de este país, visita tu poco limpio local, tabernero! ¡Le han entrado ganas
de beber cerveza! ¿Valoras el honor que se te hace, sacadineros?
—Lo valoro —dijo tétrico el posadero, saliendo desde detrás de la barra—.
Contento estoy de veros, señor cantaor. Veo que en verdad no es humo vuestra
palabra. Prometisteis que muy de mañana pasaríais a satisfacer la cuenta de
ay er. Y y o juzgué, un simple pensamiento, que mentíais como de costumbre.
Vergüenza me doy y mientras viva.
—Sin motivo alguno te avergüenzas, buen hombre —dijo despreocupado el
trovador—. Pues ciertamente no tengo dinero. Luego hablaremos de ello.
—No —dijo con frialdad el posadero—. Vamos a hablar de ello ahora. El
crédito se ha acabado, honorable señor poeta. Nadie me la da dos veces seguidas.
Jaskier colgó el laúd de un gancho en la pared, se sentó a una mesa, se quitó el
sombrerito y observó pensativo la plumilla de garza cosida a él.
—¿Tienes dinero, Geralt? —preguntó con esperanza en la voz.
—No tengo. Todo lo que tenía se me ha ido en el gabán.
—No está bien, no está bien —suspiró Jaskier—. Joder, ni un alma, nadie que
pudiera prestar algo. Jefe, ¿qué pasa hoy que está esto tan vacío?
—Demasiado pronto para los clientes habituales. Y los aprendices de albañil,
esos que están arreglando el santuario, y a han tenido tiempo de venir y volverse
lu
ego al tajo, llevándose a rastras a su maestro.
—¿Y nadie, de verdad nadie?
—Nadie excepto el honorable mercader Biberveldt, que está desayunando en
el camaranchón.
—¿Está Dainty? —se alegró Jaskier—. Haber empezado por ahí. Ven al
camaranchón, Geralt. ¿Conoces a Dainty Biberveldt, el mediano?
—No.
—No importa. Lo vas a conocer. ¡Jojó! —gritó el trovador, dirigiéndose hacia
la parte trasera de la casa—. Percibo desde Occidente el aroma y el efluvio de
una sopa de cebolla, gloriosa para mis narices. ¡Cu-cú! ¡Somos nosotros!
¡Sorpresa!
A la mesa central de la estancia, bajo un pilar adornado con guirlandas de
ajos y ramilletes de hierbas, estaba sentado un mediano mofletudo y de cabello
rizado con un chaleco de color pistacho. En la mano derecha tenía una cuchara
de madera, en la izquierda sujetaba una escudilla de barro. A la vista de Jaskier y
Geralt el mediano se quedó petrificado, abrió la boca y sus grandes ojos
avellanados se hicieron más grandes del miedo.
—Hola, Dainty —dijo Jaskier, agitando alegre el sombrerillo. El mediano no
cambió de posición ni cerró la boca. La mano, como observó Geralt, le temblaba
ligeramente y la larga tirilla de cebolla cocida que le colgaba de la cuchara se
balanceaba como un péndulo.
—Bbbi... bbbienvenido, Jaskier —tartamudeó y tragó saliva sonoramente.
—¿Tienes hipo? ¿Quieres que te pegue un susto? ¡Atento: en el portazgo han
visto a tu mujer! ¡En nada estará aquí! ¡Gardenia Biberveldt en carne y hueso!
¡Ja, ja, ja!
—Mira que eres tonto, Jaskier —le reprochó el mediano.
Jaskier lanzó de nuevo una argentina risa que acompañó con dos complicados
acordes de las cuerdas del laúd.
—Bueno, porque tienes un gesto, hermano, bastante estúpido, y nos miras con
ojos desencajados como si tuviéramos cuernos y rabo. ¿Y puede que te haya
dado miedo el brujo? ¿Qué? ¿Puede que pienses que se ha abierto la veda de la
caza de medianos? Puede...
—Basta ya —no aguantó Geralt, acercándose a la mesa—. Perdona, amigo.
Jaskier ha sufrido hoy una terrible tragedia personal; todavía no se le ha pasado.
Intenta enmascarar a base de bromas su tristeza, abatimiento y vergüenza.
—No me lo digáis. —El mediano sorbió por fin el contenido de la cuchara—.
Yo mismo lo adivinaré. Vespula te ha echado por fin con el rabo entre las piernas.
¿Eh, Jaskier?
—No me dejaré meter en conversación sobre temas tan delicados con
personas que tragan y trasiegan mientras los amigos están de pie —dijo el
trovador, después de lo cual, sin esperar, se sentó. El mediano tomó una
cucharada de sopa y relamió el hilillo de queso que colgaba de ella.
—Quien verdad dice, la dice —afirmó pensativo—. Os invito, pues. Sentaos,
que de perdidos al río. ¿Queréis un caldo de cebolla?
—Normalmente no almuerzo a tan tempranas horas. —Jaskier respingó la
nariz—. Pero qué le vamos a hacer, comeré. Sólo que no con la tripa vacía. ¡Eh,
jefe! ¡Cerveza, si hacéis la merced! ¡Y presto!
Una moza con una imponente y gruesa trenza, que le alcanzaba hasta las
nalgas, trajo un pote y una escudilla con sopa. Geralt, al mirar su redondeada
boca rodeada de pelusilla, pensó que tendría bonitos labios si se acordara de
cerrarlos.
—¡Dríada del bosque! —gritó Jaskier aferrando el brazo de la muchacha y
besándola en la palma de la mano—. ¡Sílfide! ¡Hechicera! ¡Deidad de ojos
como azules lagos! ¡Bella eres como la mañana y la forma de tus alzados y
abiertos...!
—Dadle cerveza, aprisa —gimió Dainty —. O si no habrá problemas.
—No los habrá, no los habrá —aseguró el trovador—. ¿Verdad, Geralt? Difícil
encontrar a gente más tranquila que nosotros dos. Yo mismo, señor mercader,
soy poeta y músico, y la música suaviza las costumbres. Y el brujo aquí presente
sólo es amenaza para seres monstruosos. Os presentaré: éste es Geralt de Rivia,
terror de estriges, lobisomes y toda maraña. ¿Has oído hablar de él, Dainty?
—He oído. —El mediano arrojó una mirada desconfiada al brujo—. ¿Qué...
qué hacéis en Novigrado, don Geralt? ¿Acaso ha aparecido por aquí algún
horrible monstrum? ¿Estáis... ejem, ejem... contratado?
—No —se sonrió el brujo—. Estoy aquí para divertirme.
—Oh —dijo Dainty, moviendo nerviosamente los velludos pies que colgaban
medio codo por encima del suelo—. Eso está bien...
—¿Qué está bien? —Jaskier tomó una cucharada de sopa y echó un trago de
cerveza—. ¿Piensas acaso apoyarnos, Biberveldt? En las diversiones, se entiende.
Viene que ni pintado. Aquí, en La Punta de Lanza, teníamos intención de
cogernos el punto. Y luego planeamos pasarnos por el Passiflora, una casa de
lenocinio muy cara y muy buena, donde podemos costearnos una medio elfa o,
quién sabe, puede que hasta una elfa de pura sangre. Necesitamos, sin embargo,
un espónsor.
—¿Qué cosa?
—Uno que pague por todo.
—Me lo imaginaba —murmuró Dainty—. Lo siento. En primer lugar, tengo
una cita de negocios. En segundo, no tengo medios para costear tales diversiones.
En tercero, al Passiflora sólo dejan entrar a personas.
—¿Y nosotros qué somos entonces, mochuelos? Ah, entiendo. No dejan pasar
medianos. Cierto. Tienes razón, Dainty. Esto es Novigrado. La capital del mundo.
—Sí... —respondió el mediano, mirando aún al brujo y encogiendo de forma
extraña los labios—. Yo ya me voy. Tengo una cita...
La puerta del camaranchón se abrió de golpe y, con un estruendo, entró...
Dainty Biberveldt.
—¡Dioses! —gritó Jaskier.
El mediano que estaba de pie en la puerta no se diferenciaba en nada del
mediano que estaba sentado a la mesa, si descontamos el hecho de que el de la
mesa estaba limpio, y el de la puerta, sucio, desgreñado y con la ropa arrugada.
—¡Te pillé, picha de perro! —bramó el mediano sucio, al tiempo que se
lanzaba en dirección a la mesa—. ¡Ladrón!
Su gemelo aseado se levantó, derribando el escabel y tirando la vajilla. Geralt
reaccionó instintiva y rápidamente: tomó del banco la espada envainada y le
atizó un fuerte golpe a Biberveldt en el cuello. El mediano cayó al suelo, se
arrastró, se sumergió por entre las piernas de Jaskier y, a gatas, se dirigió hacia la
salida, mientras las manos y los pies se le alargaban como patas de araña. Al
verlo, el Dainty Biberveldt sucio blasfemó, aulló y dio un salto a un lado,
estrellando con un crujido la espalda contra el tabique de madera. Geralt soltó la
vaina con la espada y de una patada quitó de su camino una silla y comenzó la
persecución. El Dainty Biberveldt limpio, quien, excepto en el color del chaleco,
ya no se parecía en nada a Dainty Biberveldt, saltó el umbral como un
saltamontes, salió a la estancia común, tropezándose con la muchacha de la boca
medio abierta. Al ver sus largas garras y su fisonomía temblorosa y
caricaturesca, la muchacha abrió la boca en toda su amplitud y expulsó un
chillido que taladraba los oídos. Geralt, aprovechando la pérdida de ritmo que le
había producido el choque contra la muchacha, alcanzó al ser en el centro de la
isba y lo derribó sobre el suelo con un hábil puntapié en la rodilla.
—Ni respires, hermano —susurró a través de los dientes apretados mientras
ponía la punta de la espada en el cuello de la rareza—. Ni respires.
—¿Qué pasa aquí? —gritó el posadero, acercándose con el mango de una
pala en el puño—. ¿Qué es esta cosa? ¡La guardia! ¡Dechka, corre a por la
guardia!
—¡Nooo! —aulló el ser, aplastándose contra el suelo y deformándose todavía
más—. ¡Por piedad, nooo!
—¡Nada de guardia! —le acompañó el mediano sucio, al salir del
camaranchón—. ¡Agarra a la muchacha, Jaskier!
El trovador aferró a Dechka y, pese a la prisa, eligió cuidadosamente el lugar
donde aferrar. Dechka chilló y cay ó de rodillas al suelo, junto a los pies de él.
—Tranquilo, jefe —dijo Dainty Biberveldt, respirando con fuerza—. Esto es
un asunto personal, no vamos a llamar a la guardia. Pagaré todos los destrozos.
—No hay destrozo alguno —respondió con lucidez el tabernero, mirando a su
alrededor.
—Pero los habrá —afirmó el rechoncho mediano con voz chirriante—.
Porque ahora mismo le voy a apalear. Y cómo. Le voy a dar de palos
brutalmente, largo tiempo y con rabia, y él, entonces, lo va a romper todo.
La larga de patas y desleída caricatura de Biberveldt que estaba tendida en el
suelo rompió en fúnebres sollozos.
—Nada de eso —dijo con frialdad el posadero, entornando los ojos y alzando
levemente el mango de la pala—. Apaleadle en la calle o en el corral, señor
mediano. Aquí no. Y yo voy a llamar a la guardia. He de hacerlo, me va la
cabeza en ello. Pues eso... ¡no más que algún monstruo es!
—Señor posadero —dijo con tranquilidad Geralt, sin aflojar la presión de la
hoja sobre el cuello del ser—. Mantened la calma. Nadie va a romper nada, no
habrá destrozo alguno. La situación está controlada. Soy brujo, y al monstruo,
como veis, lo tengo bien sujeto. Puesto que esto parece que es un asunto personal,
lo resolveremos tranquilamente en el camaranchón. Suelta a la muchacha,
Jaskier, y ven aquí. En mi talega tengo unas cadenas de plata. Sácalas y ata con
ellas como es debido las patas a su señoría, doblando los codos y a la espalda. No
te muevas, amigo.
El ser empezó a gañir por lo bajito.
—Bien, Geralt —dijo Jaskier—. Ya lo he atado. Vamos al camaranchón. Y
usted, jefe, ¿qué hace ahí parado? He pedido una cerveza. Y a mí, cuando pido
una cerveza, tenéis que traerme una tras otra hasta que grite: « Agua» .
Geralt empujó al ser hasta la estancia y sin delicadeza alguna lo sentó junto al
pilar. Dainty Biberveldt se sentó también, mirando con disgusto.
—Qué horrible aspecto —dijo—. Mismamente como un montón de masa de
levadura. Mira su nariz, Jaskier, si hasta se le va a caer, su perra madre. Y las
orejas las tiene como mi suegra antes del entierro. ¡Brrr!
—Espera, espera —murmuró Jaskier—. ¿Tú eres Biberveldt? Sí, sin duda.
Pero eso que está junto al pilar era tú hace un rato. Si no me equivoco. ¡Geralt!
Todos los ojos están vueltos hacia ti. Eres brujo. ¿Qué diablos está pasando aquí?
¿Qué es esto?
—Un mímico.
—Tú padre será un mímico —dijo roncamente el ser, balanceando la nariz
—. No soy ningún mímico, sino un doppler, y me llamo Tellico Lunngrevink
Letorte. Abreviadamente, Penstock. Y Dudu para los amigos.
—¡Yo te voy a dar Dudu, hijo de alguna puta! —gritó Dainty, dirigiendo hacia
él el puño apretado—. ¿Dónde están mis caballos? ¡Ladrón!
—Señores —recordó el posadero, entrando con unas jarras y un barrilete—.
Prometisteis que habría paz.
—Oh, cerveza —suspiró el mediano—. Cuidado que tengo sed, joder. ¡Y
hambre!
—Yo también me tomaría algo —aseveró, gorgoteante, Tellico Lunngrevink
Letorte.
Fue completamente desdeñado.
—¿Qué es esto? —preguntó el tabernero, mirando al ser, el cual ante la vista
de la cerveza sacó una larga lenguaza de entre unos labios caídos y pastosos—.
¿Qué es esta cosa, señores?
—Un mímico —repitió el brujo, sin hacer caso al gesto de enfado del
monstruo—. Recibe, en cualquier caso, muchos nombres. Cambión, doblador,
vexling, bedak. O doppler, como él se llama a sí mismo.
—¡Vexling! —gritó el posadero—. ¿Aquí, en Novigrado? ¿En mi local?
¡Presto, hay que llamar a la guardia! ¡Y a los sacerdotes! Mi cabeza en ello...
—Despacio, despacio —graznó Dainty Biberveldt, comiendo a toda prisa la
sopa de Jaskier de la escudilla que se había salvado de milagro—. Tenemos
tiempo de llamar a quien haga falta. Pero luego. Este canalla me robó, no tengo
intenciones de dárselo a la autoridad local sin haber recuperado mi propiedad. Os
conozco y o, novigradenses, y a vuestros jueces también. Puede que me tocara
un décimo, nada más.
—Tened piedad —gimió desgarradamente el doppler—. ¡No me entreguéis a
los humanos! ¿Sabéis lo que hacen con los que son como y o?
—Claro que lo sabemos —afirmó el posadero—. A todo doppler que se atrapa
los sacerdotes lo exorcizan. Luego se le ata a un palo y se le envuelve bien, a lo
redondo, de barro mezclado con limaduras y se le cuece al fuego hasta que el
barro se convierte en duro ladrillo. Así por lo menos se hacía antes, cuando se
atrapaba a estos monstruos más a menudo.
—Bárbaras costumbres tenéis los humanos —se enojó Dainty, retirando la
escudilla vacía—. Pero puede que eso fuera justo castigo por bandolerismo y
latrocinio. Venga, habla, canalla, ¿dónde están mis caballos? ¡Dilo, porque te tiro
de esa nariz por entre las piernas y te la meto en el culo! ¿Dónde están mis
caballos, te digo?
—Los he... vendido —balbuceó Tellico Lunngrevink Letorte, y sus lacias
orejas se le recogieron de pronto en bolitas que recordaban coliflores en
miniatura.
—¡Los vendió! ¿Le habéis oído? —El mediano echó espumarajos por la boca
—. ¡Ha vendido mis caballos!
—Claro —dijo Jaskier—. Ha tenido tiempo. Está aquí desde hace tres días.
Desde hace tres días te veo... es decir, a él... Joder, Dainty, ¿significa esto
que...?
—¡Por supuesto que significa esto! —gritó el mercader, pataleando con sus
peludos pies—. ¡Me asaltó en el camino, a una jornada de distancia de la ciudad!
Vino aquí disfrazado de mí, ¿entendéis? ¡Y vendió mis caballos! ¡Yo lo mato! ¡Lo
ahogo con mis propias manos!
—Contadnos cómo sucedió, señor Biberveldt.
—¿Geralt de Rivia, si no me equivoco? ¿El brujo?
Geralt lo confirmó con un gesto de su cabeza.
—Viene que ni pintado —dijo el mediano—. Soy Dainty Biberveldt, natural
de Centinodia del Prado, granjero, ganadero y mercader. Llámame Dainty,
Geralt.
—Cuéntanos, Dainty.
—Sucedió así. Yo y mis gañanes llevábamos unos caballos a vender, a la
feria de Puente del Diablo. A una jornada de la ciudad llegamos a la última
venta. Hicimos noche, no sin antes darle finiquito a un barrilillo de aguardiente.
En mitad de la noche me despierto, siento que la vejiga casi me estalla, así que
bajo del carromato y aprovecho, pienso, para echar un vistazo a ver cómo están
los caballos. Salgo, una niebla del copón, miro de pronto, alguien viene. Quién va,
pregunto. Y él, nada. Me acerco y veo... a mí mismo. Como en un espejo.
Pienso: no tendría que haber bebido aguardiente, maldito bebedizo. Y este de
aquí... porque era él, ¡me metió una hostia en la cabeza! Vi las estrellas y caí
redondo al suelo. Me despierto temprano en no sé qué maldita fronda, con un
chichón como un pepino en la frente, alrededor ni un alma, de nuestro
campamento ni huella tampoco. Todo el día dando vueltas anduve hasta que por
fin hallé el sendero, dos días vagué de acá para allá comiendo raíces y setas
crudas. Y él... este bellaco de Dudulico, o como coño se llame, se vino en ese
tiempo hasta Novigrado como si fuera yo y se deshizo de mis caballos. Ahora
mismo le... ¡Y a esos mis gañanes los azotaré, cien palos voy a dar a cada uno
en el culo al aire, lacay os cegatos! ¡Mira que no conocer al propio amo, mira
que dejarse engañar así! ¡Idiotas, caras de col, borrachuzos...!
—No lo tomes a mal, Dainty —dijo Geralt—. No pudieron hacer nada. El
mímico copia tan perfectamente que no es posible diferenciarlo del original, es
decir, de la víctima a la que ha mirado. ¿Nunca has oído hablar de los mímicos?
—Como oír hablar, sí que he oído. Pero pensaba que eran cuentos.
—No son cuentos. A un doppler le basta acercarse a su víctima para
adaptarse rápidamente y sin fallos a la necesaria estructura material. Os llamo la
atención sobre que no se trata de una ilusión sino de una completa y perfecta
transformación. En los detalles más nimios. En qué forma hacen esto los
mímicos, no se sabe. Los hechiceros suponen que actúa aquí el mismo
componente de la sangre que en la licantropía, pero yo pienso que se trata de
algo completamente distinto o mil veces más fuerte. Al fin y al cabo el lobisome
tiene sólo dos formas, como mucho tres, mientras que el doppler puede
transformarse en todo lo que quiera, con la condición de que se corresponda más
o menos la masa corporal.
—¿La masa corporal?
—Claro, en un mastodonte no se puede cambiar. Ni en un ratón.
—Entiendo. Y la cadena con la que lo has atado, ¿para qué sirve?
—Plata. Para un licántropo es mortal; para un mímico, como ves,
simplemente le impide transformarse. Por eso está aquí en su propia forma.
El doppler recogió las orejas a punto de despegarse y le echó al brujo una
rápida mirada de enojo con sus ojos confusos, los cuales habían perdido ya el
color almendrado del iris del mediano y se habían vuelto amarillos.
—Y bien está que esté aquí quieto, desvergonzado hideputa —farfulló Dainty
—. ¡Cuando pienso que se quedó aquí, incluso en La Punta, donde yo mismo
acostumbro albergarme! ¡Al tío se le metió en el coco que era y o!
Jaskier agitó la cabeza.
—Dainty —dijo—. Él era tú. Hace tres días que me lo encuentro aquí. Él se
veía como tú y hablaba como tú. Pensaba como tú. Y cuando llegaba el
momento de soltar la gallina, era tan agarrado como tú. E incluso más.
—Esto último no me molesta —dijo el mediano—, porque puede que
recupere una parte de mis dineros. Me da asco tocarlo. Quítale la bolsa, Jaskier, y
mira qué hay dentro. Debiera haber mucho, si es verdad que este cuatrero ha
vendido mis caballejos.
—¿Cuántos caballos tenías, Dainty ?
—Doce.
—Si lo estimamos según los precios internacionales —dijo el trovador,
mirando en la escarcela—, lo que hay aquí basta para uno, si lo encuentras viejo
e impedido. Si lo estimamos, sin embargo, según los precios novigradienses, da
para dos cabras, como mucho tres.
El mercader no dijo nada, pero tenía el aspecto de estar a punto de ponerse a
llorar. Tellico Lunngrevink Letorte dejó fluir la nariz hacia abajo, y el labio
inferior aún más abajo, después de lo cual, muy bajito, gorgoteó.
—En una palabra —suspiró por fin el mediano—, me ha despojado y
arruinado un ser cuya existencia y o suponía hasta ahora un cuento de niños. A
esto se le llama tener mala suerte.
—Ni una coma puedo añadir —dijo el brujo, dirigiendo la vista al doppler que
se retorcía sobre la silla—. Yo también estaba convencido de que se había
acabado con los mímicos hace mucho tiempo. Antes, por lo que he oído, muchos
de ellos vivían en los bosques de los alrededores y en la meseta. Pero su habilidad
para la mímica incomodaba sobremanera a los primeros colonos y se comenzó a
perseguirlos. Bastante eficazmente. Se exterminó a casi todos con mucha rapidez.
—Y una suerte fue esto —dijo el posadero—. Lagarto, lagarto, por el Fuego
Sagrado, juro que prefiero un dragón o un diablo, los cuales siempre dragón y
diablo son, y así sabe uno a qué atenerse. ¡Pero la lobisomería, tales cambios y
transformaciones, son proceder repugnante, demoníaco, engaño y acción
traidora, pensada por estos horrendos para a las gentes dañar y perderlas! ¡Os
digo, llamemos a la guardia y al fuego con esta asquerosidad!
—¿Geralt? —preguntó con curiosidad Jaskier—. Quisiera escuchar la opinión
de un especialista. ¿De verdad son tan peligrosos y agresivos estos mímicos?
—Su capacidad para la copia —dijo el brujo— es una propiedad que sirve
más para la defensa que para la agresión. No he oído hablar...
—Voto a mí —le cortó, furioso, Dainty, golpeando con el puño en la mesa—.
Si atizarle a uno en la crisma y robarle no es agresión, entonces no sé qué cosa lo
será. Dejad de haceros el listo. El asunto es muy sencillo: he sido asaltado y
robado, no sólo de los bienes alcanzados a fuerza de pesado trabajo, sino y hasta
de la propia forma. Exijo una satisfacción, no descansaré...
—¡A la guardia, a la guardia hemos de llamar! —dijo el posadero—. ¡Y a los
sacerdotes hemos de llamar! ¡Y quemar a este monstrum, a este inhumano!
—Basta y a, jefe. —El mediano alzó la cabeza—. Os estáis poniendo pesado
con esa guardia vuestra. Os llamo la atención sobre el hecho de que a vos el tal
inhumano nada os hizo, sino a mí. Y, dicho sea entre paréntesis, yo tampoco soy
humano.
—Pero qué decís vos, señor Biberveldt —se rió nerviosamente el tabernero
—. Dónde va a parar, la diferencia entrambos. Vos sois casi un hombre, y él es
por contra un monstrum. Me extraño, señor brujo, de que estéis sentado con tanta
calma. ¿Para qué, con perdón, estáis vos? ¿Lo vuestro es matar monstruos o no?
—Monstruos —dijo Geralt con frialdad—. Pero no a miembros de razas
dotadas de razón.
—Vamos, hombre —dijo el posadero—. Ahora sos habéis pasado un poquino.
—¡Y tanto! —terció Jaskier—. Demasiado lejos has ido, con eso de la raza
dotada de razón, Geralt. Míralo si no.
Tellico Lunngrevink Letorte, de hecho, no recordaba en aquel momento a
miembro alguno de razas dotadas de razón. Recordaba más bien a un muñeco
modelado de barro y harina, mirando al brujo con una expresión de súplica
desde unos turbios ojos amarillos. Tampoco los sonidos de succión que producía
una nariz que llegaba a rozar la tabla de la mesa parecían proceder del miembro
de una raza dotada de razón.
—¡Basta y a de tanta jodienda! —gruñó de pronto Dainty Biberveldt—. ¡No
hay discusión que valga! ¡Lo único que cuenta son mis caballos y mis pérdidas!
¿Lo oyes, cara de robellón? ¿A quién le has vendido mis caballos? ¿Qué has hecho
con los dineros? ¡Habla ya mismo porque te pateo, te rajo y te saco la piel!
Dechka abrió un poco la puerta e introdujo en la estancia su cabeza de color
de lino.
—Clientes hay en la taberna, padre —susurró—. Los albañiles de la obra y
algotros. Les estoy sirviendo, pero ustedes no gritéis tan fuerte, porque se
empiezan a interesar por el camaranchón.
—¡Por el Fuego Eterno! —se asustó el posadero con la mirada puesta en el
desfigurado doppler—. Si alguien echa aquí un ojo y lo cata... Ay, la vamos a
tener. Si no hemos de llamar a la guardia, entonces... ¡Señor brujo! Si es un
verdadero vexling, decidle que se cambie en algo más honrado, para que no lo
conozcan. De momento.
—Cierto —dijo Dainty —. Que se transforme en algo, Geralt.
—¿En qué? —gorgoteó de pronto el doppler—. Puedo tomar toda forma que
contemple con atención. ¿En cuál de vosotros, entonces, he de cambiarme?
—En mí no —dijo con presteza el tabernero.
—Ni en mí —se estremeció Jaskier—. Al fin y al cabo eso no sería
camuflaje alguno. Todos me conocen, así que la vista de dos Jaskiers en la misma
mesa produciría may or sensación que éste aquí con su propio aspecto.
—Conmigo sucedería parecido —sonrió Geralt—. Sólo quedas tú, Dainty. Y
viene que ni pintado. No te enfades, pero tú mismo sabes que los humanos
difícilmente distinguen a un mediano de otro.
El mercader no lo pensó mucho rato.
—Vale —dijo—. Así sea. Quítale la cadena, brujo. Venga, transfórmate en
mí, raza dotada de razón.
Después de que le quitaran la cadena, alzó el doppler su pata que parecía
pasta de levadura, se masajeó la nariz y dirigió los ojos al mediano. La piel
colgante del rostro se estiró y tomó color. La nariz se redujo y se contrajo con un
sordo chasquido, sobre el calvo cráneo crecieron unos cabellos rizados. Dainty
desencajó los ojos, el posadero abrió los morros en mudo asombro, Jaskier
suspiraba y gemía.
Lo último que cambió fue el color de los ojos.
Dainty Biberveldt Segundo carraspeó, se acercó a la mesa, agarró la jarra de
Dainty Biberveldt Primero y con avidez aplastó contra ella sus labios.
—No puede ser, no puede ser —dijo Jaskier en voz baja—. Miradlo, una
copia fiel. Imposible de diferenciar. Todito, todo. Esta vez hasta los picotazos de
los mosquitos y las manchas en las calzas... ¡Justo, en las calzas! ¡Geralt, esto no
lo consiguen ni siquiera los hechiceros! Toca, ¡es auténtica lana, no es una ilusión!
¡Increíble! ¿Cómo lo hace?
—Eso no lo sabe nadie —murmuró el brujo—. Él tampoco. He dicho que
tiene completa capacidad para cambiar voluntariamente la estructura de la
materia, pero se trata de una voluntad orgánica, instintiva...
—Pero las calzas... ¿De qué ha hecho las calzas? ¿Y el chaleco?
—De su propia piel adaptada. No pienso que a él le gustase quitarse esas
calzas. En cualquier caso perderían inmediatamente sus características de lana...
—Una pena. —Dainty mostró la rapidez de su pensamiento—. Porque y a
andaba pensando en mandarle transformar un balde de materia en un balde de
oro.
El doppler, en aquel momento una copia fiel del mediano, se repantigó con
comodidad y sonrió ampliamente, por lo visto contento de ser el centro de
interés. Estaba sentado en idéntica posición que Dainty y de la misma forma
removía los peludos pies.
—Mucho sabes de los dopplers, Geralt —dijo, tras lo cual tomó un sorbo de la
jarra, masticó ruidosamente y eructó—. Cierto, mucho.
—Dioses, la voz y las maneras también son de Biberveldt —dijo Jaskier—.
¿Nadie tiene una tintilla roja? Hay que marcarlo, voto al diablo, o la tendremos
buena.
—Pero qué dices, Jaskier —se enojó Dainty Biberveldt Primero—. ¿No me
irás a confundir con él? Al primer...
—... vistazo se ve la diferencia —terminó Dainty Biberveldt Segundo y
volvió a eructar con un sonidillo—. De verdad, para confundirse hay que ser más
tonto que el culo de una y egua.
—¿Qué he dicho? —susurró Jaskier con asombro—. Piensa y habla como
Biberveldt. Imposible de diferenciar...
—Exageras. —El mediano despegó los labios—. Exageras mucho.
—No —repuso Geralt—. No es una exageración. Lo creas o no, él es en estos
momentos tú, Dainty. De un modo que desconocemos, el doppler copia con
precisión también la psique de la víctima.
—¿Epsi qué?
—Bueno, las características del intelecto, el carácter, los sentimientos, los
pensamientos. El alma. Lo que confirmaría lo que niegan la may or parte de los
hechiceros y todos los sacerdotes. Que el alma es también materia.
—Herejía... —resopló el posadero.
—Y gilipollez —dijo con dureza Dainty Biberveldt—. No nos cuentes cuentos,
brujo. Las características del intelecto, y a te vale. Copiar la nariz y las calzas es
una cosa, pero la razón no es lo mismo que cagarse en un palo. Ahora mismo te
lo demuestro. Si este piojoso doppler hubiera copiado mi razón de mercader, no
hubiera vendido los caballos en Novigrado, donde no hay demanda, sino que
hubiera ido a Puente del Diablo, a la feria de caballos, donde los precios son de
subasta, el que da más. Allí no se pierde...
—Claro que se pierde. —El doppler parodió el gesto enfadado del mediano y
resopló de forma peculiar—. En primer lugar, los precios en las subastas de
Puente del Diablo están por los suelos porque los mercaderes se ponen de
acuerdo para licitar. Y además hay que pagar comisión a los subastadores.
—No me des lecciones de tratante, tontaina —se enojó Biberveldt—. Yo en
Puente del Diablo hubiera sacado noventa y hasta cien por cabeza. Y tú, ¿cuánto
conseguiste de los picaros novigradienses?
—Ciento treinta —dijo el doppler.
—Mientes, guiñapo.
—No miento. Arreé los caballos directamente hasta el puerto, don Dainty, y
allí hablé con un mercader de pieles de ultramar. Los peleteros no usan
caravanas de bueyes porque los buey es son demasiado lentos. Las pieles son
ligeras pero caras, hay pues que viajar rápido. En Novigrado no hay demanda de
caballos, así que tampoco hay caballos. Yo era el único que los tenía, así que
dicté los precios. Es sencillo...
—¡Te digo que no me des lecciones! —gritó Dainty, enrojeciendo—. Vale,
bien, entonces has ganado mucho. ¿Y dónde está el dinero?
—Lo invertí —dijo con orgullo Tellico, imitando el típico gesto del mediano
de pasarse los dedos por la melena—. El dinero, don Dainty, tiene que moverse y
el interés tiene que crecer.
—¡Cuídate de que y o no te haga crecer la cabeza! Habla, ¿qué hiciste con la
guita que sacaste por los caballos?
—Ya lo he dicho. Compré mercancías.
—¿Qué mercancías? ¿Qué compraste, torpe?
—Co... cochinillas —tartamudeó el doppler, y luego recitó deprisa—.
Quinientas fanegas de cochinillas, doscientas setenta arrobas de corteza de
mimosas, cincuenta y cinco alcuzas de esencia de rosa, veintitrés barrilillos de
aceite de hígado de bacalao, seiscientas escudillas de barro y ochenta libras de
cera de abejas. El aceite de hígado de bacalao, por cierto, lo compré muy, muy
barato, porque estaba y a un pelín rancio. Ah, casi lo olvido. Compré también cien
codos de cuerda de algodón.
Se hizo el silencio, un largo, largo silencio.
—Aceite rancio —dijo por fin Dainty, pronunciando muy despacio cada
palabra—. Cuerda de algodón. Esencia de rosa. Esto es un sueño. Sí, seguro, es
una pesadilla. En Novigrado se puede comprar de todo, todas las cosas valiosas y
útiles, y este cretino tira mi dinero en comprar no sé qué mierda. Con mi aspecto.
Estoy acabado, he perdido mi dinero, he perdido mi reputación de mercader. No,
estoy harto. Préstame tu espada, Geralt. Me lo cargo aquí mismo.
Las puertas del camaranchón se abrieron rechinando.
—¡Mercader Biberveldt! —cantó la persona que entraba, envuelta en una
toga púrpura que colgaba de la delgada figura como de un palo. En la cabeza
tenía un sombrerillo de terciopelo con la forma de un orinal vuelto del revés—.
¿Está aquí el mercader Biberveldt?
—Sí —respondieron al mismo tiempo los dos medianos.
Al instante siguiente, uno de los Dainty Biberveldt arrojó el contenido de una
jarra sobre el rostro del brujo, dio un hábil puntapié a la silla de Jaskier y se
escurrió por debajo de la mesa en dirección a la puerta, derribando en su camino
al personaje del ridículo sombrero.
—¡Fuego! ¡Socorro! —gritó al entrar en la sala común—. ¡Asesinos! ¡Se
quema!
Geralt se quitó la espuma y se echó tras él, pero el segundo de los Biberveldt,
arrastrándose también hacia la puerta, se resbaló en el serrín y le cay ó entre los
pies. Ambos quedaron tendidos en el mismo umbral. Jaskier, saliendo de debajo
de la mesa, blasfemaba horriblemente.
—¡Asaltooo! —gritó desde el suelo el delgado personaje, enredado en su toga
púrpura—. ¡Asaaaltooo! ¡Bandidooos!
Geralt se retorció bajo el mediano, entró en la taberna, vio cómo el doppler,
entrechocándose con los clientes, salía a la calle. Se echó a por él, sólo para
golpearse con un elástico, aunque sólido, muro de personas que le cerraba el
paso. Pudo tumbar a uno, sucio de barro y apestando a cerveza, pero el resto lo
inmovilizó en el férreo abrazo de unas fuertes manos. Se revolvió con rabia, y
entonces hubo un chasquido seco de hilos que estallan y cuero rasgado y notó
más suelto el sobaco derecho. El brujo blasfemó, dejando de retorcerse.
—¡Lo tenemos! —gritaron los albañiles—. ¡Tenemos al bellaco! ¿Qué
hacemos, señor maestro?
—¡Cal! —chilló el maestro, levantando la cabeza de la mesa y mirando
alrededor con ojos que no veían.
—¡Guardiaaa! —gritó el de la púrpura, arrastrándose a gatas—. ¡Asalto a un
funcionario! ¡Guardia! ¡Al cadalso vas a ir por esto, belitre!
—¡Lo tenemos! —gritaron los albañiles—. ¡Lo tenemos, señor!
—¡No es éste! —chilló el personaje de la toga—. ¡Agarrad al truhán!
¡Perseguidlo!
—¿A quién?
—¡A Biberveldt, el mediano! ¡Tras él, tras él! ¡Al calabozo con él!
—Despacio, despacio —dijo Dainty, saliendo de la alcoba—. ¿Qué decís,
señor Schwann? No os llenéis los morros con mi apellido. Y no deis la alarma, no
hay necesidad alguna.
Schwann se calló, miró al mediano con asombro. Jaskier salió del
camaranchón con el sombrerito ladeado y mirando a su laúd. Los albañiles,
susurrando entre ellos, soltaron por fin a Geralt. El brujo, aunque estaba muy
enojado, se limitó a escupir abundantemente en el suelo.
—¡Señor mercader Biberveldt! —dijo con voz aguda Schwann, guiñando sus
ojos miopes—. ¿Qué significa esto? Atacar a un funcionario municipal os puede
salir muy caro... ¿Quién era ése? ¿El mediano que se ha escabullido?
—Un primo —dijo con rapidez Dainty —. Mi primo lejano...
—Sí, sí —le apoy ó presto Jaskier, sintiéndose en su elemento—. Un primo
lejano de Biberveldt. Conocido como el Grillado-Biberveldt. La oveja negra de la
familia. Siendo niño se cay ó a un pozo. Seco. Pero, por desgracia le cay ó el cubo
en la cabeza. Por lo general es tranquilo, sólo al ver el púrpura se vuelve loco.
Pero no hay de qué preocuparse porque se serena ante la vista de los rojos
cabellos de un pubis femenino. Por eso se fue directo hacia el Passiflora. Os digo,
señor Schwann...
—Basta, Jaskier —silbó el brujo—. Cierra el pico, coño.
Schwann se estiró la toga, la limpió de serrín y se enderezó, adoptando una
expresión de arrogancia.
—Sííí —dijo—. Sed más cuidadoso con los parientes, mercader Biberveldt,
porque vos mismo al fin y al cabo sois responsable. Si presentara una denuncia...
Pero no tengo tiempo. Estoy aquí por asuntos de servicio. En nombre de la
autoridad municipal os reclamo el pago de los impuestos.
—¿Eh?
—Impuestos —repitió el funcionario y puso los labios en una mueca que
seguramente había visto a alguien mucho más importante que él—. ¿Qué mosca
os ha picado? ¿Os ha soltado alguna el primo? Si se hacen negocios, hay que
pagar impuestos. O se le mete a uno en la mazmorra.
—¿Yo? —rugió Dainty —. ¿Yo, negocios? ¡Si yo no tengo más que pérdidas, su
puta madre! Yo...
—Cuidado, Biberveldt —susurró el brujo, y Jaskier le atizó al mediano un
puntapié disimuladamente en su peluda espinilla. El mediano tosió.
—Claro está —dijo, intentando forzadamente extraer una sonrisa de su rostro
mofletudo—. Claro está, señor Schwann. Si se hacen negocios, hay que pagar
impuestos. Buenos negocios, muchos impuestos. Y al contrario, me imagino.
—No soy y o quien ha de valorar vuestros negocios, señor mercader. —El
funcionario hizo un gesto de desagrado y se sentó a la mesa. De las profundas
entrañas de la túnica sacó un ábaco y un manojo de pergaminos que desplegó
sobre la mesa, la cual había limpiado antes con la manga—. Yo sólo he de contar
y cobrar. Sííí... Hagamos entonces la cuenta... Van a ser... hmmm... Bajo dos,
me quedo uno... Sííí... Mil quinientas cincuenta coronas y veintidós coppecs.
De la garganta de Dainty Biberveldt se escapó un ronquido sordo. Los
albañiles murmuraron asombrados. El posadero dejó la bandeja. Jaskier suspiró.
—Va, entonces, hasta la vista, compadres —dijo el mediano agriamente—. Si
alguien pregunta por mí, decidle que estoy en la mazmorra.
II
—Hasta mañana, al mediodía —gimió Dainty —. Y ese hijo de perra, ese
Schwann, así se atragante, el viejo asqueroso, podría haberme prolongado el
plazo. Más de mil quinientas coronas, ¿de dónde saco yo hasta mañana tanta tela?
¡Estoy acabado, arruinado, me pudriré en el trullo! ¡No nos quedemos aquí,
joder, os digo, vayamos a por ese granuja de doppler! ¡Tenemos que cogerlo!
Estaban sentados los tres en el brocal de mármol del estanque de una fuente
que no corría y que ocupaba el centro de una placita no muy grande, entre casas
señoriales imponentes, aunque extraordinariamente faltas de gusto. El agua del
estanque era verde y estaba muy sucia, los pececillos dorados que nadaban entre
los desechos hacían grandes esfuerzos con sus aletas y boquillas abiertas para
tomar aire de la superficie. Jaskier y el mediano masticaban unos frisuelos que el
trovador acababa de birlar de un puesto callejero.
—En tu lugar —dijo el bardo—, dejaría la persecución a un lado y empezaría
a buscar a alguien que te pudiera prestar el dinero. ¿Qué vas a sacar si atrapas al
doppler? ¿Piensas que Schwann lo va a aceptar como equivalente?
—Tontunas dices, Jaskier. Si atrapo al doppler le quitaré mi dinero.
—¿Qué dinero? Lo que tenía en la talega se ha ido en pagar los destrozos y en
el soborno de Schwann. Más no tenía.
—Jaskier —frunció el ceño el mediano—. En cuestión de poesía puede que
algo sepas, pero lo que es en asuntos comerciales, perdóname, pero eres un
completo zopenco. ¿Oíste qué impuestos me calculó el Schwann? ¿Y de qué se
pagan los impuestos? ¿Eh? ¿De qué?
—De todo —afirmó el poeta—. Yo, hasta por cantar pago. Y un pimiento les
importan mis explicaciones de que canto por necesidad interior.
—Tontunas, te digo. En los negocios se pagan impuestos por los beneficios.
Por los beneficios. ¡Jaskier! ¿Entiendes? Este granuja de doppler se sirvió de mi
persona y se metió en algún negocio, con toda certeza una estafa. ¡Y ganó
mucho con ello! ¡Hizo beneficios! ¡Y yo voy a tener que pagar impuestos y
además, seguro que cubrir las deudas de ese miserable, si las hizo! ¡Y si no pago,
me meterán en el calabozo, me marcarán con un hierro en público, me
mandarán a las minas! ¡Diablos!
—Ja —dijo alegremente Jaskier—. No tienes entonces salida, Dainty. Tienes
que escapar en secreto de la ciudad. ¿Sabes qué? Tengo una idea. Te envolvemos
completamente en una piel de carnero. Cruzas la puerta balando: « Soy una
oveja, bee, bee» . Nadie te reconocerá.
—Jaskier —dijo sombrío el mediano—. Cierra el pico o te meto una patada.
¿Geralt?
—¿Qué, Dainty ?
—¿Me ayudarás a cazar al doppler?
—Escucha —dijo el brujo, todavía intentando sin éxito coser la manga
desgarrada de su gabán—. Esto es Novigrado. Treinta mil habitantes, humanos,
enanos, medioelfos, medianos y gnomos, seguramente otros tantos forasteros.
¿Cómo pretendes encontrar a alguien entre tal muchedumbre?
Dainty tragó el frisuelo, se chupó los dedos.
—¿Y la magia, Geralt? ¿Esos encantamientos brujeriles vuestros, sobre los
que corren tantas leyendas?
—Es posible descubrir al doppler con magia sólo bajo su propia forma, y él
no camina por las calles bajo su propia forma. E incluso si así fuera, la magia no
serviría para nada porque alrededor hay una gran cantidad de débiles señales
mágicas. Una de cada dos casas tiene una cerradura mágica en la puerta y tres
cuartos de las personas llevan amuletos de lo más diverso, contra los ladrones, las
pulgas, las intoxicaciones alimentarias... imposible contarlos.
Jaskier pasó los dedos por el mástil del laúd, rasgueó las cuerdas.
—¡Vuelve la primavera, que a cálida lluvia huele! —cantó—. No, no está
bien. Vuelve la primavera, que a sol... No, voto a tal. No me sale. Ni pizca...
—Deja de chillar —gruñó el mediano—. Me atacas los nervios.
Jaskier echó a los pececillos las sobras del frisuelo y escupió al estanque.
—Mirad —dijo—. Peces dorados. Se dice que tales peces conceden deseos.
—Éstos son rojos —advirtió Dainty.
—Qué más da, eso son minucias. Joder, somos tres y ellos conceden tres
deseos. Tocamos a uno por cabeza. ¿Qué, Dainty? ¿No desearías que los
pececillos te pagaran los impuestos?
—Por supuesto. Y además de eso, que algo cayera del cielo y le rompiera la
crisma al doppler. Y aún...
—Quieto, quieto. Nosotros también tenemos deseos. Yo deseo que los
pececillos me digan el final del romance. ¿Y tú, Geralt?
—Déjame en paz, Jaskier.
—No nos agües la fiesta, brujo. Di, ¿qué es lo que deseas?
El brujo se levantó.
—Deseo —murmuró— que el hecho de que justo ahora estén intentando
rodearnos sea tan sólo un malentendido.
Del callejón frente a la fuente salieron cuatro personajes vestidos de negro,
con sombreros redondos de cuero, dirigiéndose hacia la fuente a paso lento.
Dainty maldijo en voz baja mientras los contemplaba.
De las calles a su espalda salieron otros cuatro. Éstos no se acercaron más, se
dispersaron, bloqueando las callejas. En las manos tenían unos rollos de aspecto
extraño, como si fueran pedazos de cables enrollados. El brujo miró alrededor,
movió los hombros para acomodar la espada colgada a la espalda. Jaskier gimió.
Desde detrás de los negros personajes salió un hombre no muy alto embutido
en un caftán blanco y un corto abrigo gris. Una cadena de oro en su cuello
brillaba al ritmo de sus pasos, destellando reflejos dorados.
—Chappelle... —se lamentó Jaskier—. Es Chappelle...
Los negros personajes detrás de ellos comenzaron a andar lentamente hacia
la fuente. El brujo hizo ademán de sacar la espada.
—No, Geralt —susurró Jaskier, acercándose a él—. Por los dioses, no saques
el arma. Es la guardia del santuario. Si les ofrecemos resistencia no saldremos
vivos de Novigrado. No toques la espada.
El hombre del caftán blanco fue hacia ellos a paso vivo. Los negros
personajes le siguieron, en una marcha que rodeó el estanque, tomando
posiciones estratégicas, marcadas con precisión. Geralt los observó con atención,
enderezándose ligeramente. Los extraños rollos que tenían en las manos no eran,
como había juzgado, látigos comunes y corrientes. Eran lamias.
El hombre del caftán blanco se acercó.
—Geralt —susurró el bardo—. Por todos los dioses, mantén la calma.
—No me dejaré tocar —murmuró el brujo—. No me dejaré tocar, me da
igual quiénes sean. Cuidado, Jaskier... Cuando empiece la cosa, corred tanto
como os dejen los pies. Yo los detendré... por algún tiempo...
Jaskier no respondió. Echando el laúd a la espalda, se inclinó profundamente
ante el hombre del caftán blanco, ricamente bordado con hilos de oro y plata
siguiendo un diseño de pequeños mosaicos.
—Honorable Chappelle...
El individuo llamado Chappelle se detuvo, pasó la vista por ellos. Sus ojos,
como advirtió Geralt, eran terriblemente fríos y tenían color de acero. La frente
era pálida, cuajada de un sudor enfermizo, tenía en las mejillas unas manchas de
rubor rojas e irregulares.
—Don Dainty Biberveldt, mercader —dijo—. El talentoso don Jaskier. Y
Geralt de Rivia, un representante del poco habitual gremio de los brujos. ¿Un
encuentro de antiguos amigos? ¿Aquí, en Novigrado?
Nadie respondió.
—Como grande desgracia considero el hecho —siguió Chappelle— de que
hay an presentado una denuncia contra vosotros.
Jaskier palideció ligeramente, y al mediano le castañetearon los dientes. El
brujo no miraba a Chappelle. No levantaba la vista de las armas de los negros
personajes de sombreros de cuero que rodeaban la fuente. En la mayor parte de
los países que Geralt conocía, la fabricación y la posesión de lamias anilladas,
llamadas látigos de Mayhen, estaban totalmente prohibidas. Novigrado no era
una excepción. Geralt había visto personas a las que les habían golpeado con una
lamia en el rostro. Aquellos rostros eran imposibles de olvidar.
—El dueño de La Punta de Lanza —continuó Chappelle— tuvo el descaro de
acusar a vuesas mercedes de complots con un demonio, un monstruo al que se
nombra cambión o vexling.
Nadie respondió. Chappelle se colocó la mano en el pecho y les dirigió una
fría mirada.
—Me siento obligado a avisaros de tal denuncia. Os informo también de que
el mencionado posadero ha sido arrojado al calabozo. Existe la sospecha de que
ha fantaseado por el influjo de la birra o el aguardiente. Cierto, qué no es lo que
no se inventará la gente. En primer lugar, no existen los vexling. Es un invento de
campesinos supersticiosos.
Nadie dijo nada.
—En segundo lugar, ¿qué vexling se hubiera atrevido a acercarse a un brujo
—sonrió Chappelle— sin ser muerto inmediatamente? ¿Verdad? La acusación del
tabernero sería poco más que risible, de no ser por cierto detalle importante.
Chappelle alzó la cabeza, haciendo una notable pausa. El brujo oy ó cómo
Dainty dejaba escapar poco a poco el aire atrapado en los pulmones en una
profunda aspiración.
—Sí, cierto detalle importante —repitió Chappelle—. A saber, tenemos aquí
herejía y blasfemia contra lo sagrado. Pues es sabido que ningún, absolutamente
ningún vexling, como ningún otro monstruo, podría acercarse a los muros de
Novigrado porque aquí, en diecinueve santuarios, arde el Fuego Eterno, cuyo
sagrado poder guarda la ciudad. Quien afirme que vio un vexling en La Punta de
Lanza, a un tiro de piedra del altar principal del Fuego Sagrado, ése es un
blasfemo y hereje y habrá de retirar sus palabras. Si acaso no quisiera retirarlas,
se le ay uda a ello en la medida de las fuerzas y medios que, creedme, tenemos a
mano en los calabozos. Como veis, no hay de qué preocuparse.
El aspecto de los rostros de Jaskier y del mediano demostraba a todas luces
que ambos tenían otra opinión.
—No hay absolutamente ningún motivo para inquietarse —repitió Chappelle
—. Pueden los señores dejar Novigrado sin impedimento alguno. No los vamos a
retener. Debo, sin embargo, insistir en que vuesas mercedes no hablen a nadie
acerca de las lamentables fantasías del posadero, que no comenten estos
acontecimientos. Afirmaciones que denigren la Fuerza divina del Fuego Eterno,
independientemente de sus intenciones, nosotros, modestos servidores de la
iglesia, habríamos de tomarlas como herejía, con todas sus consecuencias. Las
propias creencias religiosas de vuesas mercedes, cualesquiera que sean y a las
que y o respeto, no importan. Creed en lo que queráis. Yo soy tolerante en tanto
en cuanto alguien honra al Fuego Eterno y no blasfema contra él. Y si blasfema,
lo mando quemar y eso es todo. Todos en Novigrado son iguales ante la ley. Y la
ley es igual para todos: aquel que blasfeme contra el Fuego Eterno va a la
hoguera, y sus pertenencias le serán confiscadas. Pero basta. Repito, podéis
cruzar las puertas de Novigrado sin estorbo. Lo mejor...
Chappelle sonrió ligeramente, sus mejillas adoptaron un gesto de astucia, pasó
la mirada por la plaza. Los pocos paseantes que observaban el suceso apretaron
el paso, volvieron la cabeza con rapidez.
—... lo mejor —terminó Chappelle—, lo mejor, ahora mismo.
Inmediatamente. Por supuesto, en relación con el respetado mercader Biberveldt
tal « inmediatamente» significa « inmediatamente después de poner en regla sus
impuestos» . Les agradezco a los señores el tiempo que me han concedido.
Dainty, dándose la vuelta, movió los labios sin expulsar sonido. Al brujo no le
cupo duda alguna de que tal palabra sin sonido había sido « hijoputa» . Jaskier
bajó la cabeza, sonriéndose como un tonto.
—Señor brujo —dijo de pronto Chappelle—. Si me hacéis la merced, unas
palabrejas a solas.
Geralt se acercó. Chappelle sacó un poco la mano. Si toca mi brazo, lo tumbo,
pensó el brujo. Lo tumbo, aunque no sé qué pasará después.
Chappelle no tocó el brazo de Geralt.
—Señor brujo —dijo en voz baja, dando la espalda a los otros—. Sé que otras
ciudades, a diferencia de Novigrado, carecen de la protección divina del Fuego
Eterno. Pongamos, pues, que un ser parecido a un vexling ronda por una de tales
ciudades. Por curiosidad, ¿cuánto cobraríais por capturar vivo al vexling?
—No me ocupo de cazar monstruos en ciudades habitadas. —El brujo
encogió los hombros—. Podría quizá sufrir daño algún inocente.
—¿Y tanto os interesa la suerte de los inocentes?
—Tanto me interesa. Porque por lo general se me carga con la
responsabilidad por su suerte. Y se me amenaza con las consecuencias.
—Entiendo. ¿Y no sería esa preocupación por la suerte de los inocentes
inversamente proporcional a la cantidad de la paga?
—No lo sería.
—Tu tono, brujo, no me gusta demasiado. Pero no importa, entiendo lo que
sugieres con ese tono. Sugieres que no quieres hacer... lo que podría pedirte, por
lo que la cantidad de la paga no tiene significado. ¿Y el género de la paga?
—No entiendo.
—No lo creo.
—Aun así.
—Puramente teórico —dijo Chappelle, bajito, tranquilo, sin maldad o
amenaza en la voz—, sería posible que la paga por tus servicios fuera la garantía
de que tú y tus amigos saldríais vivos de... esa ciudad teórica. Entonces, ¿qué?
—A esa pregunta —el brujo adoptó una sonrisa pavorosa— no se puede
responder teóricamente. La situación de la que hablas, honorable Chappelle,
convendría comprobarla en la práctica. No tengo prisa ninguna por ello, pero si
hiciera falta... Si no hubiera otra salida... Estoy listo a ejercitarla.
—Ja, y puede que tengas razón —respondió, impasible, Chappelle—.
Teorizamos demasiado. En cuanto a la práctica, veo que no habrá colaboración.
¿Y puede que esto esté bien? En cualquier caso alimento la esperanza de que esto
no vaya a ser causa de conflicto entre nosotros.
—Yo también —dijo Geralt— alimento tal esperanza.
—Entonces que arda en nosotros esa esperanza, Geralt de Rivia. ¿Sabes lo que
es el Fuego Eterno? ¿La llama que no se apaga, el símbolo de perduración, el
camino a seguir en las tinieblas, la promesa de progreso, de un mañana mejor?
El Fuego Eterno, Geralt, es la esperanza. Para todos, para todos sin excepción.
Porque si hay algo que sea compartido... por ti, por mí... por otros... es
justamente la esperanza. Recuérdalo. Encantado de haberte conocido, brujo.
Geralt se inclinó ceremoniosamente, en silencio. Chappelle le miró un
segundo, luego se dio la vuelta con energía y marchó a través de la plaza, sin
mirar a su escolta. Los hombres armados con lamias se movieron tras él,
formando una columna.
—Ay, madrecita de mis entrañas —lloriqueó Jaskier, mirando asustado a los
que se iban—. Cuidado que tuvimos suerte. Si es que se ha acabado. Porque
puede que nos agarren ahora...
—Tranquilízate —dijo el brujo— y deja de quejarte. Al fin y al cabo no ha
pasado nada.
—¿Sabes quién era ése, Geralt?
—No.
—Ése era Chappelle, el vicario para asuntos de seguridad. El servicio secreto
de Novigrado está sujeto a la iglesia. Chappelle no es sacerdote sino la eminencia
gris de la jerarquía, el más poderoso y peligroso individuo de la ciudad. Todos,
incluso el Concejo y los gremios se cagan de miedo ante él porque es un canalla
de pura cepa, Geralt, embriagado de poder como las arañas de sangre. Aunque
en voz baja, se habla en la localidad sobre lo que es capaz de hacer. La gente
desaparece sin dejar huella. Falsas acusaciones, torturas, asesinatos secretos,
terror, chantaje y robo normal y corriente. Coacción, estafa y chanchullos. Por
los dioses, en bonita historia nos has metido, Biberveldt.
—Tranquilo, Jaskier —bufó Dainty—. ¡Justamente tú eres quien no tiene que
tener miedo! Nadie toca a un trovador. Por motivos que desconozco sois
intocables.
—Un poeta intocable —gimió Jaskier, aún pálido— también puede, en
Novigrado, caer bajo las ruedas de un carro desbocado, envenenarse
mortalmente con un pescado o por su mala fortuna ahogarse en el interior del
foso. Chappelle es especialista en tales accidentes. El que haya hablado con
nosotros lo considero inédito. Una cosa es segura: no lo ha hecho sin ningún
motivo. Trama algo. Ya veréis, enseguida nos van a colgar algo, nos atraparán y
se pondrán a torturarnos bajo la majestad de la ley. ¡Así se hace aquí!
—En eso que dice —le habló el mediano a Geralt— hay mucho de verdad.
Tenemos que tener cuidado. ¡Que un canalla como ese Chappelle todavía holle la
tierra! Desde hace años se dice que está enfermo, que la sangre se le envenena y
todos están esperando a ver cuándo estira la pata...
—Cállate, Biberveldt —susurró con miedo el trovador, mirando a su
alrededor— porque en cualquier momento te puede oír alguien. Mirad cómo
todos nos contemplan. Larguémonos de aquí, os digo. Y aconsejo que nos
tomemos en serio lo que nos dijo Chappelle sobre el doppler. Yo, por ejemplo, en
mi vida he visto ningún doppler, si es necesario lo juraré por el Fuego Eterno.
—Mirad —dijo de pronto el mediano—. Alguien corre hacia nosotros.
—¡Huy amos! —chilló Jaskier.
—Tranquilo, tranquilo —sonrió ampliamente Dainty, y se pasó los dedos por
la melena—. Lo conozco. Es Almízclete, un mercader local, tesorero del
Gremio. Hemos hecho negocios juntos. ¡Eh, mirad qué cara pone! ¡Como si se
hubiera cagado en los pantalones! ¡Eh, Almízclete! ¿Me buscas a mí?
—¡Por el Fuego Eterno! —jadeó Almízclete, echando hacia atrás la gorrilla
de piel de zorro y limpiándose la frente con una manga—. Estaba seguro de que
te habían metido en la barbacana. Cierto, un milagro es. Estoy asombrado...
—Muy amable de tu parte —le cortó el mediano con acritud— por
asombrarte. Alégranos aún más y cuéntanos por qué.
—No te hagas el tonto, Biberveldt. —Almizclete frunció el ceño—. Toda la
ciudad ya sabe qué negocio has hecho con las cochinillas. Todos hablan de ello, y,
claro, a las autoridades les ha llegado y a Chappelle, que algún listeras, algún tío
hábil ganó gracias a lo que ha pasado en Poviss.
—¿De qué coño hablas, Almizclete?
—Oh, dioses, deja ya, Dainty, de mover la cola y decir que nones.
¿Compraste cochinillas? ¿Casi gratis, a cinco y veinte la fanega? Las compraste.
Aprovechando la poca demanda, pagaste con un aval de cambio, ni un real de
dinero líquido metiste en ello. ¿Y qué? En un solo día colocaste toda la carga por
cuatro veces su precio, por dinero contante y sonante encima de la mesa. ¿Vas a
tener el descaro de afirmar que se trata de una casualidad, que es pura suerte?
¿Que cuando compraste las cochinillas no tenías ni pajolera idea del golpe en
Poviss?
—¿De qué? Pero ¿de qué hablas?
—¡En Poviss hubo un golpe! —gritó Almizclete—. ¡Y esa, cómo se llama,
sí... revoloción! ¡Derrocaron al rey Rhyd, ahora gobierna allí el clan de los
Thy ssenidos! La corte, la nobleza y el ejército de Rhyd iban de azul, y por eso
las tenerías de allí sólo índigo compraban. Pero el color de los Thyssenidos es el
escarlata, así que el índigo se ha abaratado y las cochinillas se han puesto por las
nubes, ¡y así ha salido a la luz que justamente tú, Biberveldt, tienes tus zarpas
puestas en el único cargamento que hay a mano! ¡Ja!
Dainty callaba, abatido.
—Listeras, Biberveldt, no se puede decir que no —siguió Almizclete—. Y ni
palabra a nadie, ni siquiera a los amigos. Si hubieras dicho algo, puede que todos
hubiéramos ganado, incluso una factoría conjunta hubiéramos podido poner.
Pero, no, tú preferías solo, sin decir ni pío. Como quieras, pero no cuentes
conmigo nunca más. Por el Fuego Sagrado, verdad es que todos los medianos son
unos canallas egoístas y unas mierdas de perro. A mí Vimme Vivaldi nunca me
da un aval de cambio, ¿y a ti? Sin pensarlo. Sois todos la misma banda, vosotros,
inhumanos de mierda, que sois como veletas, medianos y enanos. ¡Así os cojáis
la peste!
Almízclete escupió, dio la vuelta sobre sus talones y se fue. Dainty, pensativo,
se rascó la cabeza, haciendo rechinar sus cabellos.
—Algo se me ocurre, muchachos —dijo por fin—. Ya sé lo que tenemos que
hacer. Vamos al banco. Si alguien puede entender algo de todo esto, ese alguien
es justamente mi amigo, el banquero Vimme Vivaldi.
III
—Me imaginaba los bancos de otra manera —susurró Jaskier, mirando el
establecimiento—. ¿Dónde guardan el dinero, Geralt?
—El diablo lo sabe —respondió en voz baja el brujo, escondiendo la manga
rota del gabán—. ¿Quizás en el sótano?
—Y una mierda. He estado mirando todo, aquí no hay sótano.
—Entonces en la troje.
—Por favor, pasad a la oficina —dijo Vimme Vivaldi.
Los jóvenes humanos y los enanos de edad desconocida sentados ante largas
mesas estaban ocupados en cubrir pliegos de pergamino con filas de cifras y
letras. Todos sin excepción tenían la espalda doblada y sacaban un poco la
lengua. El trabajo, le parecía al brujo, era diabólicamente monótono, pero
parecía absorber por completo a los empleados. En un rincón, en un escabel
bajito, se sentaba un abuelete con aspecto de pordiosero ocupado en afilar las
plumas. No le iba demasiado bien.
El banquero cerró con cuidado la puerta del despacho, se acarició la larga,
blanca y bien cuidada barba, aquí y allá manchada de tinta, y se colocó la
almilla de terciopelo color burdeos, abrochándosela con dificultad sobre su
considerable barriga.
—¿Sabéis, señor Jaskier? —dijo, sentándose tras una enorme mesa de caoba
repleta de pergaminos—. Os imaginaba completamente distinto. Y conozco
vuestras canciones, las conozco, las he oído. Sobre la reina Vanda, que se ahogó
en un río de Mierde, porque nadie la quería. Y sobre el pájaro martinete, que se
cayó a un retrete...
—Eso no es mío. —Jaskier enrojeció de rabia—. ¡En mi vida he escrito algo
así!
—Ah. Entonces, perdón.
—¿Podríamos ir al grano? —terció Dainty—. El tiempo vuela y vosotros
diciendo chorradas. Estoy metido en un buen lío, Vimme.
—Me lo imaginaba —afirmó con la cabeza el enano—. Como recordarás, te
lo advertí, Biberveldt. Te dije hace tres días que no pusieras dinero en ese aceite
rancio. ¿Qué más da que fuera barato? El precio nominal no es importante, lo
importante es el nivel de beneficio al venderlo. Lo mismo con esa esencia de
rosas y esa cera y esas escudillas de barro. ¿Qué mosca te picó, Dainty, para
comprar esa porquería, y además con dinero contante y sonante, en vez de,
como es razonable, pagar a crédito o con una letra de cambio? Te dije, los costes
de almacenaje son aquí en Novigrado terriblemente altos, en dos semanas
superarán el valor de tu mercancía y tú...
—Ya —gimió en voz baja el mediano—. Di, Vivaldi. ¿Yo qué?
—Y tú a esto, que no tenga miedo, que vas a vender todo en el curso de
veinticuatro horas. Y ahora vienes aquí y me dices que estás en dificultades,
además desarmando con tu estúpida sonrisa. No funciona, ¿verdad? Y los costes
suben, ¿eh? Ja, no está bien, no está bien. ¿Cómo te tengo que sacar de ésta,
Dainty ? Si por lo menos hubieras asegurado esa basura, mandaría ahora a alguno
de mis empleados a que prendiera fuego a la mercancía a escondidas. No,
amigo, lo único que se puede hacer es aproximarse al asunto filosóficamente, o
sea, decirse a sí mismo: « Se lo comió el gato» . Así son los negocios, a veces se
gana, a veces se pierde. ¿Qué es al fin y al cabo ese dinero, ese aceite, esa cera
y esa esencia? No valen un pimiento. Hablemos de negocios más importantes.
Dime si tengo que vender la corteza de mimosas, porque las ofertas han
comenzado a estabilizarse a cinco y cinco sextos.
—¿Eh?
—¿Estás sordo? —El banquero frunció el ceño—. La última oferta es justo
cinco y cinco sextos. Has vuelto, espero, para dar la orden. Siete no te va a dar
nadie, Dainty.
—¿He vuelto?
Vivaldi se acarició la barba y se quitó de ella unas migas de pan.
—Estuviste aquí hace una hora —dijo despacio— con la orden de aguantar
hasta siete. Siete veces el precio que pagaste por ello, son dos coronas cuarenta y
cinco coppecs por libra. Es demasiado alto, Dainty, incluso para un mercado tan
increíble como con el que te has topado. Los curtidores deben de haberse puesto
de acuerdo ya y van a aguantar los precios. Apostaría mi cabeza...
Las puertas se abrieron y al despacho entró algo con un sombrero de fieltro
verde y un abrigo de piel de conejos manchos, ceñido por un cinturón de tomiza
de cáñamo.
—¡El mercader Sulimir da dos coronas quince! —gritó.
—Seis y un sexto —calculó instantáneamente Vivaldi—. ¿Qué hacemos,
Dainty ?
—¡Vender! —gritó el mediano—. ¿Seis veces su precio y tú aún te lo piensas,
leches?
Al despacho entró un segundo algo, con un sombrerillo gualda y un chaquetón
que recordaba un saco viejo. Como el primer algo, medía alrededor de dos codos
de altura.
—¡El mercader Biberveldt ordena no vender por debajo de siete! —gritó, se
limpió la nariz con la manga y salió corriendo.
—Ajá —dijo el enano después de un largo rato de silencio—. Un Biberveldt
manda vender, otro Biberveldt manda esperar. Interesante situación. ¿Qué
hacemos, Dainty ? Ahora mismo nos vas a aclarar si esperamos a que un tercer
Biberveldt ordene cargar la corteza en una galera y llevarla al País de los
Cinocéfalos. ¿Eh?
—¿Qué es eso? —dijo Jaskier señalando al algo del sombrero verde, que
todavía estaba de pie junto a la puerta—. ¿Qué es eso, joder?
—Un gnomo joven —dijo Geralt.
—Indudablemente —confirmó Vivaldi con sequedad—. No es un troll viejo,
desde luego. No importa al fin y al cabo lo que sea. Vamos, Dainty, te escucho.
—Vimme —dijo el mediano—. Te lo pido por favor. No hagas preguntas.
Algo horrible ha pasado. Supón simplemente que yo, Dainty Biberveldt de
Centinodia del Prado, no tengo ni idea de lo que está pasando. Cuéntame todo,
con detalles. Los acontecimientos de los tres últimos días. Por favor, Vimme.
—Interesante —dijo el enano—. Bueno, pero por la comisión que me gano,
estoy obligado a cumplir los deseos del mandante, sean los que sean. Escucha
entonces. Entraste aquí hace tres días, sofocado, me diste en depósito mil coronas
y me pediste una letra de cambio de hasta dos mil quinientas veinte, al portador.
Te di la letra.
—¿Sin garantías?
—Sin. Me caes bien, Dainty.
—Sigue, Vimme.
—Al día siguiente por la mañana entraste a trompicones pidiendo que te
abriera un crédito en un banco en Wyzima. Por la no pequeña suma de tres mil
quinientas coronas. El beneficiario había de ser, por lo que recuerdo, un tal Ther
Lukokian, alias Trufas. Bueno, y te abrí el crédito.
—Sin garantías —dijo el mediano con esperanza en la voz.
—Mi simpatía hacia ti, Biberveldt —suspiró el banquero— se acaba alrededor
de las tres mil coronas. Esta vez me diste la garantía escrita de que en caso de
impago el molino sería mío.
—¿Qué molino?
—El molino de tu suegro, Arno Hardbottom, en Centinodia del Prado.
—No volveré a casa —anunció Dainty sombrío, pero decidido—. Me alistaré
en algún barco y me haré pirata.
Vimme Vivaldi se rascó la oreja y le miró con recelo.
—Eeeh —dijo—. Hace mucho ya que recuperaste y rompiste esa garantía.
Eres solvente. No me extraña, con tales beneficios.
—¿Beneficios?
—Cierto, lo olvidaba —murmuró el enano—. No debiera asombrarme de
nada. Hiciste un buen negocio con las cochinillas, Biberveldt. Porque ¿sabes?, en
Poviss hubo un golpe...
—Ya lo sé —le interrumpió el mediano—. El índigo se abarató y la cochinilla
subió de precio. Y y o he ganado con ello. ¿Es verdad, Vimme?
—Verdad. Tienes en mi casa en depósito seis mil trescientas cuarenta y seis
coronas y ochenta coppecs. Neto, después de descontar mi comisión y los
impuestos.
—¿Has pagado mis impuestos?
—¿Y cómo podría hacer otra cosa? —se asombró Vivaldi—. Pues si hace una
hora estuviste aquí y me mandaste pagar. Un empleado ya ha llevado toda la
suma al ay untamiento. Algo así como mil quinientas, porque la venta de los
caballos estaba incluida en ello, por supuesto.
La puerta se abrió con un estruendo y al despacho entró algo con un gorro
muy sucio.
—¡Dos coronas treinta! —aulló—. ¡El mercader Hazelquist!
—¡No vendáis! —gritó Dainty—. ¡Esperaremos a mejor precio! ¡En
marcha, los dos de vuelta a la bolsa!
Los dos gnomos agarraron las monedillas de cobre que les lanzó el enano y
desaparecieron.
—Sííí... ¿en qué me he quedado? —dijo, pensativo, Vivaldi, jugueteando con
un enorme y extrañamente formado cristal de amatista que le servía de
pisapapeles—. Ajá, en las cochinillas compradas con la letra de cambio. Y el
crédito, que he mencionado antes, te era necesario para comprar un enorme
cargamento de corteza de mimosa. Compraste un montón de esto, pero muy
barato, a treinta y cinco coppecs por libra, de un factor de Zangwebar, el tal
Trufas o Cagarrias. La galera llegó al puerto ayer. Y entonces comenzó todo.
—Me lo imagino —gimió Dainty.
—¿Para qué es necesaria la corteza de mimosa? —no aguantó Jaskier.
—Para nada —murmuró sombrío el mediano—. Por desgracia.
—La corteza de mimosa, señor poeta —explicó el enano— es el adobo que se
usa para curtir las pieles.
—Si alguien fuera tan idiota —se entrometió Dainty — como para comprar
corteza de mimosa de ultramar, cuando en Temeria se puede comprar de roble
por casi nada.
—Y aquí justamente yace el vampiro enterrado —dijo Vivaldi—. Porque en
Temeria los druidas acaban de anunciar que si no termina de inmediato la
destrucción de los robles, enviarán al país una plaga de langosta y de ratas. Las
dríadas apoy an a los druidas, y el rey de allí tiene debilidad por las dríadas. En
pocas palabras: desde ay er hay un completo embargo de roble temerio, por eso
la mimosa está por las nubes. Tenías buena información, Dainty.
Desde la oficina les llegó un ruido de pasos después del cual entró al
despacho, jadeante, un algo con sombrero verde.
—Su merced el mercader Sulimir... —el gnomo tomó aliento— pidió repetir
que el mercader Biberveldt, el mediano, es un jabalí lleno de pelos, un
especulador y un sacadineros y que él, Sulimir, desea a Biberveldt que se
atragante. Da dos coronas cuarenta y cinco y ésta es la última palabra.
—Vender —gritó el mediano—. Venga, pequeño, corre y díselo. Calcula,
Vimme.
Vivaldi metió la mano por debajo del montón de pergaminos y extrajo un
ábaco de enanos, un verdadero prodigio. A diferencia de los ábacos utilizados por
los humanos, los de los enanos tenían una forma de pirámide calada. El ábaco de
Vivaldi, sin embargo, estaba realizado en hilos dorados, a través de los cuales se
deslizaban unas piececitas de rubíes, esmeraldas, ónices y ágatas negras, pulidas
todas ellas en forma de prisma y que encajaban las unas con las otras. Con unos
rápidos y hábiles movimientos del pulgar movió el enano durante un rato las
piedras preciosas hacia arriba, abajo, al lado.
—Esto hace... humm, humm... Menos los costes y mi comisión... menos
impuestos... Sííí. Quince mil seiscientas veintidós coronas y veinticinco coppecs.
No está mal.
—Si calculo bien —dijo lentamente Dainty Biberveldt— entonces, en total,
neto, debo de tener en tu banco...
—Exactamente veintiuna mil novecientas sesenta y nueve coronas y cinco
coppecs. No está mal.
—¿No está mal? —aulló Jaskier—. ¿No está mal? ¡Con esto se puede comprar
una aldea grande o un castillo pequeño! ¡En mi vida he visto tanto dinero junto!
—Yo tampoco —dijo el mediano—. Pero sin tanto fervor, Jaskier. Sucede que
ese dinero todavía no lo ha visto nadie y no está claro que lo vay a a ver nunca.
—Vamos, Biberveldt —se enojó el enano—. ¿De dónde sacas esos
pensamientos tan sombríos? Sulimir pagará en líquido o con letra de cambio, y
las letras de Sulimir son seguras. ¿De qué vas? ¿Tienes miedo de las pérdidas por
el apestoso aceite de hígado de bacalao y por la cera? Con tales beneficios cubres
las pérdidas como si nada...
—No se trata de eso.
—¿De qué, entonces?
Dainte carraspeó, bajó la morena cabeza.
—Vimme —dijo, mirando al suelo—. Chappelle anda tras de nosotros.
El banquero enmudeció.
—Mala cosa —concedió—. Habría que habérselo esperado, sin embargo.
¿Sabes, Biberveldt?, las informaciones de las que te serviste para tus
transacciones no tienen sólo importancia comercial sino también política. Sobre
lo que se estaba cociendo en Poviss y en Temeria nadie sabía nada. Chappelle
tampoco, y a Chappelle le gusta ser el primero. Ahora bien, como te imaginarás,
le da vueltas a la cabeza para dar en cómo lo sabías tú. Y pienso que ya ha caído
en ello. Como y o he caído.
—Interesante.
Vivaldi pasó la mirada por Jaskier y Geralt, arrugó la chata nariz.
—¿Interesante? Interesante es tu compaña, Dainty —dijo—. Un trovador, un
brujo y un mercader. Mis felicitaciones. Don Jaskier viaja de acá para allá,
incluso en las cortes de los rey es y seguro que no pone mal la oreja. ¿Y el brujo?
¿Tu guardia personal? ¿Espantadeudores?
—Conclusiones apresuradas, señor Vivaldi —dijo Geralt con frialdad—. No
estamos juntos.
—Y y o —Jaskier enrojeció— no pongo la oreja en ningún lado. ¡Soy un
poeta, no un espía!
—Se dicen cosas —se enojó el enano—. Cosas muy diversas, don Jaskier.
—¡Mentira! —gritó el trovador—. ¡Una puta mentira!
—Vale, vale, lo creo, lo creo. Sólo que no sé si Chappelle también lo va a
creer. Pero, quién sabe, quizá quede todo en agua de borrajas. Te digo,
Biberveldt, que después del último ataque de apoplejía, Chappelle ha cambiado
mucho. Puede que el miedo a la muerte se le haya metido por el culo y le hay a
obligado a pensar las cosas. Palabra que no es el mismo Chappelle. Se ha hecho
como amable, razonable, tranquilo y... y honrado, diríamos.
—Eeeeh —dijo el mediano—. ¿Chappelle, honrado? ¿Amable? Eso es
imposible.
—Te digo como es —le contradijo Vivaldi—. Y es como digo.
—Por añadidura, ahora la iglesia tiene en la cabeza otro problema que tiene
por nombre Fuego Eterno.
—¿Cómo?
—Por todos lados ha de arder el Fuego Eterno, como se dice. Por todos lados,
en todos los alrededores habrán de ponerse altares consagrados a ese Fuego.
Muchísimos altares. No me preguntes por los detalles, Dainty, no comprendo
demasiado las supersticiones humanas. Pero sé que todos los sacerdotes, y
también Chappelle, no se ocupan prácticamente de otra cosa que de estos altares
y de este fuego. Se están haciendo grandes preparativos. Los impuestos subirán
mucho, seguro.
—Bueno —dijo Dainty —. Mal de muchos...
Las puertas del despacho se abrieron de nuevo y entró el y a conocido algo
con gorro verde y abrigo de conejos.
—El mercader Biberveldt —anunció— ordena comprar más escudillas,
porque hacen falta. El precio no importa.
—Maravilloso —sonrió el mediano, y aquella sonrisa recordaba al morrillo
fruncido de un gato montés rabioso—. Vamos a comprar un montón de
escudillas, la voluntad del señor Biberveldt es una orden para nosotros. ¿Qué más
tenemos que comprar? ¿Coles? ¿Alquitrán? ¿Rastrillos de metal?
—Además de esto —habló roncamente el algo enfundado en un abrigo—, el
mercader Biberveldt pide trescientas coronas en monedas, porque tiene que
pagar sobornos, comer algo y beber cerveza, y en La Punta de Lanza tres
bribones le robaron la bolsa.
—Ah. Tres bribones —dijo Dainty prolongadamente—. Sí, esta ciudad
parece estar llena de bribones. ¿Y dónde, si se puede preguntar, se encuentra el
honorable mercader Biberveldt?
—¿Y dónde iba a estar —dijo el algo, sorbiéndose la nariz— si no es en el
Mercado de Poniente?
—Vimme —dijo Dainty con fiereza—. No hagas preguntas y encuéntrame
aquí un garrote gordo y sólido. Voy a ir al Mercado de Poniente, pero sin garrote
no puedo ir allí. Demasiados bribones y granujas.
—¿Un garrote, dices? Lo encontraré. Pero Dainty, una cosa querría saber,
porque me requema. Me pediste que no hiciera preguntas, y no lo haré pues,
pero adivinaré y tú lo confirmas o lo niegas. ¿De acuerdo?
—Adivina.
—Ese aceite rancio, esa esencia, cera y escudillas, esa soga de mierda, eran
sólo una diversión táctica, ¿verdad? Querías desviar la atención de la
competencia de las cochinillas y la mimosa. Crear una confusión en el mercado.
¿Eh? ¿Dainty?
La puerta se abrió con violencia y algo sin sombrero entró al despacho.
—¡Acedera informa que todo está listo! —gritó con una voz fina—. Pregunta
si echar o no.
—¡Echar! —tronó el mediano—. ¡Echar inmediatamente!
—¡Por las rojas barbas del viejo Rhundurin! —aulló Vimme Vivaldi en el
mismo momento que el gnomo cerró la puerta tras de sí—. ¡No entiendo nada!
¿Qué pasa aquí? ¿Qué hay que echar? ¿En qué hay que echar?
—No tengo ni idea —reconoció Dainty —. Pero el dinero, Vimme, tiene que
moverse.
IV
Abriéndose paso con esfuerzo por entre la muchedumbre, Geralt anduvo
derecho hacia un tenderete donde colgaban cacerolas, peroles y sartenes de
cobre que lanzaban rojizos destellos bajo los rayos del sol poniente. En el
tenderete había un enano de barbas rojas con una capucha olivácea y pesadas
botas de piel de foca. En el rostro del enano se dibujaba un visible desagrado: en
pocas palabras, parecía como si estuviera a punto de escupir a la clienta que
estaba mirando la mercancía. La clienta meneaba el busto, remecía los dorados
rizos y atosigaba al enano con un interminable diluvio de palabras carente de
orden y contenido.
La clienta era nada más y nada menos que Vespula, conocida por Geralt
como lanzadora de objetos. Sin esperar a que lo reconociera, se sumergió
rápidamente entre la masa.
El Mercado de Poniente latía de vida, cruzar a través del tropel de personas
recordaba el paso de un cañaveral. A cada trecho algo se enganchaba a las
mangas y a las perneras, ahora niños que habían perdido a sus madres, cuando
éstas intentaban arrancar a los padres del puesto de licores, luego espías de la
guardia municipal, más allá estraperlistas que ofrecían gorros que volvían
invisible, afrodisíacos y escenas guarras labradas en madera de cedro. Geralt
dejó de reírse y comenzó a maldecir, haciendo uso apropiado de los codos.
Escuchó el sonido de un laúd y una conocida y perlada risa. El sonido
provenía de un tenderete pintado de colores de cuento de hadas, con un letrero
que decía: « Aquí milagros, amuletos y cebos para peces» .
—¿Alguien le ha dicho a la señora que es preciosa? —gritó Jaskier, sentado en
el puesto y moviendo alegremente las piernas—. ¿No? ¡No puede ser! ¡Ésta es
una ciudad de ciegos, nada, sólo una ciudad de ciegos! ¡Venga, buenas gentes!
¿Quién desea escuchar un romance de amor? Quien quiera emocionarse y
enriquecer su espíritu, que eche una moneda en el sombrero. Pero ¿con qué, con
qué me vienes aquí, cagonazo? El cobre te lo guardas para los pordioseros, no
insultes con cobre a un artista. ¡Puede que yo te lo perdone, pero el arte nunca!
—Jaskier —dijo Geralt, acercándose—. Resulta que nos separamos para
buscar al doppler y tú vas y te pones a dar un concierto. ¿No te da vergüenza
cantar por los mercados como el ciego de los romances?
—¿Vergüenza? —se asombró el bardo—. Lo importante es qué y cómo se
canta, y no dónde se canta. Aparte de ello, tengo hambre, y el propietario del
puesto me ha prometido la comida. En lo que respecta al doppler, buscadlo
vosotros mismos. Yo no sirvo para persecuciones ni apaleamientos ni para
tomarme la justicia por propia mano. Yo soy un poeta.
—Mejor harías en evitar hacer ruido, poeta. Está por aquí tu novia, puede
haber problemas.
—¿Mi novia? —Jaskier pestañeó nervioso—. ¿De quién se trata? Tengo varias.
Vespula, sujetando en la mano una sartén de cobre, atravesó por entre la
muchedumbre con ímpetu de un auroch a la carga. Jaskier se echó abajo del
puesto y se lanzó a la huida, saltando hábilmente por encima de unas cestas con
zanahorias. Vespula se dio la vuelta en dirección al brujo, hinchando las narices.
Geralt retrocedió, su espalda encontró la dura resistencia de la pared del
tenderete.
—Geralt —gritó Dainty Biberveldt, saliendo de entre la multitud y
empujando a Vespula—. ¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Lo he visto! ¡Oh, allí, huye!
—¡Ya os pillaré, canallas! —gritó Vespula logrando mantener el equilibrio—.
¡Ya me las pagará toda vuestra pandilla de cerdos! ¡Bonita compaña! ¡Un pavo
real, un pordiosero y un canijo con las pezuñas llenas de pelos! ¡Os acordaréis de
mí!
—¡Por aquí, Geralt! —gritó Dainty, dispersando a un grupo de escolares que
estaban jugando a las tres conchas—. ¡Allí, allí, se ha metido entre los carros!
¡Córtale por la izquierda! ¡Aprisa!
Se lanzaron en la persecución, perseguidos ellos mismos por las maldiciones
de los vendedores y compradores que iban empujando. Geralt evitó sólo de
milagro el tropezón con un chiquillo lleno de mocos que le salió a los pies. Saltó
sobre él, pero derribó dos barriles de arenques, lo que el enfurecido pescadero le
premió dándole un golpetazo en la espalda con una anguila viva que estaba
mostrando justo en ese momento a unos clientes.
Vieron al doppler, que intentaba escapar corriendo a lo largo de una cerca
para ovejas.
—¡Por el otro lado! —gritó Dainty —. ¡Córtale el paso por el otro lado,
Geralt!
El doppler corrió como una flecha a lo largo de la valla, relucía su chaleco
verde. Se puso de manifiesto por qué no se transformaba en alguien distinto.
Nadie podía igualar en velocidad a un mediano. Nadie. Excepto otro mediano. Y
el brujo.
Geralt observó cómo el doppler cambiaba violentamente de dirección,
levantando una nube de polvo; cuán hábilmente se introducía por un agujero en
una empalizada que rodeaba a una gran tienda de campaña que servía de
matadero y carnicería. Dainty también lo vio. Saltó la barrera y comenzó a
abrirse paso por el apiñado rebaño de corderos que balaban en el interior de la
cerca. Estaba claro que no iba a llegar a tiempo. Geralt dobló y se lanzó tras las
huellas del doppler por entre las tablas de la empalizada. Sintió un tirón, escuchó
un chasquido de cuero rasgado y el gabán se soltó también por debajo del otro
sobaco.
El brujo se detuvo. Blasfemó. Escupió. Y blasfemó de nuevo.
Dainty entró en la tienda siguiendo al doppler. De dentro surgieron aullidos, el
sonido de golpes, anatemas y un horrible rumor.
El brujo blasfemó por tercera vez, con extremada obscenidad, después de lo
cual apretó los dientes, alzó la mano derecha, puso los dedos en la Señal de Aard
y la dirigió directamente hacia la tienda. La tienda parecía como una vela
durante un huracán, y de su interior salieron gritos de locura, un estrépito y el
mugido de los buey es. Luego se vino abajo.
El doppler, arrastrándose con la barriga, salió de entre la tela y se echó en
dirección a otra tienda, más pequeña, seguramente una enfriadera. Geralt, sin
pensarlo, dirigió hacia él la mano y le golpeó en la espalda con la Señal. El
doppler cay ó al suelo como herido por un rayo, dio una voltereta, pero enseguida
se levantó y entró en la tienda. El brujo le pisaba los talones.
La tienda apestaba a carne. Y estaba oscura.
Tellico Lunngrevink Letorte estaba allí, respirando con dificultad, sujetándose
con las dos manos a un medio cerdo que colgaba de un gancho. No había otra
salida de la tienda, y la tela estaba sujeta a la tierra con solidez y sin dejar
huecos.
—Es un verdadero placer encontrarte de nuevo, mímico —dijo Geralt con
frialdad.
El doppler respiraba ronca, pesadamente.
—Déjame en paz —jadeó al fin—. ¿Por qué me persigues, brujo?
—Tellico —dijo Geralt—. Ésa es una pregunta estúpida. Para hacerte con los
caballos y la forma de Biberveldt, le rompiste la cabeza y le dejaste abandonado
en un descampado. Sigues usando de su persona y te burlas de los problemas que
le causas con ello. El diablo sabe lo que planeas, pero me entrometeré en tus
planes de una u otra forma. No quiero matarte ni entregarte a las autoridades,
pero tienes que irte de la ciudad. Me cuidaré de que te vay as.
—¿Y si no quiero?
—Entonces te sacaré en una carretilla y metido en una bolsa.
El doppler se dilató de pronto, luego adelgazó con rapidez y empezó a crecer,
sus cabellos rizados y castaños se volvieron blanquecinos, crecieron,
alcanzándole los hombros. El chaleco verde de mediano adoptó un brillo
oleaginoso y se convirtió en cuero negro, en los hombros y las mangas se
formaron unos remaches plateados. El rostro redondeado y colorado se alargó y
palideció.
Por detrás del hombro derecho surgió la empuñadura de una espada.
—No te acerques —advirtió roncamente el segundo brujo al tiempo que
sonreía—. No te acerques, Geralt. No dejaré que me toques.
Pero qué sonrisa más lúgubre tengo, pensó Geralt mientras echaba mano a la
espada. Pero qué morros más lúgubres tengo. Pero de qué forma tan lúgubre
entorno los ojos. ¿Ése es mi aspecto? Truenos.
La mano del doppler y la mano del brujo tocaron la empuñadura de la
espada al mismo tiempo, ambos la sacaron de la vaina al mismo tiempo. Ambos
brujos realizaron al mismo tiempo dos rápidos, blandos pasos, uno de frente, otro
a un lado. Ambos alzaron la espada al mismo tiempo y la movieron en un corto y
silbante molinete.
Ambos se quedaron quietos al mismo tiempo, congelaron su posición.
—No me puedes vencer —gruñó el doppler—. Porque soy tú, Geralt.
—Te equivocas, Tellico —dijo el brujo en voz baja—. Suelta la espada y
vuelve a la forma de Biberveldt. Si no, lo lamentarás.
—Soy tú —repitió el doppler—. No puedes conseguir ventaja. ¡No me puedes
vencer, porque soy tú!
—No tienes ni idea de lo que significa ser yo, mímico.
Tellico bajó la mano que apretaba la espada.
—Soy tú —repitió.
—No —le negó el brujo—. No lo eres. ¿Y sabes por qué? Porqué eres un
doppler pequeño, pobre y de buena voluntad. Un doppler que, por cierto, podría
haber matado a Biberveldt y haber enterrado su cuerpo entre el soto,
consiguiendo así la seguridad absoluta de que no sería nunca desenmascarado,
nunca, por nadie, incluy endo a la mujer del mediano, la famosa Gardenia
Biberveldt. Pero no lo mataste, Tellico, porque no eras capaz. Porque eres un
doppler pequeño, pobre y de buena voluntad, al que sus amigos llaman Dudu. Y
da igual en quién te transformes, siempre eres el mismo. Sabes copiar solamente
lo que es bueno en nosotros porque lo que es malo no lo entiendes. Así eres tú,
doppler.
Tellico retrocedió, apoyando la espalda en la tela de la tienda.
—Por eso —continuó Geralt— te vas a cambiar ahora en Biberveldt y me
vas a dar gentilmente tus manos para que las ate. No estás en situación de
ofrecerme resistencia, porque yo soy lo que no eres capaz de copiar. Lo sabes
muy bien, Dudu. Porque hace unos instantes leíste mis pensamientos.
Tellico se enderezó violentamente, los rasgos de su rostro, que era el rostro del
brujo, se deformaron y fluy eron, los cabellos blancos ondularon y comenzaron a
oscurecerse.
—Tienes razón, Geralt —dijo torpemente, porque sus labios cambiaban la
forma—. He leído tus pensamientos. Por corto tiempo, pero suficiente. ¿Sabes lo
que voy a hacer?
El gabán de cuero del brujo tomó un brillante color azul flor de aciano. El
doppler sonrió, se colocó el sombrerillo color ciruela con la pluma de garza, se
apretó el cinturón del que colgaba el laúd a sus espaldas. Un laúd que hacía
escasos segundos era una espada.
—Te diré lo que voy a hacer, brujo —rió la risa sonora y perlada de Jaskier
—. Me iré, me perderé entre la multitud y me cambiaré en silencio por
cualquiera, aunque sea en un mendigo. Porque prefiero ser mendigo en
Novigrado que doppler en un despoblado. Novigrado me debe algo, Geralt. Fue la
fundación de esta ciudad lo que destruy ó el medio ambiente en el que podíamos
vivir, vivir en nuestra forma natural. Nos destruyeron, nos cazaron como a perros
rabiosos. Soy uno de los pocos que sobrevivieron. Quiero sobrevivir y
sobreviviré. Una vez, cuando me perseguían los lobos en invierno, me transformé
en lobo y anduve con la manada durante algunas semanas. Y sobreviví. Ahora
también lo haré, porque no quiero arrastrarme por entre los arbustos, ni invernar
en agujeros en el suelo, no quiero estar eternamente hambriento, no quiero ser
siempre objetivo para las flechas. Aquí, en Novigrado, se está caliente, hay
comida, se puede ganar dinero y sólo en raras ocasiones se disparan entre sí con
arcos. Novigrado es una manada de lobos. Me uniré a esta manada y sobreviviré.
¿Entiendes?
Geralt afirmó con un cierto retraso.
—Les disteis —siguió el doppler, y adoptó la sonrisa descarada de Jaskier—
una pequeña oportunidad de asimilarse a los enanos, medianos, gnomos, hasta a
los elfos. ¿Por qué tengo y o que ser peor? ¿Por qué se me niega a mí ese
derecho? ¿Qué tengo que hacer para poder vivir en esta ciudad? ¿Transformarme
en una elfa de ojos grises, cabellos de seda y largas piernas? ¿Qué? ¿En qué es
mejor esa elfa que yo? ¿En que a la vista de la elfa se os traban los pies y al
verme a mí os dan arcadas? Meteos ese argumento donde os quepa. Yo
sobreviviré pese a todo. Sé cómo. Cuando era un lobo corría con la manada,
aullaba y me peleaba con los otros por una hembra. Cuando sea habitante de
Novigrado voy a mercadear, trenzar cestas de mimbre, mendigar o robar, como
uno de vosotros haré lo mismo que uno de vosotros. Quién sabe, puede que hasta
me case.
El brujo callaba.
—Sí, como te he dicho —siguió Tellico con tranquilidad—. Voy a salir. Y tú,
Geralt, no vas a intentar detenerme, ni siquiera te vas a mover. Porque yo,
Geralt, durante un instante, he leído tus pensamientos. Incluidos aquellos que no
quieres reconocer, aquellos que te ocultas hasta a ti mismo. Porque para
detenerme habrías de matarme. Y a ti, el pensamiento de matarme a sangre fría
te produce repulsión. ¿No es cierto?
El brujo callaba.
Tellico colocó de nuevo el correón del laúd, se dio la vuelta y se dirigió a la
salida. Salió con paso decidido, pero Geralt sabía que doblaba el cuello y
apretaba los hombros en espera del silbido de la hoja. Introdujo la espada en la
vaina. El doppler se detuvo a mitad de camino, le miró.
—Adiós, Geralt —dijo—. Te lo agradezco.
—Adiós, Dudu —respondió el brujo—. Suerte.
El doppler se volvió y anduvo en dirección al tumultuoso mercado, con el
enérgico, alegre y bamboleante paso de Jaskier. Al igual que Jaskier saludaba con
fuerza con la mano izquierda y al igual que Jaskier sonreía a las mozas. Geralt le
siguió despacio. Despacio.
Tellico aferró el laúd mientras andaba, aflojó el paso y tocó dos acordes,
después de lo cual rasgueó con habilidad en las cuerdas una melodía conocida de
Geralt. Volviéndose ligeramente, cantó.
Completamente igual que Jaskier.
La primavera trae al camino la lluvia,
el calor del sol al corazón alcanza.
Así ha de ser, pues arde en nosotros
ese fuego eterno que es la esperanza.
—Repítele esto a Jaskier, si te acuerdas —gritó—. Y dile que « Invierno» es
un feo título. Este romance debiera llamarse « Fuego eterno» . ¡Adiós, brujo!
—¡Eh! —se escuchó de pronto—. ¡Pavo real!
Tellico se dio la vuelta, sorprendido. De un puestecillo surgió Vespula,
agitando violentamente los pechos, midiéndolo con una mirada furiosa.
—¿A las mozas miras, embustero? —siseó agitándose cada vez más
amenazadoramente—. ¿Cancioncillas cantas, canalla?
Tellico se quitó el sombrerillo y se inclinó, sonriendo con la amplia sonrisa
característica de Jaskier.
—Vespula, querida mía —dijo zalamero—. Qué contento estoy de verte.
Perdóname, bonita. Te debo...
—Me debes, me debes —le cortó Vespula a gritos—. ¡Y lo que me debes me
lo vas a pagar ahora! ¡Aquí tienes!
Una enorme sartén de cobre rebrilló al sol y con un grave y sonoro golpe se
estrelló contra la cabeza del doppler. A Tellico se le quedó congelado en el rostro
un gesto de indescriptible estupidez, se dobló y cay ó con los brazos en cruz, su
fisonomía comenzó a cambiarse, a fluir, y a perder parecido con cualquier cosa.
Al verlo, el brujo saltó sobre él, arrancó al pasar por un puesto una gran
alfombra. Tendió la alfombra en el suelo, empujó dentro al doppler con dos
patadas y rápidamente le envolvió muy apretado.
Se sentó sobre el paquete mientras se secaba el sudor de la frente. Vespula,
agarrando la sartén, le miró con enojo, la multitud creció a su alrededor.
—Está enfermo —dijo el brujo y sonrió esforzadamente—. Es por su bien.
No os acerquéis tanto, buenas gentes, el pobre necesita aire.
—¿No habéis oído? —preguntó con tranquilidad pero en altas voces
Chappelle, abriéndose paso de pronto por entre la multitud—. ¡Por favor, no
forméis grupos! ¡Dividíos! Está prohibido formar grupos. ¡Castigado con una
multa!
La masa, en un abrir y cerrar de ojos, se echó a un lado, sólo para descubrir
a Jaskier, que se acercaba a paso decidido y entre el sonido del laúd. Al verlo,
Vespula lanzó un grito estridente, tiró la sartén y echó a correr por la plaza.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Jaskier—. ¿Ha visto al diablo?
Geralt se levantó del paquete, que comenzó a moverse ligeramente.
Chappelle se acercó con lentitud. Estaba solo, no se veía por ningún lado su
guardia personal.
—No me acercaría —dijo en voz baja Geralt—. Si yo fuera vos, señor
Chappelle, no me acercaría.
—¿Tú crees? —Chappelle apretó los amplios labios, mirándole con frialdad.
—Si fuera vos, señor Chappelle, haría como que no he visto nada.
—Sí, seguro —dijo Chappelle—. Pero tú no eres yo.
Desde detrás de la tienda salió corriendo Dainty Biberveldt, sin aliento y
bañado en sudor. A la vista de Chappelle se detuvo, comenzó a silbar, puso las
manos a la espada e hizo como si admirara el tejado de la alhóndiga.
Chappelle fue hacia Geralt, muy cerca. El brujo no se movió, solamente
entornó los ojos. Se miraron durante un instante, luego Chappelle se inclinó sobre
el paquete.
—Dudu —dijo a las extrañamente deformes botas de cordobán de Jaskier,
que sobresalían de la alfombra—. Copia a Biberveldt, rápido.
—¿Qué, qué? —gritó Dainty, dejando de mirar la alhóndiga—. ¿Qué, cómo?
—Silencio —dijo Chappelle—. ¿Qué, Dudu, cómo va?
—Ya —de la alfombra surgió un apagado jadeo—. Ya... Ahora...
Las botas de cordobán que sobresalían de la alfombra se disolvieron, fluyeron
y se transformaron en los peludos pies desnudos del mediano.
—Sal, Dudu —dijo Chappelle—. Y tú, Dainty, cállate. Para los humanos todos
los medianos parecen iguales. ¿Cierto?
Dainty murmuró algo inaudible. Geralt, aún con los ojos entornados, miraba
a Chappelle acusadoramente. El vicario se enderezó y miró alrededor, y
entonces, de los mirones que aún estaban cerca, sólo quedó el sonido que
desaparecía en la lejanía de unos zuecos de madera.
Dainty Biberveldt Segundo salió con esfuerzo y se desenvolvió del paquete,
estornudó, se sentó, se limpió los ojos y la nariz. Jaskier tomó asiento en una caja
que yacía no muy lejos, rasgó el laúd con aspecto de una moderada curiosidad
en el rostro.
—¿Quién es éste, qué piensas, Dainty? —preguntó amigablemente Chappelle
—. Muy parecido a ti, ¿no crees?
—Es mi primo —respondió el mediano y sonrió—. Un pariente muy
cercano. Dudu Biberveldt de Centinodia del Prado, una gran cabeza para los
negocios. Justo acababa de decidir...
—¿Sí, Dainty?
—Acababa de decidir nombrarlo mi factor en Novigrado. ¿Qué dices a eso,
primo?
—Oh, gracias, primo —sonrió el pariente muy cercano, el orgullo del clan de
los Biberveldt, la gran cabeza para los negocios.
Chappelle también sonrió.
—¿Se ha cumplido el sueño? —murmuró Geralt—. ¿De la vida en la ciudad?
¿Qué es lo que veis en esta ciudad, Dudu... y tú, Chappelle?
—Si hubieras vivido en los brezales —repuso Chappelle—, hubieras comido
raíces, siempre húmedo y helado, lo sabrías. También nosotros queremos algo de
la vida, Geralt. No somos peores que vosotros.
—Cierto —afirmó Geralt—. No lo sois. Sucede a veces que sois mejores.
¿Qué hay del verdadero Chappelle?
—Le cayó un rayo —susurró Chappelle Segundo—. Hará dos meses.
Apoplejía. Así le sea leve la tierra, así le ilumine el Fuego Eterno. Justamente
estaba por allí cerca... Nadie lo advirtió... ¿Geralt? No irás a...
—¿El qué no advirtió nadie? —preguntó el brujo con el rostro inmóvil—.
¿Hay más de vosotros aquí?
—¿Acaso importa?
—No —reconoció el brujo—. No importa.
De detrás de los carromatos y tenderetes surgió corriendo al trote una figura
de dos codos de altura con sombrerillo verde y abrigo de conejos manchos.
—Señor Biberveldt —jadeó el gnomo y se atragantó mirando, posando los
ojos de un mediano a otro.
—Pienso, pequeño —dijo Dainty — que traes un recado para mi primo, Dudu
Biberveldt. Habla, habla, ése es él.
—Acedera comunica que todo ha funcionado —dijo el gnomo y sonrió,
mostrando unos agudos dientes—. A cuatro coronas la pieza.
—Resulta que sé de qué va esto —dijo Dainty —. Una pena que no esté aquí
Vivaldi, hubiera calculado el beneficio en un segundo.
—Permite, primo —llamó la atención Tellico Lunngrevink Letorte,
abreviadamente Penstock, para los amigos Dudu, y para todo Novigrado
miembro de la numerosa familia de los Biberveldt—. Permite que lo calcule.
Tengo una memoria infalible para las cifras. Como para otras cosas.
—Por favor —se inclinó Dainty—. Por favor, primo.
—Los costes —arrugó la frente el doppler— fueron bajos. Dieciocho la
esencia, ocho cincuenta por el aceite de hígado, hmmm... Todo junto,
incluy endo la cuerda, cuarenta y cinco coronas. Solución: seiscientos por cuatro
coronas, es decir dos mil cuatrocientos. Sin comisiones, porque no hubo
intermediarios.
—Pido que no se olviden los impuestos —recordó Chappelle Segundo—. Pido
que no olvides que delante de vosotros hay un representante del poder municipal
y de la iglesia, el cual trata sus obligaciones con seriedad y conciencia.
—Libres de impuestos —declaró Dudu Biberveldt—. Porque se trata de una
venta para un objetivo santo.
—¿Qué?
—Mezclados en apropiadas proporciones el aceite, la cera, la esencia,
coloreados con los restos de las cochinillas —explicó el doppler— bastaría con
echar en las escudillas de barro y meter en ellas un cachito de cuerda. Si se
prende fuego a la cuerda produce un fuego hermoso y rojo que arde largo
tiempo y produce poco mal olor. El Fuego Eterno. Los sacerdotes necesitaban
lamparillas para el altar del Fuego Eterno. Ya no las necesitan.
—Ray os... —murmuró Chappelle—. Tienes razón... Eran necesarias las
lamparillas... Dudu, eres genial.
—Es por parte de madre —dijo, con modestia, Tellico.
—Y que lo digas, clavadito a su madre —confirmó Dainty —. Mirarle esos
ojos de listeras. Clavadito a Begonia Biberveldt, mi querida tía.
—Geralt —jadeó Jaskier—. ¡En tres días ha ganado más dinero que yo en
toda mi vida de cantante!
—En tu lugar —dijo el brujo con seriedad— me dejaría de cantes y me
metería en el comercio. Díselo, igual te toma como aprendiz.
—Brujo. —Tellico le tiró de la manga—. Dime cómo podría... agradecerte...
—Veintidós coronas.
—¿Qué?
—Para un gabán nuevo. Mira lo que ha quedado del mío.
—¿Sabéis qué? —gritó de pronto Jaskier—. ¡Vámonos todos al lupanar! ¡Al
Passiflora! ¡Los Biberveldt pagan!
—Pero ¿dejan pasar a los medianos? —se preocupó Dainty.
—Que intenten no dejaros. —Chappelle adoptó un gesto de amenaza—. Que
lo intenten, y condeno a todo ese burdel por herejía.
—Va —gritó Jaskier—. Entonces, todo bien. ¿Geralt? ¿Vienes?
El brujo se rió bajito.
—¿Sabes, Jaskier? —dijo—. Con gusto.