CAPÍTULO 2

47 9 1
                                    


La mujer tenía la cara muy arrugada. Fue lo primero que vi al despertarme. Sus ojos eran muy grandes y estaban tan cerca de mí que parecían dos pelotas azules. Los labios, también arrugados, se torcieron tras una cortina de pelo gris que le caía por encima de la cara.

—¿Cómo estás, pequeño?

La pregunta no era complicada, pero mi cabeza no funcionaba como siempre, zumbaba, y todo se movía más lento que de costumbre, incluidos los sonidos y las palabras. Creo que hice algún ruido con la boca, no estoy seguro.

La mujer arrugada me enseñó algo que parecía una botella. Vestía una camisa de color blanco tan larga que le llegaba casi hasta los pies. Alrededor del cuello llevaba una cuerda de la que pendía un objeto circular.

—Seguro que tienes hambre. Toma, pequeñín.

Me cogió en sus brazos y me metió en la boca una teta de plástico que encajó en la botella que antes me había enseñado. Mi boca se llenó de leche enseguida. Como no me lo esperaba, me atraganté y tosí. La mujer sonrió. Aquella teta de plástico y su botella soltaban mucha más leche que la teta de mi mamá y yo casi no tenía que chupar, era más fácil. La leche sabía diferente, peor, pero yo tenía hambre. De hecho, tenía tanta hambre que, cuando la botella se quedó vacía, yo aún quería más. Lloré cuando la mujer arrugada me metió en una caja transparente.

—¿No estás cómodo? —me preguntó.

Yo lloré más. Aquella mujer me entendió muy bien y muy rápido. Volvió a cogerme en brazos y me dio otra botella de leche con su teta de plástico.

—Despacio... Qué rico eres. No hace falta que comas con tanta ansia, hay mucha leche.

Apenas la escuchaba, concentrado como estaba en tragar. No entendía por qué ella hablaba de comer... No le di importancia. Un hombre grande vino a verme, o tal vez a la mujer arrugada. También tenía una camisa blanca que le llegaba hasta los pies y llevaba papeles debajo del brazo. Su cara estaba deformada porque lo veía a través de la botella de leche, que era muy grande y abarcaba casi todo lo que había delante de mis ojos.

—¿Cómo está? —preguntó el hombre.

—Muy bien —contestó la mujer arrugada—. Sano. Sus pulmones no se han llenado de humo, los bomberos llegaron a tiempo. Y te aseguro que tiene apetito. Es el tercer biberón y no parece que se sacie.

—Dale toda la leche que pida. No durará mucho en el hospital. Ya lo he arreglado para la adopción. —El hombre le tendió los papeles a la mujer, que los cogió sin que yo apenas notara su movimiento—. Tienes que cambiarle tú el expediente. ¿Podrás hacerlo sin que te descubran?

—Desde luego. —La mujer arrugada miraba con interés los papeles. Yo no podía verlos, pero no parecían tener dibujos—. ¿Dos años y medio? Me parece demasiado. Se notará que no es su edad.

—Su desarrollo pronto alcanzará el de un niño de tres años. Luego se estancará un tiempo y, para cuando supere a los chicos de su edad de un modo evidente, ya será suficientemente mayor. O eso espero. Mejor que parezca un poco atrasado en los primeros años. Mucho mejor, si lo piensas bien. Si no cambiamos su fecha de nacimiento, en seis meses llamará la atención de todos los médicos, padres, profesores y cualquiera que tenga dos dedos de frente.

—Si descubren que falsificamos... ¿Estás seguro?

—No. No lo estoy. Pero mira cómo ha ido hasta ahora. ¿Quieres arriesgarte? Tú misma. Mañana lo recogerán sus nuevos padres. Tú les entregarás la documentación, así que la decisión final es tuya.


*****


Pero esa mujer no era mi mamá. Se habían equivocado el hombre y la mujer de las camisas blancas alargadas al decir que mis papás venían a buscarme. O puede que yo, distraído con la leche, no les hubiera entendido del todo bien.

Me había sucedido antes que mis ojos mejoraban y al mirar de nuevo un mismo objeto, apreciaba más detalles, parecía diferente. El gusto y el oído también cambiaban, pero lo que nunca me había fallado era el olfato.

Por eso no había forma de engañarme. Esa mamá no era la mía porque no olía como mi mamá de verdad.

—Es precioso —dijo con una voz un poco rara. Yo creí que iba a llorar.

—Sí que lo es —dijo la señora arrugada.

—¿Y ya está? —preguntó el hombre que acompañaba a la mujer que habían confundido con mi mamá—. ¿Podemos llevárnoslo ya?

—Por supuesto. Se acabó el papeleo por ahora. Se les hará un seguimiento, como en todas las adopciones, pero estoy segura de que no tendrán ningún problema. Este niño ha sido muy afortunado por el hogar que ustedes le darán.

—Gracias. Puede estar segura.

—Gracias a ustedes.


*****


Aquella tampoco era mi casa.

Mi cama debía estar rodeada de palos; la nueva, además, era mucho más grande. Tampoco estaban los juguetes con los que papá insistía en que jugara. Mi papá, el de verdad, no el nuevo. Aunque había otros juguetes, más grandes y pesados. Nada era como yo lo recordaba. No olía a mi casa.

Al llegar encontramos a dos hombres que me resultaron llamativos. Me sonrieron mucho y uno de ellos le dio un elefante de mentira, más grande que yo, al que ahora decía que era mi padre. Dijeron muchas cosas que no entendí, pero todos se reían mucho. Creí que esos dos hombres vivían en la casa, pero se fueron y entraron en otra que estaba al lado. A veces, por las noches, los oía hablar muy fuerte, se decían palabras feas y la mamá de uno de ellos al parecer se llamaba Puta. Ese dato lo repetían mucho. Los dos hombres tenían un perro que ladraba siempre que llamaban a la puerta. A mi nuevo papá eso no le gustaba.

—Un día de estos los denuncio —decía poniendo la cara fea.

Yo no sabía si todavía no lo había hecho o si denunciar era algo que se hacía todos los días. El perro, por lo visto, era del señor que tenía la mamá que se llamaba puta. Al otro hombre no le gustaba el perro.

La teta se acabó. La nueva mamá usaba la de plástico que iba con la botella, que se llamaba biberón. Me costó mucho acostumbrarme. Tener que dormir sin la teta de mi mamá, sin su calor, sin su tacto, sin su olor me hacía sufrir. Fue lo más duro que recuerdo de mi vida y con mucha diferencia.

Ojalá pudiera borrar de mi mente el recuerdo de las múltiples sensaciones que recibía mientras mi madre me amamantaba, porque aquella pérdida, aún hoy, me provoca un dolor que no puedo describir.

Mis nuevos papás me miraban confundidos. Por mucho tiempo que pasaran mirándome, preguntándose, probando trucos, no lograron averiguar la causa de mi desconsuelo. Nunca volvería a dormir como antes.

Agua rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora