Tomando el vaso vacío, sirvió dos dedos del mejor whisky escocés. La caja de terciopelo negro reposaba en el centro de la mesa de su despacho, cerrada. Suspirando con pesar, la abrió, maldiciendo al estúpido impulso que le había llevado a comprar el solitario en aquella joyería muggle. Un diamante negro con talla en rosa que valía una pequeña fortuna. Nunca había creído que sentiría aquel deseo de verla con una prenda que la marcase como suya, pero parecía que sí, que le había llegado la hora. Lo malo era que los problemas habían empezado a enturbiarlo todo casi al mismo tiempo que planeaba cómo pedirle que se enlazasen. Diablos, si su padre le viese le cruciaría en persona y a conciencia. Casarse con una hija de muggles y, para colmo, siguiendo aquel rito no como en el mundo mágico, sino en una ceremonia para que la parte de la familia de su novia que no conocía la existencia de la magia pudiese disfrutar del momento. Odiaba al mejor amigo de Hermione por haberle dado la idea. Jodido Potter y sus estúpidos consejos.
Se frotó la frente, intentando recordar por qué habían discutido en esa ocasión, maldición, desde Hogwarts no habían peleado tanto como en las últimas semanas, era como si cada pequeño tema desencadenase una discrepancia, que en otras ocasiones ambos habían dejado pasar y que, sin embargo, ahora acababa transformada en una fuente de malos entendidos. Golpeó la madera, negándose a dejarse llevar por las dudas que le acosaban día y noche. Quizás ella... al principio había intentado no enfadarse, asumió que su novia estaba sobrecargada de trabajo y no le apetecía demasiado hablar del tema. A veces era normal que no comentasen los problemas de la oficina, trabajar juntos ya era lo bastante complicado como para llevar aquello a su tiempo libre, pero luego llegaron los silencios, el continuo estado de nervios, el mal humor, las noches en las que hacer el amor se había convertido en un acto frío, casi mecánico. Luego las excusas para no tocarle, y la angustia, callada y cada vez más amarga que siempre acababa por sacarle de sus casillas, haciéndole perder los papeles. Mierda, tenía miedo, como no lo tenía desde hacía años, y lo que le desquiciaba era saber que lo que sea que le ocurriese a su pareja estaba por completo fuera de su control. Hacía días que la sensación de que llevaba sobre su nuca la espada de Damocles era casi palpable, levantarse y empezar una nueva jornada era un suplicio, porque no sabía qué hacer. Algo se estaba interponiendo en su relación y, por muchas vueltas que le daba, no era capaz de intuir cual era el problema y la mera idea de asumir que era desamor le producía pavor.
Se miró las manos, que le temblaban como si fuese un anciano. Cinco años de relación. Cinco. Nunca había creído que eso pasaría, no con Granger de entre todas las mujeres, pero cuando el departamento de Relaciones Internacionales le trasladó desde Bruselas a Londres una de las sorpresas más desagradables fue saber que tendría que trabajar codo con codo con la Gryffindor. En ese entonces tenía veinticinco y se consideraba muy maduro y mundano, creyó que iba a enseñarle algo a su antigua compañera de estudios, pero la realidad fue que se encontró disfrutando de cada una de sus disputas verbales primero, para pasar a una cautelosa admiración después.
Hasta aquella gélida noche de diciembre en la que todo cambió entre ellos. Casi siempre eran los dos últimos en marcharse de la oficina, así que no le extrañó ver luz debajo de su puerta, lo que si le sorprendió bastante fue escuchar música tras la puerta de su despacho. Encogiéndose de hombros, tomó su túnica y caminó por el pasillo desierto con la mente puesta ya en si debería animarse y salir a tomar una última copa o irse a su casa, fue entonces cuando escuchó el sollozo, se detuvo y agudizó el oído. Maldita sea, ahí estaba, contenido, hondo, lleno de pesar, odiaba las lágrimas femeninas, siempre le había resultado difícil lidiar con una persona que llorase, así que tomó la salida fácil y pulsó la tecla con más ahínco, ansiando escapar de allí. Ellos a duras penas eran compañeros de trabajo, no quería verse implicado en nada... así de íntimo, eso sin contar con que lo más seguro era que si se le ocurría asomar la cabeza por la oficina la chica le maldijese, ¿Él, Malfoy, consolando a Granger? Antes Gilderoy Lockard aprendería a lanzar un confundus en condiciones. Aguardaba con creciente al ascensor cuando el sonido de cristal roto le puso en movimiento. Ni siquiera tocó, sólo usó la varita y entró en el cuarto para descubrir a Granger observando con gesto extraviado el vaso roto a sus pies. Conjuró un reparo y de paso limpió el estropicio. Arrugó la nariz al ver los zapatos, el bolso y la chaqueta tirados de cualquier forma sobre el suelo enmoquetado, así que los levitó hasta el pequeño perchero mientras la examinaba de reojo, con cautela, aquella actitud no era propia de su antigua compañera de clases, eso le quedaba claro. La muchacha, que seguía sin abrir la boca, ignoró a Draco como si fuese invisible e imperturbable, volvió a llenar el vaso y de un sorbo, vació la mitad del contenido.