Parte 1 Sin Título

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—Cuando conocí a Leo, no imaginé hasta qué punto cambiaría mi vida. Y creo que aún hoy sigo sin tenerlo claro. Me resulta complicado calibrar todo lo que me ha aportado en apenas unos meses y cuánto lo vamos a echar en falta. Así que lo resumiré dándole las gracias por haberme regalado una familia.

Bajé de aquel pequeño trozo de madera antes de que las lágrimas me bloquearan la garganta. Casi no conocía a quienes estaban allí, así que no vi adecuado exponerme demasiado. Tomó el relevo Rita, la hija pequeña de Leo; pero me temo que no le presté demasiada atención, pues mi mente viajó unos meses atrás.

Llevaba tiempo pensando que, a pesar de no estar perdida, no terminaba de encontrarme. Estaba acabando la carrera de medicina, a falta de las prácticas; contenta por poder dedicarme al fin a lo que siempre había soñado y triste por dejar atrás esa etapa tan intensa que te brinda estudiar en la universidad. Por otro lado, también tenía un poco de miedo. A mí no me esperaban en ningún lugar, no tenía adónde volver ni nadie que me extrañase si me fuera. Mi padre abandonó a mi madre al saber que estaba embarazada y ella murió en el parto. A mis dieciocho años, mis padres adoptivos fallecieron en un accidente de avión. Yo ya era mayor de edad y ellos me habían dejado un pequeño ático y dinero suficiente para, al menos, seguir estudiando (estaba en primero de medicina) y subsistir unos años; de modo que no hubo necesidad de buscar una nueva familia. Resumiendo, cuando acabara la carrera, podía quedarme o irme a cualquier rincón del mundo. Ansiada libertad, enorme responsabilidad. Podía decidir casi cualquier cosa, y eso asusta bastante.

Intenté ser positiva, pensar en toda esa gente a la que no le gusta su vida y no tiene la opción de cambiarla o está atada de algún modo. Yo tendría el título que me abriría las puertas de lo que siempre quise ser, algo de dinero y nada ni nadie fijo en ninguna parte; salvo mi apartamento, pero siempre podía alquilarlo o dejarlo cerrado, no era un motivo para amarrarse. Así que mi vida era un precioso cuaderno blanco para escribir solo a mi modo. Hostia, qué presión.

Podría agarrarme al tópico de que no tuve una vida fácil, pero no estaría siendo sincera. Podría autocompadecerme pensando que mi padre no me quiso, pero eso tampoco era cierto; mi padre no quiso ser padre, no fue nada personal. No dejaba de ser triste que mi madre, que sí estaba por la labor, muriera al dar a luz; pero, siendo pragmática, no llegué a conocerla. Así que me quedé con sus buenas intenciones, un cincuenta por ciento no es tan mala fortuna después de todo.

De mi madre biológica solo tenía una foto que mi madre adoptiva recibió al conocerme. Respecto a las familias de mis progenitores nunca quise indagar. Me adoptaron dos buenas personas que no podían tener hijos a pesar de no desear otra cosa y me dieron una vida más que decente. Cómoda, aunque sin excesos; segura y feliz. Me educaron desde el respeto y la libertad de dejarme ser yo misma y, cuando murieron en aquel accidente, decidí que sería muy desconsiderado por mi parte tomar un mal camino. Así que giré en la otra dirección, en la que me permitía agradecer todo el cariño y todos los esfuerzos que habían hecho por mí las personas que me habían querido. Seguí estudiando, luché por cumplir mis sueños y procuré también vivir mientras tanto.

Cuando mis padres murieron (los adoptivos), decidí buscar trabajo, sabedora de que la cuenta del banco no era un manantial. Quería algo que no me enganchara demasiado y me dejara tiempo para estudiar. Así que, después de un par de vueltas, encontré un puesto en Los tesoros de Clara, una tienda de regalos cerca de mi casa. Era un local pequeñito en el que se podía personalizar todo tipo de cosas para regalar. Como siempre me había gustado leer y también la música, pensé que podría ser de ayuda cuando viniera alguien que no tuviera muy claro qué poner. Además, la dueña era un encanto y me dejaba estudiar cuando no había clientes. Clara, que así se llamaba, tenía setenta y cinco años y no había tenido hijos. Su hermana había muerto y su sobrino llamaba un par de veces al año. Por lo que éramos dos almas solitarias que vivían en simbiosis y se hacían compañía.

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