La isla de los Lamentos

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En la ribera del mar, un joven se encontraba de pie, vislumbrando el horizonte, sin el menor indicio de hacer otra cosa. Al cabo de unos minutos, un quejido fue escuchado; él no volteo, se mantuvo observando la lejanía.

—Supongo que todo vuelve a comenzar... —dijo el muchacho.

Pasos interrumpieron el silencio que volvía a asentarse. Desde el bosque a su espalda, un hombre salió, con una indumentaria conservadora y distinguida que lo hacían parecer alguien digno, aunque su rostro decía lo contrario.

El hombre, al percatarse del joven frente a él un breve sentimiento de dicha lo inundó.

—Tú, el de la gabardina, explica de inmediato donde estoy, y... ¿qué son esas alucinaciones que me atormentan cada cierto tiempo...? ¿Me han intoxicado? —preguntó el hombre, con un tono autoritario.

El mozo siguió imperturbable, no se molestó en prestarle atención al recién llegado, como si concluyera que pronto descubriría la respuesta.

—Me llamo Alejandro Sercrina, presidente de industrias Sercrina. Será mejor que contestes.

Alejandro, sin poder conseguir respuesta luego de cinco minutos, no soportó más y se dispuso a acercarse. En ese instante, el joven se giró frente a él.

—Hasta que por fin decides... —Sin poder terminar su oración, Alejandro quedó mudo. Por más que quisiera, su garganta no dejó escapar ni un sonido. La expresión que mostraba el muchacho fue suficiente para que se compadeciera, pues mostraba desconsuelo.

«Cómo puede tener esa expresión tan desdichada» pensó Alejandro al distinguir ese rostro lleno de lágrimas. Sus ojos estaban completamente rojos haciendo que la pena que le afligía fuera perceptible para cualquiera.

Poco tiempo pasó para que el mozo hablara.

—Eso que ves no son alucinaciones; son tus pecados, tus arrepentimientos, tus frustraciones, lo que has dejado perder por propia estupidez —con una voz que era difícil decir que provenía de un ser humano, el joven continúo—. Si lo entiendes, pronto te darás cuenta de lo pedido que estas.

Luego de reflexionar con aquellas palabras, Alejandro quiso contestar, pero era demasiado tarde, el muchacho se había marchado sumergiéndose en la espesura. No se atrevió a seguirlo.

—Mis arrepentimientos... —musitó.

Considerando cómo llego allí, Alejandro intentó comprender varias cosas. Pocas horas atrás estaba preparándose para ir camino a una reunión con un empresario de renombre en Nueva York, dejando de lado otros compromisos para asistir a la cita de último minuto.

Justo cuando se disponía a salir, su entorno se distorsionó, acompañado de una total oscuridad. Cuando despertó, se encontraba en ese lugar, y lo primero que vio fue imágenes en su cabeza de su esposa dejándolo, sus hijos despreciándolo y su trabajo perdido.

Sin poder comprender, casi cae en la locura, pero repentinamente esas imágenes desaparecieron, dejándolo perturbado. Recuperándose rápidamente, buscó una salida del bosque y, en una dirección al azar, emprendió su carrera.

Al analizar todo lo ocurrido, Alejandro llego a una conclusión. No quería creerla, pero todo indicaba que así era.

—¿He muerto? —Esa pregunta abandonó su boca con una voz casi inaudible.

«Ignorando las alucinaciones, esto no parece ser el infierno y tampoco el purgatorio...» pensó y trató de darle un sentido al escenario en el que se encontraba.

Sin previo aviso, los fantasmas de sus hijos, culpándolo de algo que no recordaba, lo abrumaron. No era solo eso. Su mirada de desprecio y su odio evidente lo hicieron retroceder. Aunque creía firmemente que no eran más que meras alucinaciones, el dolor que sintió al ser juzgado por ellos no desapareció; mas aún, al sentir que todo lo que decían era cierto.

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