Sorprendente

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Muchas veces pensamos que el amor de nuestra vida debe mostrarse ante nosotras con un ramo de rosas en la mano y con un buen montón de promesas frescas brotando de los labios, como si nada en el mundo fuese más importante que el rojo de las rosas y la imposibilidad lógica de cumplir todas y cada una de las promesas que se lanzan al aire. En realidad no deja de ser bonito, ¿no creéis? Y sin embargo el bello absurdo de una conquista tradicional puede darse la vuelta como una tortilla, puesto que, ¿qué hay más tedioso que una espera inacabable? A menudo las mujeres nos obsesionamos con la idea del príncipe azul, un caballero colmado de virtudes, con un pelo brillante y unos ojos para perder el sentido. A ser posible, tal individuo debe oler bien, vestir con cierto cuidado y hacer los mejores chistes del mundo, además de tener cierto brillo picarón en la mirada que, por supuesto y sin que sirva de precedente, tan solo debe ir dirigido a nosotras, sus damas, sus amantes, sus mundos. Porque si no, nos volvemos auténticas fieras, maullando como locas en nuestro fuero interno y rabiando por no poder rajarle las entrañas a la mujer en la que tal brillo ha incidido por casualidad o no. ¡Señoras, despavilen, los celos son poco saludables! ¡Salen arrugas con el paso del tiempo!

Seamos sinceras. Siempre he sido una mujer celosa. Tal vez por miedo, por inseguridad o por baja autoestima. ¡Celos, celos, celos! Hasta aquel día todo mi afán era controlar los pasos y los pensamientos de quien fuese en ese momento mi "media naranja", a saber, todo tipo de hombres, príncipes azules que, pensaba, tal vez fuesen capaces de mantener su imagen hasta, al menos, varios días después de la tradicional conquista. Vendedores de gabardinas, relojeros con olor a naftalina, saxofonistas agotados de éxito, tapiceros de tweed, terratenientes mohosos, rentistas a punto de palmar, y un largo etcétera. Todos acabaron diciendo lo mismo: "¡Déjame en paz, condenada mujer! ¡Así se te lleve el demonio!"

Culpable de los cargos. En consecuencia, y por mi mala cabeza, allí estaba yo aquel día plomizo de principios de diciembre, haciendo tintinear sin ganas la cucharilla dentro de mi taza de café mientras a mi alrededor el bullicio del bar seguía imparable estuviese mal quien lo estuviese. Y yo estaba mal. Hacía tres días que había despedido a mi undécimo príncipe azul, frustrada, insatisfecha y con más ganas de un buen polvo que una perra en celo. Aún aquel atardecer era capaz de evocar la fría vaciedad de mi cama esperando sin resultado a ser destruida. Imaginaba el gélido tacto del colchón, la blanda superficie de la almohada sin dos cabezas que se apoyaran en ella, la absurda colocación estirada y lineal del edredón sobre las sábanas evidenciando la falta de dos cuerpos haciéndose arrumacos. ¡Oh, vamos! ¡Aquello era deprimente!

Llevé los labios al café y comprobé que se había quedado helado. Como un témpano. A punto estuve de echarme a llorar. ¡Ni siquiera el café me hacía el favor de estar caliente! El mundo se me antojó frío e inhumano, como si me hubiera dado cuenta de lo amargo de una espera ridícula y mi ego me impidiese aceptar tal hecho. No había príncipes azules. No había ramos de rosas, ni una infinidad de promesas locas por incumplir. No había nada. Mis ojos se enrojecieron.

-Disculpa, ¿te ocurre algo? -me preguntó en ese momento una voz masculina y calma a mi lado. Parpadeé varias veces y alcé la mirada hacia la dirección de la que provenía la voz. Había un hombre allí, un hombre alto de aspecto extrañamente normal. Un tipo corriente que de habérmelo encontrado por la calle no habría dedicado a su persona ni un solo milisegundo de mis pensamientos. Pero en aquel bar, lo corriente de aquel hombre se me antojó curiosamente raro. De lo más raro. De hecho, tan raro que me pareció hasta ofensivo.

-No, no me ocurre nada. Estoy bien -balbuceé, fingiendo un interés desmesurado y risible hacia mi congelado café. Me percaté de que el tipo no se lo creyó, más que nada porque, insistiendo en permanecer a mi lado, se puso en cuclillas y buscó con su mirada la mía. Al final lo consiguió. Y su mirada, aun siendo tan fastidiosamente normal, me gustó. Y me gustó su barba rala, su sonrisa tierna y corriente, lo gris de su persona al completo. Me gustó. Y me gustó demasiado. Tanto que quise propinarle un buen bofetón por parecerse tan poco a mis recién extintos príncipes azules. ¿Por qué cojones tenía que ser todo tan complicado?

-¿Seguro? -Alzó una ceja-. Te he observado mientras mirabas hace un momento hacia la ventana y me ha parecido verte disgustada cuando has visto pasar a una pareja haciéndose carantoñas, y ahora mismo, creo, he visto cómo se enturbiaban tus ojos. ¿Seguro que estás bien?

De sopetón nació en mis entrañas aquella ignota ira homicida hacia aquel desconocido que con su sangrante normalidad no hacía sino ponerme de peor humor. Y la cólera cristalizó en un ansia casi psicótica por apuñalarle aunque fuese con la cucharilla del café. "¡Oh, vamos! ¡Si estás loca por él!", me dije. Y era verdad. ¡Joder, era verdad! Ya estaba hasta las narices de príncipes azules con rosas rojas en las manos y promesas ridículas en la boca, ¡yo quería alguna cosa menos fatua! Un cuerpo físico buscando el calor del mío, un deseo sincero, gemidos en la cama, ¡algún orgasmo no fingido, por el amor de Dios!

No me lo pensé dos veces. No conocía a aquel sujeto, ni él me conocía a mí. Dejé que mis lágrimas salieran rabiosamente de mis ojos e inundaran mis mejillas con total libertad. No podía pensármelo dos veces. Aquella soledad amenazaba con matar mis ilusiones, si es que no estaban agonizando ya. "No existen los príncipes azules", me repetí en ese momento. El hombre se me quedó mirando de un modo extraño, con aquellos ojos grises tan concienzudamente normales que, sin embargo, parecían horadar mi alma. ¿Cómo podía ser eso? Dejé de llorar. Casi me asusté de lo que estaba viendo. ¡Aquel hombre guardaba un auténtico príncipe azul dentro de sí mismo! No podía creérmelo. Y me asusté. ¡Vaya si me asusté! No llevaba rosas en las manos, y tampoco promesas locas en los labios. ¿Qué era lo que llevaba, en realidad? Os lo diré: nada. Tan solo se llevaba a sí mismo. Sus manos estaban vacías y sus labios permanecían mudos. No llevaba nada. Únicamente sus ojos grises me hablaban de que, tal vez, llevase unas rosas sinceras en el corazón y unas promesas realizables en la cabeza. Y sus ojos, os juro que fue así, no parecían sino ventanas por las que yo podía ver tales presentes. Presentes que a una chica normal como yo, con toda seguridad, le encantarían. Y así fue. A través del gris pálido de su mirada vi al príncipe azul que buscaba. El auténtico. El cierto. ¡El tipo que sin duda era idealmente normal!

En ese punto de mis calenturientas divagaciones me di cuenta de una cosa. El desconocido abrió los brazos. Yo alcé las cejas y un segundo después me abalancé hacia él, dejándole que me abrazase y que el calor de un completo desconocido me embriagase como ningún príncipe azul lo había hecho hasta ese instante. Era un calor sincero, el abrazo de alguien que no te trata como una pieza de caza sino como la más desconocida y maravillosa princesa de cuento de hadas. Noté cómo perdía el rostro entre mis cabellos y cómo, de alguna manera, saboreaba, como yo de él, la sensual cercanía de mi cuerpo apretado contra el suyo.

Me daba igual su nombre. Me daba igual quién fuese, qué hiciera, qué amase, qué odiara o en qué trabajase. Era el príncipe corriente que buscaba. No necesitaba más. Y él parecía haber estado buscando una princesa normal sobre la que descargar todo aquel torrente de cariño que me prodigaba aquella tarde. ¡No podía creérmelo!

-¿A las once nos vemos, después de cenar? -le propuse. El tipo me levantó con delicadeza el rostro y clavó sus ojos grises en los míos, aún enrojecidos por las lágrimas.

-¿Y por qué no cenamos juntos?

No volví a ser celosa desde aquella noche. El auténtico príncipe azul brotó de aquel sujeto sin nombre ni procedencia y, sin pedirme nada a cambio, me regaló su corazón y su mente. Las rosas y las promesas. Supe desde entonces que aquellas rosas no se marchitarían, y que las promesas se cumplirían. Porque, en principio, no llevaba nada consigo; tan solo se llevaba a sí mismo. Aprendí que, quizá, nadie debería llevar nunca nada. Tan solo rosas en el alma y promesas realizables en la cabeza.

Y lo cierto es que, a partir de ese día, jamás nos separamos. Juntos, todo prosiguió felizmente normal.

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