Prólogo: El monje y el joven

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Hacía ya horas que era de noche, una aciaga noche otoñal. Llovía a mares y las gotas heladas se clavaban en su cara como pequeños alfileres de hielo.
La túnica ocre con la capucha de color terracota, tan característica de la orden de Vathra a la que servía, se había vuelto tan pesada que hacía más difícil aún avanzar hasta el enorme monasterio al que se dirigía.
Él prefería llegar de madrugada, porque sabía que se movía bien de noche, y ningunos ojos curiosos podrían advertir de su llegada antes de que pudiera reunirse con el Gran sacerdote. La oscuridad lo cubría todo y pese a que conocía el camino como las palmas de sus curtidas manos, se dejaba guiar por la pequeña luz que se proyectaba desde el interior del puesto del centinela. Avanzó en silencio por el sendero empedrado, sus pasos eran lentos y pesados, pero iba acercándose poco a poco al portón de madera de roble. Le faltaban escasos pasos para alcanzarlo cuándo tropezó con algo que casi le hace dar con sus huesos en el suelo. Lo primero que pensó, fue que era un perro hambriento que mendigaba comida a los monjes o a los fieles que se dejaban ver por allí durante el día, pero un gran rayo, seguido de un gran trueno, iluminaron la figura de un muchacho.
Hecho un ovillo, con los huesos como queriendo salir de su piel, los pies descalzos llenos de sangre seca y barro y la ropa desgajada, yacía en el suelo su figura cadavérica. El muchacho no se inmutó al recibir el impacto de la bota del monje, parecía que el Dios de la muerte había reclamado para si el alma de ese pobre joven. El monje decidió al fin, encender el candil que llevaba dentro del zurrón, a resguardo del tejadillo que había sobre el portón. Contempló el cuerpo inerte, bajo aquella gélida lluvia y a los pies de aquellos altos y pétreos muros del monasterio de Anbah.
El monasterio era de un tamaño descomunal. Tras los imponentes muros de piedra se hallaba un gran edificio que acogía a los monjes viajantes y hacía las veces de hospicio para los peregrinos que venian de tierras lejanas, habia otros edificios menores que usaban los aprendices y monjes como dependencias, y al fondo, excavado en la roca, el majestuoso templo de Vathra. La fachada era imponente, a resguardo de la montaña en la que había sido tallada. Era la sede principal de esta orden que tenía fieles por casi todas las tierras conocidas, pese a que los últimos tiempos habían surgido voces discordantes contra este pacífico credo.

El monje se quitó la túnica con la intención de cubrir el cuerpo inerte cuando, con una débil exhalación, el joven gimió un sonido seco, como de auxilio. El monje dio un salto hacia atrás y esta vez sí que cayó de culo, pero se levantó tan rápido como había perdido el equilibrio y cargó aquel pedazo de carne, huesos y trapos sobre su hombro sin ningún esfuerzo.
Ya no podría entrar al monasterio con el sigilo y secretismo que tenía planeado, así que en lugar de usar entradas que sólo dos o tres monjes conocían se dirigió al portón de la torre de guardia.
Siendo una hora tan intempestiva no quiso hacer sonar la aldaba, que colgaba majestuosamente de una figura que representaba a Vathra, en su lugar cogió tres guijarros y los lanzó hacia la ventana, esperando que el centinela estuviera con los oídos aguzados en su vigilia, pese a la infausta noche que la suerte le había regalado atender.
Por suerte Betán escucho el repiqueteo de las piedrecitas y asomó la cabeza por el ventanuco. Vio la estampa del monje empapado con el joven al hombro. Se dirigió rápidamente hacia el portón y abrió una pequeña mirilla.
-Por los dedos de Vathra! Deja a ese despojo dónde estaba y entra a calentarte - dijo Betán-
- ¡No pienso abandonar a ningún humano que reclame asilo o auxilio frente a las puertas de nuestro monasterio! - exclamó el monje con una voz grave y autoritaria- ¿Acaso hemos olvidado lo que dicen nuestros votos sacros? - Concluyo con una voz más serena pero firme.
- Ese crio lleva todo el dia en la puerta, pero todos dicen que está maldito, que sólo nos traerá desgracias y calamidades - contestó Betán con voz temblorosa.
- Dudo que ninguno os hayáis molestado en consultar la opinión de Zaralus, si lo dejamos aquí fuera, no pasará de esta noche. Déjanos pasar y mañana acataré la decisión que tome el Gran Maestro. -
Betán dudó unos instantes, pero sabía que, si finalmente el muchacho moría a las puertas del monasterio sin haberle prestado auxilio, o consultado al gran sacerdote, podría tener muchos problemas. No quería recibir una sesión de latigazos o pasar unas semanas en el calabozo.
Betán descolgó el alamud y abrió el portón dejando pasar al monje y al muchacho. Betán era un monje de mediana edad, de baja estatura pero fuerte complexión. Su cabello y su piel eran de un tono marronoso oscuro que dejaban adivinar que su lugar de nacimiento estaba mucho más al sur de dónde se encontraba el monasterio de Anbah.
Los acompañó hasta un gran edificio que había cerca de las murallas y volvió a su puesto. El monje llevó al muchacho hasta una pequeña estancia muy parca en decoración. Un simple camastro y junto a él, una mesilla y un viejo escabel al que le faltaba una pata. El monje dejó al muchacho sobre el camastro, encendió un fuego en la chimenea y fue a buscar unas sábanas y mantas para que entrara en calor. Se hizo con un vaso y puso a calentar agua, le añadió un ramillete de hierbas que sacó del zurrón y unas gotas de un aceite fuertemente perfumado.
Lo desvistió, si es que a esos harapos se les podía llamar ropa, y cuando le arrancó lo que quedaba de camisa vio unas marcas en el pecho, justo debajo del hombro, que le hicieron abrir los ojos como un búho. Era una escarificacion, bastante reciente al parecer. Tenía la forma de un circulo con lo que parecía una ola justo encima de él. A la luz de la lumbre que iluminaba la estancia, la herida parecía refulgir con tonos metálicos y azulados.
El monje se llevó la mano a la nuca y soltó un suspiro de resignación. El muchacho estaría realmente condenado aquí si alguien llega a ver eso.

Pasó un buen rato limpiándolo a conciencia, preocupandose de que el cuerpo del joven entrara en calor.
Al cabo de una hora, empezó a balbucear, sílabas o palabras inconexas
-Umba, umba... no... yan... Soy... ma... - El monje se concentró en sus palabras intentando descifrar algo de lo que había oído, pero nada parecía tener sentido alguno.
Siguió cambiando los paños incansablemente, hasta que los labios del joven empezaron a volver a tener un color rosado, como los de las personas vivas. Por último, se encargó de dar unas puntadas a las heridas abiertas, con una aguja de hueso e hilo de fino de tripa. Una vez cerradas, les aplicó un ungüento graso que saco de uno de los bolsillos de su túnica. Dejó al joven reposando, salió del cuarto y tomó la precaución de cerrar con llave, para que no pudiera salir, pero sobre todo, para que nadie pudiese entrar. Recorrió los vacíos pasillos del hospicio de Anbah hasta llegar a su habitación. Estaba algo más amueblada que el cuarto en el que ahora reposaba el muchacho. Tenía una cama y junto a ella una mesita y un arcón cerrado con tres candados. Además tenía dos armarios, un gran escritorio con mapas, papeles y plumillas. Las paredes estaban repletas de estanterías llenas de libros. El monje soltó su zurrón en un rincón, se quito los ropajes mojados y se puso su ropa de cama. Aún quedaban unas pocas horas para que el sol despuntara y debía aprovechar para dormir, el día siguiente tendría que dar muchas explicaciones. Se recostó en su camastro y no tardó en conciliar el sueño pese a que por su cabeza no dejaban de sonar muchísimas preguntas sobre la procedencia de aquel joven.

En cuánto el monje entró en su cuarto, Betán salió de las sombras de los pasillos del hospicio. Había descuidado su labor de centinela. Creyó mucho más importante avisar al Patriarca mayor, el segundo al mando tras el Gran sacerdote Zaralus.

Salió del edificio y corrió bajo la lluvia los pocos metros que lo separaban de la residencia de los patriarcas. Se situó frente a la puerta de los aposentos de Ozkan, pero no llamó a la puerta, tampoco hizo ruido alguno. Simplemente sacó de su bolsillo una piedra y la frotó entre las palmas de sus manos. La piedra se iluminó de un color verde esmeralda y tras un momento, Ozkan abrió la puerta, su figura esbelta, prominente y espigada, imponía un respeto adecuado para un monje de su rango. Sin mediar una sola palabra ni esbozar ninguna mueca, le hizo un ademán para que entrara, como si lo estuviera esperando.
Betán entró nervioso y le contó todo lo que el monje recién llegado había hecho desde que le abrió la puerta hasta que se encerró en su cuarto. Ozkan lo escuchó atentamente y cuando este hubo terminado, abrió su cajón sacó una bolsa llena de monedas y le extendió cuatro talegs de plata. Ozkan se levantó y abrió de nuevo la puerta invitando a Betán a marcharse. El centinela salió de los aposentos haciendo reverencias sin parar hasta que la puerta se volvió a cerrar.

De nuevo a solas en su habitación Ozkan sonrió, quizás esto fuera la oportunidad que estaba esperando.

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