Primer beso

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El agetreo se sentía desde fuera de la mansión. Hasta los campesinos que araban la tierra en el exterior pudieron escuchar el bullicio provocado por la servidumbre dentro de la gran casa. Todos se miraron y sonrieron sabiendo a qué se debía, aquello era totalmente normal casi todos los días.

Dentro, una sirvienta había perdido la compostura por completo. Corría de lado a lado por el cuarto de su señorita con un vestido azul en sus manos. De sus ojos brotaba un mar de lágrimas. Las otras tres la observaban desde la distancia, ellas se encontraban preocupadas, pero preferían no mostrarlo porque eso solo empeoraría el estado de su compañera.

—¡Señorita Lume! —llamaba horrorizada y bastante cansada—. ¡Señorita Lume!

—Otra vez se escapó —murmuró una de las sirvientas apartadas en el oído de la del medio.

—La señorita Lume siempre hace lo mismo —respondió la otra, de igual modo, siempre cuidando no ser escuchada.

En ese instante, irrumpiendo el cuchucheo de las jóvenes, la puerta de la habitación fue abierta bruscamente de par en par. Del otro lado, y casi dentro, se encontraba un hombre mayor, con hileras de canas surcando su dorado cabello, ojos color magenta, tez blanca. A pesar de su edad se encontraba bastante conservado, sus músculos vivían por los días de entrenamiento en su juventud, al igual que su rostro bien cuidado y atractivo.

—¡¿Qué sucede?! —cuestionó la voz, con autoridad. La inquietud se mostraba en cada sílaba que pronunciaba.

—¡Señor! —soltaron las cuatro la vez haciendo una reverencia prolongada.

—¿Otra vez? —inquirió un poco más calmado. Sintió que su cuerpo perdía presión cuando observó la escena. Una pequeña sonrisa adornó su cara.

—Lo siento, señor. La señorita Lume desapareció de repente. La dejé sola un momento, ella me pidió que la dejara sola mientras tomaba un baño y eso hice. Pero al ver que tardaba toqué, y cuando no recibí respuesta alguna entré. La ventana estaba abierta y la bañera ni siquiera tenía agua —se excusó, sin alzar la cabeza, completamente apenada por bajar la guardia—. Lo lamento, la señorita Lume no podrá estar en la hora del almuerzo como usted solicitó.

El tipo, sorprendiendo a todos, se echó a reir con todas las fuerzas que tenía. Fue tanto que tuvo que sostener su estómago porque sentía que le dolía. Las lágrimas no tardaron en asomar, le parecía tan gracioso.

—Esa hija mía —comentó, sin poder dejar de carcajearse—. Es idéntica a su madre. Su espíritu no puede ser contenido.

—Señor, ¿qué hacemos? —preguntó otra de las sirvientas, dando un paso adelante—. ¿Deberíamos enviarla a buscar? Creo que es obvio donde estará.

—Da igual, que regrese cuando quiera —contestó él, moviendo su mano mientras se daba media vuelta—. El almuerzo será más tarde, el estómago de mi hija puede esperar a que su alma esté saceada.

—¡Que hombre más comprensivo! —dijeron las cuatro a la vez mientras veían al dueño de la mansión abandonar la habitación de Lume.

Lejos de allí, a varios metros para ser exactos, se encontraba la causante de todo el estrago. Lume corría por los cenderos de la pequeña isla donde nació y se crió con toda su fuerza. Se sintió tan viva cuando el viento rozó sus mejillas, cuando su sudor descendía debido a la adrenalina. Se estaba aproximando a su destino.

Una sonrisa adornó su hermoso rostro cuando presenció el muelle. En ese momento no pudo contener su entusiasmo y apresuró el paso, ni ella sabía que podía ser tan veloz. Dio un pequeño brinco cuando sus pies descalzos sintieron la ardiente madera quemar su piel. Entonces amplió aún más su sonrisa. Corrió hasta el final del camino y se detuvo, allí donde comenzaba el inmenso océano que amaba. Abrió sus brazos y respiró lo más profundo que pudo sintiendo la brisa marina y el olor a agua salada que adoraba con toda su alma. El cantar de las gaviotas le trajo paz.

Tres besos °|Portgas D. Ace|° ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora