Prólogo
Durante la semana que siguió a las Detonaciones sonó un zumbido constante. Costaba llevar la cuenta del tiempo. Los cielos se combaban bajo el peso de los bancos de nubes ennegrecidas por el aire cargado de ceniza y de tierra. Si pasó algún avión o aeronave, no podíamos saberlo; así de encapotado estaba el cielo. Tal vez vi, no obstante, una panza metálica, un brillo apagado de un armazón que bajó por un momento y luego desapareció. Tampoco se veía aún la Cúpula; ahora tan brillante sobre la colina, antes era solo un destello borroso en la distancia. Parecía cernirse sobre la tierra, como un orbe, una borla iluminada, desgajada del todo.
El zumbido provenía de una especie de misión aérea, y nos preguntamos si habría más bombas. Pero ¿de qué servirían? No quedaba nada, todo había sido arrasado o tragado por las llamas. Había charcos oscuros de lluvia negra, y hubo quienes bebieron de esa agua y murieron. Teníamos las cicatrices a flor de piel, las heridas y las deformaciones en carne viva. Los supervivientes cojeaban en una procesión de muerte con la esperanza de encontrar un sitio que hubiese quedado en pie. Nos rendimos; fuimos descuidados y no buscamos refugio. Puede que algunos desearan que hubiese una operación de rescate; tal vez yo también.
Los que pudieron salir de los escombros lo hicieron. Yo no pude, había perdido la pierna derecha de rodilla para abajo y tenía las manos llenas de ampollas de utilizar una tubería por bastón. Tú, Pressia, solo tenías siete años y eras menuda para tu edad, aún con el dolor por la herida abierta de la muñeca y las quemaduras que relucían en tu cara. Pero eras rápida. Trepaste a toda prisa por los restos para acercarte al sonido, atraída por aquel ruido imperioso que provenía del cielo.
Ahí fue cuando el aire tomó forma, cuando se hinchó poco a poco con un movimiento ondeante: un cielo de alas insólitas e incorpóreas.
Hojas de papel.
Tocaron tierra y se posaron alrededor de ti como copos de nieve gigantes, igual que aquellos que los niños recortaban en papeles plegados para pegarlos luego en las ventanas de las aulas, aunque oscurecidos ya por el aire y el viento cenicientos.
Cogiste uno, como hicieron todos los que pudieron hasta que no quedó ninguno. Me lo tendiste y te lo leí en voz alta.
SABEMOS QUE ESTÁIS AHÍ, HERMANOS Y HERMANAS. UN DÍA SALDREMOS DE LA CÚPULA PARA REUNIRNOS CON VOSOTROS EN PAZ. DE MOMENTO SOLO PODEMOS OBSERVAROS DESDE LA DISTANCIA, CON BENEVOLENCIA.
«Como Dios —susurré—, nos observan como el ojo benevolente de Dios.»
No fui la única que pensó lo mismo. Y hubo quienes quedaron fascinados y quienes montaron en cólera. Todos, no obstante, seguíamos aturdidos, perplejos. ¿Nos pedirían a alguno que traspasásemos las puertas de la Cúpula? ¿Nos rechazarían?
Los años pasaron y se olvidaron de nosotros.
Al principio, sin embargo, las hojas de papel se convirtieron en un bien preciado, una especie de moneda de cambio... que no duró. El sufrimiento era demasiado grande.
Tras leer el papel, lo plegué y te dije: «Me aferraré a él por ti, ¿vale?».
No sé si me entendiste. Seguías distante y muda, con la cara tan inexpresiva y los ojos tan abiertos como los de tu muñeca. En lugar de asentir con tu propia cabeza lo hiciste con la de la muñeca, ya parte de ti para siempre. Cuando parpadeó, tú parpadeaste a la vez.
Así fue durante mucho tiempo.
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Puro.
Science FictionPressia apenas se acuerda de las Detonaciones y menos todavía de cómo era la vida en el Antes. En el armario donde duerme, entre los escombros de una antigua barbería piensa en cómo el mundo se transformó en ceniza, polvo, cicatrices, quemaduras y c...