Capítulo 1.

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Las hojas se desprendían de los árboles, al igual que sus pensamientos. Mecidas por la suave brisa, entraban en su habitación, una lúgubre estancia con paredes grises y una incómoda cama. La muchacha miraba de refilón la única foto que adornaba la estancia. En aquel instante, la puerta se abrió con un incómodo chirrido. Unas monjas penetraron sin cuidado en sus pensamientos. Ella levantó la cabeza. Un rostro enlagrimado las observaba.

-¿Qué día es hoy?

-Jueves -contestó la mayor, una señora de pelo canoso y figura rechoncha-, es el día de aislamiento, es necesario. Ya sabes que vas a quedarte mucho más tranquila.

-Siempre es jueves en este lugar -repuso ésta sin creer las palabras de aquella señora-, no puede ser.

-Lo que sucede -comentó la mujer con tranquilidad-, es que te olvidas.

Las dos monjas restantes la agarraron de los brazos. La chica no dejó de resistirse, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. La arrastraron hasta una sala, en la que hicieron una especie de interrogatorio.

-¿Qué día es hoy?

-Jueves.

-Vale, ¿y cómo te llamas?

-Ana.

-¿Y quiénes son tus padres?

-Julián y Ana María.

-¿Y dónde están?

-En el infierno.

-No, en el cielo.

-Lo que usted diga. ¿Por qué todos los días me preguntan lo mismo?

-Para cerciorar que te acuerdas, es un ejercicio muy sano para tu cabeza, ¿verdad Julia? -Inquirió.

-Es cierto señora, te va a venir muy bien -añadió hacia Ana.

-Estoy cansada, es el momento de la medicación, ¿verdad?

-Así es.

Soledad abrió el maletín que la acompañaba a todos lados. Era un espacio cubierto de tela verde, en el cual había nueve frascos, cada uno con una pegatina de diferente color. Cogió el cuarto, llenó una jeringuilla del líquido y se la aplicó en el brazo izquierdo. Simultáneamente, las otras monjas salieron. La muchacha no tardó en notar la conocida sensación de cansancio. Se derrumbó agotada en la silla. No podía más. La más joven la cogió como si de un saco se tratase. La echó en la cama y la tapó. En su duermevela oyó cómo se volvía a echar el cerrojo de la puerta.

Apenas unas horas después, alrededor de las tres de la madrugada, se despertó sobresaltada. Notaba una presencia cerca de su cama. Encendió la pequeña lámpara de mano que guardaba en su bolso, el cual colgaba de la silla. Consiguió iluminar la habitación. Descubrió una figura masculina, un chico con el pelo despeinado, de rostro pálido, demasiado alto para su edad. Era algo delgaducho, demasiado. Podría afirmarse que padecía de hambre. Se desperezó y la miró.

-Buenos días.

-¡¿Quién eres?!

-Shh, baja la voz, o despertarás a todo el convento.

Ella comenzó a moverse nerviosa, no podía hablar. Entró en crisis nerviosa. Él se acercó despacio y la agarró. Sus frías manos consiguieron calmarla. Lentamente, volvió a incorporarse. Cogió aire y volvió a preguntar.

-¿Quién eres?

-Me llamo José Lorenzo, aunque puedes llamarme Laurie, como la mayoría de la gente -se apresuró a añadir él.

-¿José Lorenzo? ¿Y se lo has perdonado a tus padres?

-No, pero Laurie no está nada mal. Además, me pega mucho. De todas formas -retomó el hilo de la conversación-, estoy aquí para liberarte.

El reencuentro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora