Antes de leer: esto es una obra de ficción. Todo lo que se narra aquí es ficticio. No pretende ser más que un ejercicio narrativo.
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Juntarse a tomar, café si es de día y alcohol si es de noche o pasadas las seis, es deporte regional: no hay nada más que hacer cuando los paraguas no sirven y las calles principales se transforman en ríos. Hay una gran porción de Avenida Alemania dedicada a pubs. La cantidad de cafeterías per cápita es igual de ridícula. Ese día estábamos en un uno de los bares de avenida Alemania, pasando la lluvia una tarde de jueves después de la U. Cuando la gente se junta alrededor de la mesa, se habla, y mucho, de lo que sea, y si el pelambre es sobre personas que uno podría conocer: mucho mejor. Todos conocíamos a la gringa que habían matado en el colegio evangélico, de una forma u otra. Estábamos todos conectados por el morbo. No había nadie que no tuviera una teoría, incluso los que decidían no comentar y miraban fijo su cerveza, apretando fuerte el vaso.
El tema se había vuelto casi legendario, comentó alguien, porque parecía que nadie lo había hecho. Había pasado casi un año y la gente todavía hablaba de Jessica Logan. Llegaron las papas fritas con queso, nos pusimos profundos: cuando hay religión involucrada, acordamos, no se puede confiar en la justicia. Entonces concluimos, después de un brindis, que algo más pasaba ahí.
Era secreto a voces que Jessica tenía algo con un hijo de una profesora del colegio: varios los habían visto juntos, incluso en ese bar, como dijeron los de la mesa de al lado cuando nos escucharon hablar del tema. Los medios decían que no, que él solamente era su "amigo", porque eso había dicho en la corte y por supuesto que la gente no miente, totalmente impensable. Lo que se comentaba en todas los bares, cafés, casas y universidades era que el tipo tenía motivo: habían terminado porque él llevaba una doble vida, era bisexual y no le había dicho a Jessica, que era muy conservadora. Uno de nosotros lo había visto en una disco queer de Temuco, otra lo había escuchado de alguien que lo conocía. Además su papá, que no tenía nada que andar haciendo en el colegio a esa hora, encontró el cuerpo de Jessica, dijo alguien de la mesa de atrás, piscola en el aire. Todos asentimos. Para nada culpable, o al menos eso decidió la fiscalía después de solamente seis días: el hijo, el papá y la mamá no fueron y punto, se acabó. No sabían nada.
La persona a la que culparon era ridículamente obvia, un señor que vivía con sus papás en un lugar de clase media baja de la ciudad, sin conexiones, un poco simple de mente: el nochero del colegio. Dijeron que había entrado a robar y que la había matado por casualidad porque lo sintió cuando se estaba bañando. Extrañamente, el iPod y el iPhone de Jessica estaban en la pieza todavía y eso no escapó de la atención de los que estábamos conversando en el bar, tres mesas fusionadas, de gente que hace media hora no se conocía.
A la pobre niña la golpearon varias veces en la cabeza con un fierro, algo que calzaba más con un crimen pasional, o al menos el colectivo de investigadores privados amateur del bar lo creíamos así. Más encima, el señor podría haber inventado una excusa tipo "vine a ver si el tema del agua se había arreglado", si es que estaba robando, porque había justamente estado arreglando el agua en la tarde. Nadie creía que el nochero la había matado, todo el mundo estaba indignado a esas alturas. Alguien se puso a googlear, y comentó que la gran "prueba" que encontraron para culparlo había sido ADN en el atizador de la estufa, que se suponía que era el arma homicida pero nunca se probó. La cosa era que el señor iba regularmente a encender la estufa de Jessica, algo que la gente que no creció en el sur no maneja muy bien. Todo lo que las huellas demostraban era que el señor hacía bien su trabajo. Incluso el colegio defendía al nochero, dijo la mesera cuando nos trajo más papas fritas, por cuenta de la casa.
Nos apiñamos para ver en un celular ese video oscuro y borroso de un tipo con pantalones blancos, una nueva prueba que había salido en el diario. Todos hablábamos al mismo tiempo, armando nuevas teorías. El bar completo era una sola mesa a esas alturas, todos unidos excepto por una mesa de al fondo, la que tenía sofás de cuero en vez de sillas para la gente que iba a tomar sola pero no quería sentarse en la barra.
La persona de la mesa de al fondo se acercó a nuestra mesa, el pelo largo y rizado le tapaba la cara. Nos quedamos callados cuando nos dimos cuenta que era él, no por vergüenza, eso no existe después de tres vasos. Román tenía los ojos vidriosos, la nariz rosada y un vaso de piscola tipo té en la mano. Tambaleando se sentó en la orilla de nuestra mesa, casi nos dio vuelta el pitcher, pero no le dijimos nada.
Se tomó la mitad de la piscola al seco, se secó la barba con la mano. Nos miró a todos y a ninguno. Solo se escuchaba el silencio de la gente, el jazz suave de fondo, la lluvia en el techo de zinc.
Teníamos en frente a Román González, el infame hijo de la profesora, un zorrón genérico, profe de inglés, que tocaba en una banda de garaje, y según decían, tenía el ego del porte del Ñielol. Seguramente estaba disfrutando su audiencia cautiva, pero ¿por qué no decía nada?
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Confesiones de Bar
Mystery / ThrillerTercer lugar en segundo concurso de cuentos Bibliometro. Originalmente publicado en el libro concurso de cuentos bibliometro 2018.